Anochece en el cielo y amanece en sus ojos de gato.
Como blancos acantilados se elevan en el cielo los nubarrones,
y templado como el aliento sopla el viento de la nostalgia.
La mar resplandece como un estanque de bronce fundido
mientras las estrellas se reflejan en él en amalgama
al compás de la gigantesca y arrogante luna de ámbar.
Los viejos deseos se elevan y retuercen en su corazón
como coronas solares que abrasan su universo,
como millones de cristales clavados en su pecho.
Pero una mueca de arrogancia nubla su triste gesto,
y con dorada y purpúrea luz brillan sus ojos,
que resplandecen en la noche y penetran hasta el horizonte.
Ante el roce de su mano y su pie
el mar de bronce parece transmutarse en oro,
en hielo cristalino, ambarino, en esencia de inmortalidad.
Y a su paso el plano glaciar se quiebra y se levanta,
erigiendo columnas y escalones a su paso,
que elevan hasta el cielo y lo contagian de su brillo.
Al tocar con sus manos las nubes resopla y resuella,
y la noche se ilumina con la luz de su voluntad,
trayendo de nuevo el día con su propia presencia.