Natalie era una niña de 14 años que venía de una familia acomodada. Vivía en una gran casa a las afueras de la ciudad, pero vivir allí no le afectaba para nada, ya que además de tener dos autos -uno de su padre y otro de su madrastra-, le habían contratado un chofer que la llevava todos los días a la escuela.
También tenía buenos amigos; dos perros que le regalaron cuando apenas eran unos cachorros, a los cuales quería mucho -de raza San Bernardo, llamados Peludo y Bella-, y un padre que se encargaba de comprarle todo lo que necesitaba -o quería- lo más rápido posible, aunque no dejaba de lado el afecto hacia su hija, la abrazaba, le hacía mimos y le encantaba pasar tiempo junto a ella. A menudo la sacaba a comer algo, la llevaba al cine o al parque con Peludo y Bella y se iban de viaje nomás tenían la oportunidad.
Se podría decir que Natalie era una niña muy feliz, y en general así era, pero Natalie había cometido un error fatal, un error que su madrastra nunca le había perdonado.
Su mamá murió en un accidente de auto hace 5 años -cosa que fue muy difícil de afrontar. Su madre era un gran pilar para ella, a parte de una de sus mejores amigas-, pero entre su padre y ella lograron superarlo y seguir adelante.
Tres años después, su padre se casó de nuevo, con una señora muy buena moza. Esbelta, rubia y con un carisma infinito. Como era de esperarse, en muy poco tiempo tuvieron un bebé, al cual le colocaron por nombre Roy.
Durante un año y medio, fueron la familia más feliz del mundo, hasta que un día Roy se levantó y dio sus primeros pasos. Natalie era la que estaba más emocionada. Se ofreció enseguida a ayudarlo y a orientarlo. Duraron un buen rato practicando, acompañados por sus padres, quienes cada cierto rato le decían que no soltase nunca a su hermano. En un momento estaban en el pasillo del segundo piso y cuando estaban cerca de las escaleras, el niño caminó un poco más rápido, y se soltó de las manos de Natalie. Ella no lo tomó inmediatamente, sino que sonrió con felicidad y lo dejó caminar solo un poco más, pero rápidamente su sonrisa se borró al ver cómo su hermano colocó uno de sus pies demasiado cerca del borde de la escalera y resbaló. Natalie trató de tomarlo, pero ya era muy tarde, lo único que pudo ver fue a su hermano rodando por las escaleras y quedarse inmóvil al inicio de éstas.
Su padre sabía que fue un accidente, que ella no quiso hacerlo, pero su madrastra, aunque sabia que Natalie no lo había hecho apropósito, si la culpaba de haber soltado a Roy cuando ellos específicamente le habían dicho que no.
Desde ese día no la trató igual que antes, y, cuando su padre se iba a algún viaje de negocios -que era por lo menos una vez a la semana-, aún peor. Siempre encontraba la forma de recordarle lo de su hermano y hacerla sentir mal:
-Lo odiabas -le decía de repente cuando ella estaba distraída, con un tono de voz amenazante-. No querías que te dejaran de tratar como la niña consentida de papá. Lo hiciste apropósito, lo sé. Algún día me vengaré por lo que hiciste. ¡Lo haré!
Natalie no le decía nada a su padre, por temor a que no le creyera y ya regañara, o peor, que estuviera del lado de su madrastra y también la culpara. Sólo empezó a ignorar todo lo que le decía e imaginar que todo estaba bien.
Hasta que un día, su madrastra dejó de decirle cosas, he hizo algo mucho peor.
Un sábado soleado, Natalie estaba afuera jugando con Peludo y Bella en el patio delantero, cuando llegó su madrastra en su auto. Los perros fueron a recibir a su ama. Cuando su madrastra estaba estacionándose de reversa, Bella pasó por detrás del auto, atravesándose en su camino. Pero el auto no se detuvo, en realidad, avanzó más rápido y arrolló a la perra, le pasó por encima de su cabeza, matándola al instante.
Natalie nunca dio crédito a las lágrimas de su madrastra, ni creyó las disculpas que le daba. Sabía que todo era actuado y que lo había hecho a propósito.