Las aventuras de Sherlock Holmes
Arthur Conan Doyle
Índice
1. Escándalo en Bohemia
2. La Liga de los Pelirrojos
3. Un caso de identidad
4. El misterio de Boscombe Valley
5. Las cinco semillas de naranja
6. El hombre del labio retorcido
7. El carbunclo azul
8. La banda de lunares
9. El dedo pulgar del ingeniero
10. El aristócrata solterón
11. La corona de berilos
12. El misterio de Copper Beeches
1. Escándalo en Bohemia
Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla
de otro modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que
sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Todas las emociones, y en
especial ésa, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero
admirablemente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y
razonar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como amante no habría
sabido qué hacer. Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con
desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes
para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un
razonador experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado
temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar
de dudas todos los resultados de su mente.
Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan
perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la
rotura de una de sus potentes lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer, y
esta mujer fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cuestionable recuerdo.
Últimamente, yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había
apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los intereses hogareños que se
despiertan en el hombre que por primera vez pone casa propia bastaban para
absorber toda mi atención; mientras tanto, Holmes, que odiaba cualquier forma
de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia, permaneció en nuestros
aposentos de Baker Street, sepultado entre sus viejos libros y alternando una
semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la fiera
energía de su intensa personalidad. Como siempre, le seguía atrayendo el
estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios
poderes de observación a seguir pistas y aclarar misterios que la policía había
abandonado por imposibles. De vez en cuando, me llegaba alguna vaga noticia
de sus andanzas: su viaje a Odesa para intervenir en el caso del asesinato de
Trepoff, el esclarecimiento de la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en
Trincomalee y, por último, la misión que tan discreta y eficazmente había
llevado a cabo para la familia real de Holanda. Sin embargo, aparte de estas
señales de actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la
prensa diaria, apenas sabía nada de mi antiguo amigo y compañero.
Una noche —la del 20 de marzo de 1888— volvía yo de visitar a un
paciente (pues de nuevo estaba ejerciendo la medicina), cuando el camino me
llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puerta que tan bien recordaba, y que
siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los siniestros
incidentes del Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver
a ver a Holmes y saber en qué empleaba sus extraordinarios poderes. Sus
habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi
pasar dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba
rápidas zancadas por la habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre el
pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus
hábitos y sus humores, su actitud y comportamiento me contaron toda una
historia. Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la
droga y seguía de cerca el rastro de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla
y me condujeron a la habitación que, en parte, había sido mía.
No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de
verme.
Sin apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó
una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón
que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella
manera suya tan ensimismada.
—El matrimonio le sienta bien —comentó—. Yo diría, Watson, que ha
engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.
—Siete —respondí.
—La verdad, yo diría que algo más. Sólo un poquito más, me parece a mí,
Watson. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver
a su profesión.
—Entonces, ¿cómo lo sabe?
—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y
que tiene una sirvienta de lo más torpe y descuidada?
—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. No me cabe duda de que
si hubiera vivido usted hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es
cierto que el jueves di un paseo por el campo y volví a casa hecho una sopa;
pero, dado que me he cambiado de ropa, no logro imaginarme cómo ha podido
adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es incorregible y mi mujer la ha despedido;
pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado.
Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos.
—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mis ojos me dicen que en la parte
interior de su zapato izquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está
rayada con seis marcas casi paralelas. Evidentemente, las ha producido alguien
que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para desprender el
barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble deducción de que ha salido usted
con mal tiempo y de que posee un ejemplar particularmente maligno y
rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un
caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una mancha
negra de nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado
de su sombrero de copa, que indica dónde lleva escondido el estetoscopio,
tendría que ser completamente idiota para no identificarlo como un miembro
activo de la profesión médica.
No pude evitar reírme de la facilidad con la que había explicado su proceso
de deducción.
—Cuando le escucho explicar sus razonamientos —comenté—, todo me
parece tan ridículamente simple que yo mismo podría haberlo hecho con
facilidad. Y sin embargo, siempre que le veo razonar me quedo perplejo hasta
que me explica usted el proceso. A pesar de que considero que mis ojos ven
tanto como los suyos.
—Desde luego —respondió, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en
una butaca—. Usted ve, pero no observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo,
usted habrá visto muchas veces los escalones que llevan desde la entrada hasta
esta habitación.
—Muchas veces.
—¿Cuántas veces?
—Bueno, cientos de veces.
—¿Y cuántos escalones hay?
—¿Cuántos? No lo sé.
—¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso que lo ha visto. A eso me refería. Ahora
bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque no sólo he visto, sino que he
observado. A propósito, puesto que está usted interesado en estos pequeños
problemas, y dado que ha tenido la amabilidad de poner por escrito una o dos
de mis insignificantes experiencias, quizá le interese esto —me alargó una carta
escrita en papel grueso de color rosa, que había estado abierta sobre la mesa—.
Esto llegó en el último reparto del correo —dijo—. Léala en voz alta.
La carta no llevaba fecha, firma, ni dirección.
«Esta noche pasará a visitarle, a las ocho menos cuarto, un caballero que
desea consultarle sobre un asunto de la máxima importancia. Sus recientes
servicios a una de las familias reales de Europa han demostrado que es usted
persona a quien se pueden confiar asuntos cuya trascendencia no es posible
exagerar. Estas referencias de todas partes nos han llegado. Esté en su cuarto,
pues, a la hora dicha y no se tome a ofensa que el visitante lleve una máscara.»
—Esto sí que es un misterio —comenté—. ¿Qué cree usted que significa?
—Aún no dispongo de datos. Es un error capital teorizar antes de tener
datos. Sin darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se ajusten
a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos. Pero en cuanto a la
carta en sí, ¿qué deduce usted de ella?
Examiné atentamente la escritura y el papel en el que estaba escrita.
—El hombre que la ha escrito es, probablemente, una persona acomodada
—comenté, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—.
Esta clase de papel no se compra por menos de media corona el paquete. Es
especialmente fuerte y rígido.
—Especial, ésa es la palabra —dijo Holmes—. No es en absoluto un papel
inglés. Mírelo contra la luz.
Así lo hice, y vi una E grande con una g pequeña, y una P y una G grandes
con una t pequeña, marcadas en la fibra misma del papel.
—¿Qué le dice esto? —preguntó Holmes.
—El nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
—Ni mucho menos. La G grande con la t pequeña significan Gesel
schaft, que en alemán quiere decir «compañía»; una contracción habitual, como
cuando nosotros ponemos «Co.». La P, por supuesto, significa papier. Vamos
ahora con lo de Eg. Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Continente —
sacó de una estantería un pesado volumen de color pardo—. Eglow, Eglonitz...,
aquí está: Egria. Está en un país de habla alemana... en Bohemia, no muy lejos
de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido escenario de la muerte de
Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal y papel.» ¡Ajá, muchacho!
¿Qué saca usted de esto?
Le brillaban los ojos y dejó escapar de su cigarrillo una nube triunfante de
humo azul.
—El papel fue fabricado en Bohemia —dije yo.
—Exactamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado
usted en la curiosa construcción de la frase «Estas referencias de todas partes
nos han llegado»? Un francés o un ruso no habría escrito tal cosa. Sólo los
alemanes son tan desconsiderados con los verbos. Por tanto, sólo falta descubrir
qué es lo que quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere
ponerse una máscara a que se le vea la cara. Y aquí llega, si no me equivoco,
para resolver todas nuestras dudas.
Mientras hablaba, se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de
ruedas que rozaban contra el bordillo de la acera, seguido de un brusco
campanillazo. Holmes soltó un silbido.
—Un gran señor, por lo que oigo —dijo—. Sí —continuó, asomándose a la
ventana—, un precioso carruaje y un par de purasangres. Ciento cincuenta
guineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menos hay dinero en este caso, Watson.
—Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes.
—Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell.
Y esto promete ser interesante. Sería una pena perdérselo.
—Pero su cliente...
—No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda, y también puede
necesitarla él. Aquí llega. Siéntese en esa butaca, doctor, y no se pierda detalle.
Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído en la escalera y en el
pasillo, se detuvieron justo al otro lado de la puerta. A continuación, sonó un
golpe fuerte y autoritario.
—¡Adelante! —dijo Holmes.
Entró un hombre que no mediría menos de dos metros de altura, con el
torso y los brazos de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en
Inglaterra se habría considerado rayano en el mal gusto. Gruesas tiras de
astracán adornaban las mangas y el delantero de su casaca cruzada, y la capa de
color azul oscuro que llevaba sobre los hombros tenía un forro de seda roja
como el fuego y se sujetaba al cuello con un broche que consistía en un único y
resplandeciente berilo. Un par de botas que le llegaban hasta media pantorrilla,
y con el borde superior orlado de lujosa piel de color pardo, completaba la
impresión de bárbara opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la
mano un sombrero de ala ancha, y la parte superior de su rostro, hasta más
abajo de los pómulos, estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer
acababa de ponerse, ya que aún se lo sujetaba con la mano en el momento de
entrar. A juzgar por la parte inferior del rostro, parecía un hombre de carácter
fuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un mentón largo y recto, que
indicaba un carácter resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación.
—¿Recibió usted mi nota? —preguntó con voz grave y ronca y un fuerte
acento alemán—. Le dije que vendría a verle —nos miraba a uno y a otro, como
si no estuviera seguro de a quién dirigirse.
—Por favor, tome asiento —dijo Holmes—. Éste es mi amigo y colaborador,
el doctor Watson, que de vez en cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis
casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—Puede usted dirigirse a mí como conde von Kramm, noble de Bohemia.
He de suponer que este caballero, su amigo, es hombre de honor y discreción,
en quien puedo confiar para un asunto de la máxima importancia. De no ser así,
preferiría muy mucho comunicarme con usted solo.
Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me
obligó a sentarme de nuevo.
—O los dos o ninguno —dijo—. Todo lo que desee decirme a mí puede
decirlo delante de este caballero.
El conde encogió sus anchos hombros.
—Entonces debo comenzar —dijo— por pedirles a los dos que se
comprometan a guardar el más absoluto secreto durante dos años, al cabo de los
cuales el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento, no exagero al
decirles que se trata de un asunto de tal peso que podría afectar a la historia de
Europa.
—Se lo prometo —dijo Holmes.
—Y yo.
—Tendrán que perdonar esta máscara —continuó nuestro extraño
visitante—. La augusta persona a quien represento no desea que se conozca a su
agente, y debo confesar desde este momento que el título que acabo de
atribuirme no es exactamente el mío.
—Ya me había dado cuenta de ello —dijo Holmes secamente.
—Las circunstancias son muy delicadas, y es preciso tomar toda clase de
precauciones para sofocar lo que podría llegar a convertirse en un escándalo
inmenso, que comprometiera gravemente a una de las familias reinantes de
Europa.
Hablando claramente, el asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein,
reyes hereditarios de Bohemia.
—También me había dado cuenta de eso —dijo Holmes, acomodándose en
su butaca y cerrando los ojos.
Nuestro visitante se quedó mirando con visible sorpresa la lánguida figura
recostada del hombre que, sin duda, le había sido descrito como el razonador
más incisivo y el agente más energético de Europa. Holmes abrió lentamente los
ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.
—Si su majestad condescendiese a exponer su caso —dijo—, estaría en
mejores condiciones de ayudarle.
El hombre se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la habitación de
un lado a otro, presa de incontenible agitación. Luego, con un gesto de
desesperación, se arrancó la máscara de la cara y la tiró al suelo.
—Tiene usted razón —exclamó—. Soy el rey. ¿Por qué habría de ocultarlo?
—¿Por qué, en efecto? —murmuró Holmes—. Antes de que vuestra
majestad pronunciara una palabra, yo ya sabía que me dirigía a Guillermo
Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de Cassel-Falstein y rey
hereditario de Bohemia.
—Pero usted comprenderá —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de
nuevo y pasándose la mano por la frente blanca y despejada—, usted
comprenderá que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de
gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a un
agente sin ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el fin
de consultarle.
—Entonces, consúlteme, por favor —dijo Holmes cerrando una vez más los
ojos.
—Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante
una prolongada estancia en Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera
Irene Adler. Sin duda, el nombre le resultará familiar.
—Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes, sin
abrir los ojos.
Durante muchos años había seguido el sistema de coleccionar extractos de
noticias sobre toda clase de personas y cosas, de manera que era difícil nombrar
un tema o una persona sobre los que no pudiera aportar información al
instante. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino
hebreo y la de un comandante de estado mayor que había escrito una
monografía sobre los peces de las grandes profundidades.
—Veamos —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858.
Contralto... ¡Hum! La Scala... ¡Hum! Prima donna de la ópera Imperial de
Varsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópera... ¡Ajá! Vive en Londres...
¡Vaya! Según creo entender, vuestra majestad tuvo un enredo con esta joven, le
escribió algunas cartas comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas.
—Exactamente. Pero ¿cómo...?
—¿Hubo un matrimonio secreto?
—No.
—¿Algún certificado o documento legal?
—Ninguno.
—Entonces no comprendo a vuestra majestad. Si esta joven sacara a relucir
las cartas, con propósitos de chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a
demostrar su autenticidad?
—Está mi letra.
—¡Bah! Falsificada.
—Mi papel de cartas personal.
—Robado.
—Mi propio sello.
—Imitado.
—Mi fotografía.
—Comprada.
—Estábamos los dos en la fotografía.
—¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, vuestra majestad ha
cometido una indiscreción.
—Estaba loco... trastornado.
—Os habéis comprometido gravemente.
—Entonces era sólo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo sólo tengo
treinta años.
—Hay que recuperarla.
—Lo hemos intentado en vano.
—Vuestra majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla.
—No quiere venderla.
—Entonces, robarla.
—Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí
registraron su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos
veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados.
—¿No se ha encontrado ni rastro de la foto?
—Absolutamente ninguno.
Holmes se echó a reír.
—Sí que es un bonito problema —dijo.
—Pero para mí es muy serio —replicó el rey en tono de reproche.
—Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografía?
—Arruinar mi vida.
—Pero ¿cómo?
—Estoy a punto de casarme.
—Eso he oído.
—Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de
Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella
misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier sombra de duda sobre mi
conducta pondría fin al compromiso.
—¿Y qué dice Irene Adler?
—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no
la conoce, pero tiene un carácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las
mujeres y la mentalidad del más decidido de los hombres. No hay nada que no
esté dispuesta a hacer con tal de evitar que yo me case con otra mujer... nada.
—¿Estáis seguro de que no la ha enviado aún?
—Estoy seguro.
—¿Por qué?
—Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el
compromiso. Lo cual será el lunes próximo.
—Oh, entonces aún nos quedan tres días —dijo Holmes, bostezando—. Es
una gran suerte, ya que de momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos
de importancia. Por supuesto, vuestra majestad se quedará en Londres por
ahora...
—Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de
conde von Kramm.
—Entonces os mandaré unas líneas para poneros al corriente de nuestros
progresos.
—Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia.
—¿Y en cuanto al dinero?
—Tiene usted carta blanca.
—¿Absolutamente?
—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa
fotografía.
—¿Y para los gastos del momento?
El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la
depositó sobre la mesa.
—Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco —
dijo.
Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo
entregó.
—¿Y la dirección de mademoiselle? —preguntó.
—Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John's Wood. Holmes tomó
nota.
—Una pregunta más —añadió—. ¿La fotografía era de formato corriente?
—Sí lo era.
—Entonces, buenas noches, majestad, espero que pronto podamos darle
buenas noticias. Y buenas noches, Watson —añadió cuando se oyeron las ruedas
del carricoche real rodando calle abajo—. Si tiene usted la amabilidad de pasarse
por aquí mañana a las tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este
asuntillo.
2
A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había
regresado. La casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho
de la mañana. A pesar de el o, me senté junto al fuego, con la intención de
esperarle, tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interés por el caso, pues
aunque no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros que
caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en otro lugar, la naturaleza
del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio. La verdad
es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera
entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en
sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer
estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que
desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus
invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que
fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la
habitación un mozo con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara
enrojecida e impresentablemente vestido. A pesar de lo acostumbrado que
estaba a las asombrosas facultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuve que
mirarlo tres veces para convencerme de que, efectivamente, se trataba de él. Con
un gesto de saludo desapareció en el dormitorio, de donde salió a los cinco
minutos vestido con un traje de tweed y tan respetable como siempre. Se metió
las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír
a carcajadas durante un buen rato.
—¡Caramba, caramba! —exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta
quedar fláccido y derrengado, tumbado sobre la sil a.
—¿Qué pasa?
—Es demasiado gracioso. Estoy seguro de que jamás adivinaría usted en
qué he empleado la mañana y lo que he acabado haciendo.
—Ni me lo imagino. Supongo que habrá estado observando los hábitos, y
quizá la casa, de la señorita Irene Adler.
—Desde luego, pero lo raro fue lo que ocurrió a continuación. Pero voy a
contárselo. Salí de casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado de
mozo de cuadra sin trabajo. Entre la gente que trabaja en las cabal erizas hay
mucha camaradería, una verdadera hermandad; si eres uno de ellos, pronto te
enterarás de todo lo que desees saber. No tardé en encontrar la residencia
Briony.
Es una vil a de lujo, con un jardín en la parte de atrás pero que por delante
llega justo hasta la carretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs en la puerta. Una
gran sala de estar a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta el
suelo y esos ridículos pestillos ingleses en las ventanas, que hasta un niño podría
abrir. Más allá no había nada de interés, excepto que desde el tejado de la
cochera se puede llegar a la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la
examiné atentamente desde todos los puntos de vista, pero no vi nada
interesante.
»Me dediqué entonces a rondar por la calle y, tal como había esperado,
encontré unas caballerizas en un callejón pegado a una de las tapias del jardín.
Eché una mano a los mozos que limpiaban los cabal os y recibí a cambio
dos peniques, un vaso de cerveza, dos cargas de tabaco para la pipa y toda la
información que quise sobre la señorita Adler, por no mencionar a otra media
docena de personas del vecindario que no me interesaban lo más mínimo, pero
cuyas biografías no tuve más remedio que escuchar.
—¿Y qué hay de Irene Adler? —pregunté.
—Bueno, trae de cabeza a todos los hombres de la zona. Es la cosa más
bonita que se ha visto bajo un sombrero en este planeta. Eso aseguran los
caballerizos del Serpentine, hasta el último hombre. Lleva una vida tranquila,
canta en conciertos, sale todos los días a las cinco y regresa a cenar a las siete en
punto.
Es raro que salga a otras horas, excepto cuando canta. Sólo tiene un
visitante masculino, pero lo ve mucho. Es moreno, bien parecido y elegante. Un
tal Godfrey Norton, del Inner Temple. Ya ve las ventajas de tener por confidente
a un cochero.
Le han llevado una docena de veces desde el Serpentine y lo saben todo
acerca de él. Después de escuchar todo lo que tenían que contarme, me puse
otra vez a recorrer los alrededores de la residencia Briony, tramando mi plan de
ataque.
»Evidentemente, este Godfrey Norton era un factor importante en el
asunto. Es abogado; esto me sonó mal. ¿Qué relación había entre el os y cuál era
el motivo de sus repetidas visitas? ¿Era ella su cliente, su amiga o su amante? De
ser lo primero, probablemente habría puesto la fotografía bajo su custodia. De
ser lo último, no era tan probable que lo hubiera hecho. De esta cuestión
dependía el que yo continuara mi trabajo en Briony o dirigiera mi atención a los
aposentos del caballero en el Temple. Se trataba de un aspecto delicado, que
ampliaba el campo de mis investigaciones. Temo aburrirle con estos detalles,
pero tengo que hacerle partícipe de mis pequeñas dificultades para que pueda
usted comprender la situación.
—Le sigo atentamente —respondí.
—Estaba todavía dándole vueltas al asunto cuando llegó a Briony un coche
muy elegante, del que se apeó un cabal ero. Se trataba de un hombre muy bien
parecido, moreno, de nariz aguileña y con bigote. Evidentemente, el mismo
hombre del que había oído hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero
que esperara y pasó como una exhalación junto a la doncella, que le abrió la
puerta, con el aire de quien se encuentra en su propia casa.
»Permaneció en la casa una media hora, y pude verle un par de veces a
través de las ventanas de la sala de estar, andando de un lado a otro, hablando
con agitación y moviendo mucho los brazos. A ella no la vi. Por fin, el hombre
salió, más excitado aún que cuando entró. Al subir al coche, sacó del bolsillo un
reloj de oro y lo miró con preocupación. "¡Corra como un diablo! —ordenó—.
Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa
Mónica, en Edgware Road.
¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!"
»Allá se fueron, y yo me preguntaba si no convendría seguirlos, cuando por
el callejón apareció un pequeño y bonito landó, cuyo cochero llevaba la levita a
medio abrochar, la corbata debajo de la oreja y todas las correas del aparejo
salidas de las hebillas. Todavía no se había parado cuando ella salió disparada
por la puerta y se metió en el coche. Sólo pude echarle un vistazo, pero se trata
de una mujer deliciosa, con una cara por la que un hombre se dejaría matar.
»—A la iglesia de Santa Mónica, John —ordenó—. Y medio soberano si
llegas en veinte minutos.
»Aquello era demasiado bueno para perdérselo, Watson. Estaba dudando
si hacer el camino corriendo o agarrarme a la trasera del landó, cuando apareció
un coche por la calle. El cochero no parecía muy interesado en un pasajero tan
andrajoso, pero yo me metí dentro antes de que pudiera poner objeciones. "A la
iglesia de Santa Mónica —dije—, y medio soberano si llega en veinte minutos."
Eran las doce menos veinticinco y, desde luego, estaba clarísimo lo que se
estaba cociendo.
»Mi cochero se dio bastante prisa. No creo haber ido tan rápido en la vida,
pero los otros habían llegado antes. El coche y el landó, con los caballos
sudorosos, se encontraban ya delante de la puerta cuando nosotros llegamos.
Pagué al cochero y me metí corriendo en la iglesia. No había ni un alma, con
excepción de las dos personas que yo había seguido y de un clérigo con
sobrepelliz que parecía estar amonestándolos. Los tres se encontraban de pie,
formando un grupito delante del altar. Avancé despacio por el pasil o lateral,
como cualquier desocupado que entra en una iglesia. De pronto, para mi
sorpresa, los tres del altar se volvieron a mirarme y Godfrey Norton vino
corriendo hacia mí, tan rápido como pudo.
»—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Usted servirá! ¡Venga, venga!
»—¿Qué pasa? —pregunté yo.
»—¡Venga, hombre, venga, tres minutos más y no será legal!
»Prácticamente me arrastraron al altar, y antes de darme cuenta de dónde
estaba me encontré murmurando respuestas que alguien me susurraba al oído,
dando fe de cosas de las que no sabía nada y, en general, ayudando al enlace
matrimonial de Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo
en un instante, y allí estaban el caballero dándome las gracias por un lado y la
dama por el otro, mientras el clérigo me miraba resplandeciente por delante. Es
la situación más ridícula en que me he encontrado en la vida, y pensar en ello es
lo que me hacía reír hace un momento. Parece que había alguna irregularidad
en su licencia, que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que hubiera
algún testigo, y que mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle
en busca de un padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la
cadena del reloj como recuerdo de esta ocasión.
—Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos —dije—. ¿Y qué
pasó luego?
—Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo.
Daba la impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo
cual exigiría medidas instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la
puerta de la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a
pasear por el parque a las cinco, como de costumbre», dijo ella al despedirse. No
pude oír más.
Se marcharon en diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos
asuntillos propios.
—¿Que eran...?
—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —respondió, haciendo sonar
la campanilla—. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y
probablemente estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a
necesitar su cooperación.
—Estaré encantado.
—¿No le importa infringir la ley?
—Ni lo más mínimo.
—¿Y exponerse a ser detenido?
—No, si es por una buena causa.
—¡Oh, la causa es excelente!
—Entonces, soy su hombre.
—Estaba seguro de que podía contar con usted.
—Pero ¿qué es lo que se propone?
—Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré
claramente.
Veamos —dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo
que nuestra casera había traído—. Tengo que explicárselo mientras como,
porque no tenemos mucho tiempo. Ahora son casi las cinco. Dentro de dos
horas tenemos que estar en el escenario de la acción. La señorita Irene, o mejor
dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete. Tenemos que estar en villa
Briony cuando llegue.
—Y entonces, ¿qué?
—Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola
cosa en la que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase.
¿Entendido?
—¿He de permanecer al margen?
—No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún
pequeño alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la
casa.
Cuatro o cinco minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar.
Usted se situará cerca de esa ventana abierta.
—Sí.
—Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.
—Sí.
—Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la
habitación una cosa que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de
«¡Fuego!». ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro
en forma de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los
fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se
reduce a eso.
Cuando empiece a gritar ¡fuego!, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted
se dirigirá al extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez
minutos. Espero haberme explicado bien.
—Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en
usted, aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar «¡Fuego!», y esperarle en la
esquina de la calle.
—Exactamente.
—Entonces, puede usted confiar plenamente en mí.
—Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo
papel que he de representar.
Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la
apariencia de un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala
ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y
su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, no podrían haber sido
igualados más que por el mismísimo John Hare. Holmes no se limitaba a
cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su misma alma, parecían
cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor y
la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en el delito.
Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban
diez minutos para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía,
y las farolas se iban encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y
calle abajo frente a la villa Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa
era tal como yo la había imaginado por la sucinta descripción de Sherlock
Holmes, pero el vecindario parecía menos solitario de lo que había esperado.
Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un barrio tranquilo, se
encontraba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos
fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales
galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un
lado a otro con cigarros en la boca.
—¿Sabe? —comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa—.
Este matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha
convertido en un arma de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas
ganas de que la vea el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente de que llegue
a ojos de su princesa. Ahora la cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la
fotografía?
—Eso. ¿Dónde?
—Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado
grande como para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el
rey es capaz de hacer que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido
dos veces. Debemos suponer, pues, que no la lleva encima.
—Entonces, ¿dónde?
—Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino
a pensar que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son por naturaleza muy
dadas a los secretos, y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué
habría de ponerla en manos de otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no
sabe qué presiones indirectas o políticas pueden ejercerse sobre un hombre de
negocios.
Además, recuerde que tiene pensado utilizarla dentro de unos días. Tiene
que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en la casa.
—Pero la han registrado dos veces.
—¡Bah! No sabían buscar.
—¿Y cómo buscará usted?
—Yo no buscaré.
—¿Entonces...?
—Haré que ella me lo indique.
—Pero se negará.
—No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora,
cumpla mis órdenes al pie de la letra.
Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche asomó por la
curva de la avenida. Era un pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando
hasta la puerta de la villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados
de la esquina se lanzó como un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de
ganarse un penique, pero fue desplazado de un codazo por otro desocupado que
se había precipitado con la misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la
que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los
desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al bando
contrario.
Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado
del carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados
combatientes, que se golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se
abalanzó entre ellos para proteger a la dama pero, justo cuando llegaba a su
lado, soltó un grito y cayó al suelo, con la sangre corriéndole abundantemente
por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los
desocupados en otra, mientras unas cuantas personas bien vestidas, que habían
presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudar a la
señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había
subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida
figura recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.
—¿Está malherido ese pobre cabal ero? —preguntó.
—Está muerto —exclamaron varias voces.
—No, no, todavía le queda algo de vida —gritó otra—. Pero habrá muerto
antes de poder llevarlo al hospital.
—Es un valiente —dijo una mujer—. De no ser por él le habrían quitado el
bolso y el reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!
—No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa,
señora?
—Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí,
por favor.
Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado
en el salón principal, mientras yo seguía observando el curso de los
acontecimientos desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las
lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera que podía ver a Holmes
tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún tipo de
remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca
me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa
criatura contra la que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que
atendía al herido. Y sin embargo, abandonar en aquel punto la tarea que Holmes
me había confiado habría sido una traición de lo más abyecto. Así pues, hice de
tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi impermeable. Al fin y
al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Sólo vamos a impedirle que
haga daño a otro.
Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire.
Una doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi
levantar la mano y, obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la
habitación mientras gritaba: «¡Fuego!». Apenas había salido la palabra de mis
labios cuando toda la multitud de espectadores, bien y mal vestidos —
caballeros, mozos de cuadra y criadas—, se unió en un clamor general de
«¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron
por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían, y un momento
después oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una
falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud, llegué hasta la
esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi
amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del tumulto.
Holmes caminó de prisa y en silencio durante unos pocos minutos, hasta
que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware
Road.
—Lo hizo usted muy bien, doctor —dijo—. Las cosas no podrían haber
salido mejor. Todo va bien.
—¿Tiene usted la fotografía?
—Sé dónde está.
—¿Y cómo lo averiguó?
—Ella me lo indicó, como yo le dije que haría.
—Sigo a oscuras.
—No quiero hacer un misterio de ello —dijo, echándose a reír—. Todo fue
muy sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todos los que había en
la calle eran cómplices. Estaban contratados para esta tarde.
—Me lo había figurado.
—Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la
palma de la mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí
en un espectáculo patético. Un viejo truco.
—Eso también pude figurármelo.
—Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo
habría podido negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo
sospechaba. Tenía que ser ésa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar
cuál. Me tendieron en el sofá, hice como que me faltaba el aire, se vieron
obligados a abrir la ventana y usted tuvo su oportunidad.
—¿Y de qué le sirvió eso?
—Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su
instinto le hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se
trata de un impulso completamente insuperable, y más de una vez le he sacado
partido. En el caso del escándalo de la suplantación de Darlington me resultó
muy útil, y también en el asunto del castillo de Arnsworth. Una madre corre en
busca de su bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía
muy claro que para la dama que nos ocupa no existía en la casa nada tan valioso
como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo a salvo. La
alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran como para
trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La fotografía
está en un hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la
campanilla de la derecha. Se plantó al í en un segundo, y vi de reojo que
empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a
meter, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no la volví a ver. Me
levanté, presenté mis excusas y salí de la casa.
Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento;
pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más
seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla
con el rey, y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala
de estar a esperar a la señora, pero es probable que cuando llegue no nos
encuentre ni a nosotros ni la fotografía. Será una satisfacción para su majestad
recuperarla con sus propias manos.
—¿Y cuándo piensa ir?
—A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que
tendremos el campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este
matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y costumbres.
Tengo que telegrafiar al rey sin perder tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes
estaba buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:
—Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo
parecía proceder de un joven delgado con impermeable que había pasado de
prisa a nuestro lado.
—Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal
iluminada—. Me pregunto quién demonios podrá ser.
Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de
nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la
habitación.
—¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por
los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos.
—Aún no.
—Pero ¿tiene esperanzas?
—Tengo esperanzas.
—Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia.
—Tenemos que conseguir un coche.
—No, mi carruaje está esperando.
—Bien, eso simplifica las cosas.
Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa Briony.
—Irene Adler se ha casado —comentó Holmes.
—¿Se ha casado? ¿Cuándo?
—Ayer.
—Pero ¿con quién?
—Con un abogado inglés apellidado Norton.
—¡Pero no es posible que le ame!
—Espero que sí le ame.
—¿Por qué espera tal cosa?
—Porque eso libraría a vuestra majestad de todo temor a futuras molestias.
Si ama a su marido, no ama a vuestra majestad. Si no ama a vuestra majestad,
no hay razón para que interfiera en los planes de vuestra majestad.
—Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi
condición! ¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que
nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta,
y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con
ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche. —El señor Sherlock
Holmes, supongo —dijo.
—Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una
mirada interrogante y algo sorprendida.
—En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se
marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing
Cross, rumbo al continente.
—¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose
blanco de sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de
Inglaterra?
—Para no volver.
—¿Y los papeles? —preguntó el rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido!
—Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey
y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías
desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda
prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó
una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La
fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida
a «Sherlock Holmes, Esq. Para dejar hasta que la recojan». Mi amigo la abrió y
los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo
siguiente:
«Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy
bien.
Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de
fuego, no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me
había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace meses que me habían
advertido contra usted. Me dijeron que si el rey contrataba a un agente, ése sería
sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a pesar de todo, usted me
hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar en sospechas, se me
hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como
sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de hombre no son
nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que ofrecen.
Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi
ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.
»Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era
objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto
imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi
marido.
»Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista
tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted
mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede
quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede
hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha
tratado injusta y cruelmente. La conservo sólo para protegerme y para disponer
de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda
adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo,
querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima.
Irene NORTON, née ADLER.»
—¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia cuando los
tres hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era?
¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi
clase?
—Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una
clase muy diferente a la de vuestra majestad —dijo Holmes fríamente—.
Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de vuestra majestad a una
conclusión más feliz.
—¡Al contrario, querido señor! —exclamó el rey—. No podría haber
terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora
tan inofensiva como si la hubiesen quemado.
—Me alegra que vuestra majestad diga eso.
—He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué
manera puedo recompensarle. Este anillo... —se sacó del dedo un anillo de
esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.
—Vuestra majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo
Holmes.
—No tiene más que decirlo. —Esta fotografía.
El rey se le quedó mirando, asombrado.
—¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea.
—Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto.
Tengo el honor de desearos un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el
rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos.
Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino
de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron
derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la
inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando
habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título
de la mujer.
2. La Liga de los Pelirrojos
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor
Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un
caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos
como el fuego.
Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando
Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis
espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo
cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado. —Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y
colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de
que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento cabal ero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido
de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos
rodeados de grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su
butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se
sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a
todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de
la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que
le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo
tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —
respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el
sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté
que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos
buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier
esfuerzo de la imaginación.
—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.
—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista,
pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta
que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón.
Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de
venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que
promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me
ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen
presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos
pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido
delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en
este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de
los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la
bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el
doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito
de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle.
Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los
acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes
que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de
reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca
visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo,
y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras
recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia
adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía
mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía
todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe.
Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodil eras, una levita negra y
no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris-amarillento
con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado
que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero
de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo bastante
arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en
aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de
inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock
Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.
—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado
trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que
últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su sil a, manteniendo el dedo índice
sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes?
—preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos?
Es tan cierto como el evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.
—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la
izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.
—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso,
especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de
su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.
—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se
vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la
izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?
—Bien. ¿Y lo de China?
—El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha sólo se
ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los
tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir
las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los
chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj,
la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había
hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de
todo, no tiene ningún mérito.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar
explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre
reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo.
¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?
—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado
plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted
mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.—Con cargo al legado del difunto
Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra
vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro
libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto
todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún
años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas
de la Liga, 7 Pope's Court, Fleet Street.»
—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces
el extravagante anuncio.
Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer
cuando estaba de buen humor.
—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora,
señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, su
familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor,
tome nota del periódico y la fecha.
—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente
dos meses.
—Muy bien. Vamos, señor Wilson.
—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson
secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square,
cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo
justo para vivir.
Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y
tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por
media paga, mientras aprende el oficio.
—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock
Holmes.
—Se l ama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su
edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y
estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que
yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo
de meterle ideas en la cabeza?
—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha
suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No
todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más
extraordinario, si su ayudante o su anuncio.
—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he
visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas
cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano
como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal
defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.
—Todavía sigue con usted, supongo.
—Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga
de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más
familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por
satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas.
Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas,
Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano diciendo:
»—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!
»—¿Y eso porqué? —pregunté yo.
»—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso
significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido
que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los
albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo
cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida.
»—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo
soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que
ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del
felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí
fuera y siempre me agrada recibir noticias.
»—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó
Spaulding, abriendo mucho los ojos.
»—Nunca.
»—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar
perfectamente a una de las plazas!
»—¿Y qué sacaría con el o?
»—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es
mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.
»Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio
no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me
habrían venido muy bien.
»—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.
»—Bueno —dijo, enseñándome el anuncio—, como puede ver, existe una
vacante en la Liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los
aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga fue fundada por un millonario americano,
Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran
simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo que
había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con
instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos
a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y
apenas hay que hacer nada.
»—Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de
esos
—dije yo.
»—Menos de los que usted cree —respondió—. Verá, la oferta está limitada
a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de
donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he
oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de
cualquier otro tono que no sea rojo intenso y brillante como el fuego. Pero si
usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de inmediato. Aunque quizá no
valga la pena que se tome esa molestia sólo por unos pocos cientos de libras.
»Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos, que mi cabello
es de un tono rojo muy intenso, de manera que me pareció que, por mucha
competencia que hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que más.
Vincent Spaulding parecía estar tan informado del asunto que pensé que podría
serme útil, de modo que le dije que echara el cierre por lo que quedaba de
jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer fiesta, así que
cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio.
»No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante, señor
Holmes. Del norte, del sur, del este y del oeste, todos los hombres cuyo cabello
presentara alguna tonalidad rojiza se habían plantado en la City en respuesta al
anuncio. Fleet Street se encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope's Court
parecía el carro de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país
tantos pelirrojos como los que habían acudido atraídos por aquel solo anuncio.
Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro
setter, rojo hígado, rojo arcilla... pero, como había dicho Spaulding, no había
muchos que presentaran la auténtica tonalidad rojo-fuego. Cuando vi que eran
tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo
consintió. No me explico cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y
embestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que
llevaba a la oficina. En la escalera había una doble hilera de personas: unas que
subían esperanzadas y otras que bajaban rechazadas; pero también allí nos
abrimos paso como pudimos y pronto nos encontramos en la oficina.
—Una experiencia de lo más divertido —comentó Holmes, mientras su
cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con una buena dosis de
rapé—. Le ruego que continúe con la interesantísima exposición.
—En la oficina no había nada más que un par de sillas de madera y una
mesita, detrás de la cual se sentaba un hombre menudo, con una cabellera aún
más roja que la mía. Cambiaba un par de palabras con cada candidato que se
presentaba y luego siempre les encontraba algún defecto que los descalificaba.
Por lo visto, conseguir la plaza no era tan sencillo como parecía. Sin embargo,
cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se mostró más inclinado por mí que
por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos, para poder hablar con
nosotros en privado.
»—Éste es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira a ocupar la
plaza vacante en la Liga.
»—Y parece admirablemente dotado para el o —respondió el otro—.
Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.
»Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta
hacerme ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me
felicitó calurosamente por mi éxito.
»—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy seguro de que
me perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo esto, me
agarró del pelo con las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de dolor—. Veo
lágrimas en sus ojos —dijo al soltarme—, lo cual indica que todo está como es
debido. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque ya nos han engañado dos
veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias sobre tintes para
zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición humana —se acercó a la
ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la plaza estaba
cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se
desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a la
vista, exceptuando la mía y la del gerente.
»—Me l amo Duncan Ross —dijo éste—, y soy uno de los pensionistas del
fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson?
¿Tiene usted familia?
»Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.
»—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad.
Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la
propagación y expansión de los pelirrojos, y no sólo su mantenimiento. Es un
terrible inconveniente que sea usted soltero.
»Al oír aquel o, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que
después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos
minutos, el gerente dijo que no importaba.
»—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero
creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como
el suyo.
¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?
»—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —
dije.
»—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—.
Yo puedo ocuparme de el o por usted.
»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.
»—De diez a dos.
»Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las
noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes
del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por
las mañanas.
Además, me constaba que mi empleado era un buen hombre y que se
encargaría de lo que pudiera presentarse.
»—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga?
»—Cuatro libras a la semana.
»—¿Y el trabajo?
»—Es puramente nominal.
»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?
»—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio,
todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es
muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante esas horas, falta
usted al compromiso.
»—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije.
»—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni
enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el
empleo.
»—¿Y el trabajo?
»—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el
primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante;
nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?
»—Desde luego.
»—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez
más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.
»Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi
empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de
mi buena suerte.
»Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a
sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía
que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se
proponían con el o.
Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento
semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como
copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por
animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido desentenderme del
asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valla la pena probar, así
que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos de
papel, y me encaminé a Pope's Court.
»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la
mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me
presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me
dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo iba
bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había
escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.
»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó
el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo
ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me
marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a
aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así,
como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante,
pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y
me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo.
»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí
sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar
muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un
estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó.
—¿Que se acabó?
—Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las
diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina
clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted
mismo.
Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una
cuartilla.
En ella estaba escrito lo siguiente:
«HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.
9 de octubre de 1890»
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida
que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan
completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír a
carcajadas.
—No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose
hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse
de mí, más vale que recurra a otros.
—No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la sil a de la que
casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada
del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo
diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor:
¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la puerta?
—Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las
oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por
último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le
pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió
que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el
señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre.
»—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4.
»—Cómo, ¿el pelirrojo?
»—Sí.
»—¡Oh! —dijo—. Se l ama William Morris. Es abogado y estaba utilizando
el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas.
Se marchó ayer.
»—¿Dónde puedo encontrarlo?
»—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King
Edward Street, número 17, cerca de San Pablo. »Salí disparado, señor Holmes,
pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una
fábrica de rodilleras artificiales y que allí nadie había oído hablar del señor
William Morris ni del señor Duncan Ross.
—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.
—Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a mi empleado.
Pero no pudo darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba,
acabaría por recibir noticias por carta. Pero aquello no me bastaba, señor
Holmes. No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como
había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente
necesitada, me vine directamente a verle.
—E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y
me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy
posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista.
—¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me
he quedado sin cuatro libras a la semana!
—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga
motivos para quejarse de esta extraordinaria Liga. Por el contrario, tal como yo
lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los
detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los temas que empiezan
por la letra A.
Usted no ha perdido nada.
—No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre el os, saber quiénes son y
qué se proponían al hacerme esta jugarreta... si es que se trata de una jugarreta.
La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.
—Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o
dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en
el anuncio..., ¿cuánto tiempo llevaba con usted?
—Entonces llevaba como un mes más o menos.
—¿Cómo llegó hasta usted?
—En respuesta a un anuncio.
—¿Fue el único aspirante?
—No, recibí una docena.
—¿Y por qué lo eligió a él?
—Porque parecía listo y se ofrecía barato.
—A mitad de salario, ¿no es así?
—Eso es.
—¿Cómo es este Vincent Spaulding?
—Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no
tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.
Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.
—Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas
perforadas, como para llevar pendientes?
—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era
muchacho.
—¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—.
¿Sigue aún con usted?
—¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.
—¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia?
—No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las
mañanas.
—Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión
sobre el asunto dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que para el
lunes hayamos llegado a una conclusión.
—Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se hubo
marchado—. ¿Qué saca usted de todo esto?
—No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de lo más
misterioso.
—Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante es una
cosa, menos misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningún
rasgo notable, los que resultan verdaderamente desconcertantes, del mismo
modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Tengo que ponerme
inmediatamente en acción.
—¿Y qué va usted a hacer? —pregunté.
—Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que
no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas hasta la nariz de
halcón, y allí se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra
sobresaliendo como el pico de algún pájaro raro. Yo había llegado ya a la
conclusión de que se había quedado dormido, y de hecho yo mismo empezaba a
dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el gesto de quien acaba
de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.
—Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—. ¿Qué le
parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas pocas
horas?
—No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy absorbente.
—Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que pasar por la
City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el programa
mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la
francesa. Es introspectiva y yo quiero reflexionar. ¡En marcha!
Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata nos llevó a
Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado
por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de aspecto digno, con
cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos pisos, rodeando un
jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y unas pocas matas
de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera hostil y cargada
de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo marrón con
las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local donde
nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo ante la
casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole
bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y calle
abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la tienda del
prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón,
se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con cara de listo y bien
afeitado, que le invitó a entrar.
—Gracias —dijo Holmes—. Sólo quería preguntar por dónde se va desde
aquí al Strand.
—La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió sin vacilar el
empleado, cerrando a continuación la puerta.
—Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. En mi
opinión, es el cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a audacia,
creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas
anteriormente.
—Es evidente —dije yo—que el empleado del señor Wilson desempeña un
importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de
que usted le ha preguntado el camino sólo para poder echarle un vistazo.
—No a él.
—Entonces, ¿a qué?
—A las rodilleras de sus pantalones.
—¿Y qué es lo que vio?
—Lo que esperaba ver.
—¿Para qué golpeó el pavimento?
—Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar, no hablar.
Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg
Square.
Exploremos ahora las calles que hay detrás.
La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la esquina de la recóndita
Saxe-Coburg Square presentaba con ésta tanto contraste como el derecho de un
cuadro con el revés. Se trataba de una de las principales arterias por donde
discurre el tráfico de la City hacia el norte y hacia el oeste. La calzada estaba
bloqueada por el inmenso río de tráfico comercial que fluía en ambas
direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso enjambre de peatones. Al
contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas, nadie habría
pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida
plaza que acabábamos de abandonar.
—Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de
edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es
conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer's, la tienda de tabacos, la
tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and Suburban Bank, el
restaurante vegetariano y las cocheras McFarlane. Con esto llegamos a la
siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo está hecho y ya es hora de
que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café y derechos a la
tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no hay
clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la música, no sólo un intérprete muy
dotado, sino también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda
la velada sentado en su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando
suavemente el ritmo de la música con sus largos y afilados dedos, con una
sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y soñadores que se parecían muy poco a
los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible
azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su carácter se
manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada
exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético
y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de
su carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como
yo bien sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días
enteros repantigado en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros
antiguos. Entonces le venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de
razonador se elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que aquellos que no
estaban familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando asombrados,
como se mira a un hombre que posee un conocimiento superior al de los demás
mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del St. James
Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.
—Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto salimos.
—Sí, ya va siendo hora.
—Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de
Coburg Square es grave.
—¿Por qué es grave?
—Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones
para creer que llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea
sábado complica las cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.
—¿A qué hora?
—A las diez estará bien.
—Estaré en Baker Street a las diez.
—Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro, así que haga
el favor de echarse al bolsillo su revólver del ejército.
Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante
desapareció entre la multitud.
No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre
que trataba con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia
estupidez.
En este caso había oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin
embargo, a juzgar por sus palabras, era evidente que él veía con claridad no sólo
lo que había sucedido, sino incluso lo que iba a suceder, mientras que para mí
todo el asunto seguía igual de confuso y grotesco. Mientras me dirigía a mi casa
en Kensington estuve pensando en todo ello, desde la extraordinaria historia del
pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a Saxe-Coburg Square y las
ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué era aquella
expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir y qué
íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del
prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego
importante.
Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí
dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street
hasta llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al
entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Al penetrar en la habitación encontré a
Holmes en animada conversación con dos hombres, a uno de los cuales
identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el otro era un hombre
larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita
abrumadoramente respetable.
—¡Ajá! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose su
chaquetón marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—.
Watson, creo que ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le
presente al señor Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura
nocturna.
—Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo Jones con su
retintín habitual—. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Sólo
necesita un perro viejo que le ayude a correr la pieza.
—Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas —comentó el
señor Merryweather en tono sombrío.
—Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes,
caballero —dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos particulares,
que son, si me permite decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero
tiene madera de detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como
en aquel caso del crimen de los Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercarse
más a la verdad que el cuerpo de policía.
—Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo el
desconocido con deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida
de cartas. Es la primera noche de sábado en veintisiete años que no juego mi
partida.
—Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes que esta noche se
juega usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será
mucho más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas
treinta mil libras; y para usted, Jones, el hombre al que tanto desea echar el
guante.
—John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven,
señor Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo
más ganas de ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un
individuo notable, este joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y
ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y
aunque encontramos rastros suyos a cada paso, nunca sabemos dónde
encontrarlo a él.
Esta semana puede reventar una casa en Escocia, y a la siguiente puede
estar recaudando fondos para construir un orfanato en Cornual es. Llevo años
siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.
—Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido
un par de pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted
en que se encuentra en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de
las diez, y va siendo hora de que nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el
primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo
trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había
escuchado por la tarde.
Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles
iluminadas por farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street.
—Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es
director de banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció
conveniente que también nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque
profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una virtud positiva: es
valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus
garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.
Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos
estado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor
Merryweather, nos metimos por un estrecho pasadizo y penetramos por una
puerta lateral que Merryweather nos abrió. Recorrimos un pequeño pasil o que
terminaba en una puerta de hierro muy pesada. También ésta se abrió,
dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra puerta
formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y
luego nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras
abrir una tercera puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se
amontonaban por todas partes grandes cajas y cajones.
—No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes, levantando la
linterna y mirando a su alrededor.
—Ni por abajo —respondió el señor Merryweather, golpeando con su
bastón las losas que pavimentaban el suelo—. Pero... ¡válgame Dios! ¡Esto suena
a hueco!
—exclamó, alzando sorprendido la mirada.
—Debo rogarle que no haga tanto ruido —dijo Holmes con tono severo—.
Acaba de poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo pedirle
que tenga la bondad de sentarse en uno de esos cajones y no interferir?
El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón, con cara de
sentirse muy ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, con ayuda
de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar atentamente las rendijas que
había entre las losas. A los pocos segundos se dio por satisfecho, se puso de
nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo.
—Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no pueden hacer
nada hasta que el bueno del prestamista se haya ido a la cama. Entonces no
perderán ni un minuto, pues cuanto antes hagan su trabajo, más tiempo
tendrán para escapar. Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encontramos
en el sótano de la sucursal en la City de uno de los principales bancos de
Londres. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección y le
explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de
Londres se interesen tanto en su sótano estos días.
—Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos tenido varios
avisos de que pueden intentar robarlo.
—¿Su oro francés?
—Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras reservas y,
por este motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de treinta mil
napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia de que no hemos tenido tiempo de
desembalar el dinero y que éste se encuentra aún en nuestro sótano. El cajón
sobre el que estoy sentado contiene dos mil napoleones empaquetados en hojas
de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de oro son mucho mayores que
lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores se sienten
intranquilos al respecto.
—Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora, es el
momento de poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento
empezará dentro de una hora. Mientras tanto, señor Merryweather, conviene
que tapemos la luz de esa linterna.
—¿Y quedarnos a oscuras?
—Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había pensado que,
puesto que somos cuatro, podría usted jugar su partidita después de todo. Pero,
por lo que he visto, los preparativos del enemigo están tan avanzados que no
podemos arriesgarnos a tener una luz encendida. Antes que nada, tenemos que
tomar posiciones. Esta gente es muy osada y, aunque los cojamos por sorpresa,
podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo me pondré detrás de este
cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquéllos. Cuando yo los ilumine con la
linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson, no tenga reparos en
tumbarlos a tiros.
Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera detrás de la
que me había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna sorda y nos
dejó en la más negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo jamás había
experimentado. Sólo el olor del metal caliente nos recordaba que la luz seguía
ahí, preparada para brillar en el instante preciso. Para mí, que tenía los nervios
de punta a causa de la expectación, había algo de deprimente y ominoso en
aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la bóveda.
—Sólo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que consiste en
volver a la casa y salir a Saxe—Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le
pedí, Jones.
—Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta.
—Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.
¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que
sólo había durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que
haber transcurrido casi toda la noche y que por encima de nosotros debía estar
amaneciendo ya. Tenía los miembros doloridos y agarrotados, porque no me
atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el límite
máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo que no sólo podía oír la
suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía el tono grave y pesado
de las inspiraciones del corpulento Jones, de las notas suspirantes del director
de banco.
Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la bóveda.
De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.
Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de
piedra.
Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces,
sin previo aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una
mano blanca, casi de mujer, que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña
zona de luz. Durante un minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió
sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpe como había aparecido, y
todo volvió a oscuras, excepto por el débil resplandor que indicaba una rendija
entre las piedras.
Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido,
una de las grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco
cuadrado del que salía proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó
un rostro juvenil y atractivo, que miró atentamente a su alrededor y luego, con
una mano a cada lado del hueco, se fue izando, primero hasta los hombros y
luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el borde. Un instante después
estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágil
como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo intenso.
—No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y los sacos?
¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!
Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello
de la chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido
de la tela rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de
un revólver, pero el látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el
revólver rebotó con ruido metálico sobre el suelo de piedra.
—Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene usted
ninguna posibilidad.
—Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—. Confío en que mi
colega esté a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de
su chaqueta.
—Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes.
—¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que
felicitarle.
—Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos ha sido de
lo más original y astuto.
—Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es más rápido que
yo saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.
—Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo el prisionero
mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá ignore usted
que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de
decir siempre «señor» y «por favor».
—Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita
contenida—. ¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que
podamos tomar un coche en el que llevar a vuestra alteza a la comisaría?
—Así está mejor —dijo John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con
una inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por el policía.
—La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather mientras
salíamos del sótano tras ellos—, no sé cómo podrá el banco agradecerle y
recompensarle por esto. No cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la
manera más completa uno de los intentos de robo a un banco más audaces que
ha conocido mi experiencia.
—Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo
Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que espero que
el banco me reembolse, pero aparte de eso me considero pagado de sobra con
haber tenido una experiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y con haber
oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos.
—Como ve, Watson —explicó Holmes a primeras horas de la mañana,
mientras tomábamos un vaso de whisky con soda en Baker Street—, desde un
principio estaba perfectamente claro que el único objeto posible de esta
fantástica maquinación del anuncio de la Liga y el copiar la Enciclopedia era
quitar de enmedio durante unas cuantas horas al día a nuestro no demasiado
brillante prestamista.
Para conseguirlo, recurrieron a un procedimiento bastante extravagante,
pero la verdad es que sería difícil encontrar otro mejor. Sin duda, fue el color del
pelo de su cómplice lo que inspiró la idea al ingenioso cerebro de Clay. Las
cuatro libras a la semana eran un cebo que no podía dejar de atraerlo, ¿y qué
significaba esa cantidad para ellos, que andaban metidos en una jugada de
varios miles? Ponen el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la
oficina, el otro incita al prestamista a que se presente, y juntos se las arreglan
para que esté ausente todas las mañanas. Desde el momento en que oí que ese
empleado trabajaba por medio salario, comprendí que tenía algún motivo muy
poderoso para ocupar aquel puesto.
—Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo?
—De haber habido mujeres en la casa, habría sospechado una intriga más
vulgar. Sin embargo, eso quedaba descartado. El negocio del prestamista era
modesto, y en su casa no había nada que pudiera justificar unos preparativos
tan complicados y unos gastos como los que estaban haciendo. Por tanto, tenía
que tratarse de algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la
afición del empleado a la fotografía, y en su manía de desaparecer en el sótano.
¡El sótano!
Allí estaba el extremo de este enmarañado ovillo. Entonces hice algunas
averiguaciones acerca de este misterioso empleado, y descubrí que tenía que
habérmelas con uno de los delincuentes más calculadores y audaces de Londres.
Algo estaba haciendo en el sótano... algo que le ocupaba varias horas al día
durante meses y meses. ¿Qué podía ser?, repito. Lo único que se me ocurrió es
que estaba excavando un túnel hacia algún otro edificio.
»Hasta aquí había llegado cuando fuimos a visitar el escenario de los
hechos.
A usted le sorprendió el que yo golpeara el pavimento con el bastón.
Estaba comprobando si el sótano se extendía hacia delante o hacia detrás de la
casa. No estaba por delante. Entonces l amé a la puerta y, tal como había
esperado, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna que otra escaramuza,
pero nunca nos habíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré la cara; lo que
me interesaba eran sus rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo sucias,
arrugadas y gastadas que estaban. Eso demostraba las muchas horas que había
pasado excavando. Sólo quedaba por averiguar para qué excavaban. Al doblar la
esquina y ver el edificio del City and Suburban Bank pegado espalda con espalda
al local de nuestro amigo, consideré resuelto el problema. Mientras usted volvía
a su casa después del concierto, yo hice una visita a Scodand Yard y otra al
director del banco, con el resultado que ha podido usted ver.
—¿Y cómo pudo saber que intentarían dar el golpe esta noche? —pregunté.
—Bueno, el que clausuraran la Liga era señal de que ya no les preocupaba
la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían ya terminado el
túnel.
Pero era esencial que lo utilizaran en seguida, antes de que lo descubrieran
o de que trasladaran el oro a otra parte. El sábado era el día más adecuado,
puesto que les dejaría dos días para escapar. Por todas estas razones, esperaba
que vinieran esta noche.
—Lo ha razonado todo maravillosamente —exclamé sin disimular mi
admiración—. Una cadena tan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabones
suena a verdad.
—Me salvó del aburrimiento —respondió, bostezando—. ¡Ay, ya lo siento
abatirse de nuevo sobre mí! Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo por
escapar de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me
ayudan a conseguirlo.
—Y además, en beneficio de la raza humana —añadí yo. Holmes se encogió
de hombros.
—Bueno, es posible que, a fin de cuentas, tenga alguna pequeña utilidad —
comentó—. L'homme c'est ríen, l'oeuvre c'est tout, como le escribió Gustave
Flaubert a George Sand.
3. Un caso de identidad
—Querido amigo —dijo Sherlock Holmes mientras nos sentamos a uno y
otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street—. La vida es
infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente
humana.
No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo
más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, cogidos de la mano,
sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las
cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los
prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación
en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos
parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus
conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido.
—Pues yo no estoy convencido de eso —repliqué—. Los casos que salen a la
luz en los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En
los informes de la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites
y, sin embargo, debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante
ni de artístico.
—Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y
discreción —contestó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes
policiales, donde se tiende a poner más énfasis en las perogrulladas del
magistrado que en los detal es, que para una persona observadora encierran
toda la esencia vital del caso.
Puede creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente
vulgar.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Entiendo perfectamente que piense usted así —dije—. Por supuesto,
dada su posición de asesor extraoficial, que presta ayuda a todo el que se
encuentre absolutamente desconcertado, en toda la extensión de tres
continentes, entra usted en contacto con todo lo extraño y fantástico. Pero
veamos —recogí del suelo el periódico de la mañana—, vamos a hacer un
experimento práctico. El primer titular con el que me encuentro es: «Crueldad
de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin necesidad
de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, naturalmente, a la
otra mujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las lesiones, la hermana o casera
comprensiva. Ni el más ramplón de los escritores podría haber inventado algo
tan ramplón.
—Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece nada a su
argumentación —dijo Holmes, tomando el periódico y echándole un vistazo—.
Se trata del proceso de separación de los Dundas, y da la casualidad de que yo
intervine en el esclarecimiento de algunos pequeños detalles relacionados con el
caso. El marido era abstemio, no existía otra mujer, y el comportamiento del
que se quejaba la esposa consistía en que el marido había adquirido la
costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura postiza y
arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de acuerdo, no es la clase de acto
que se le suele ocurrir a un novelista corriente. Tome una pizca de rapé, doctor,
y reconozca que me he apuntado un tanto con este ejemplo suyo.
Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el
centro de la tapa. Su esplendor contrastaba de tal modo con las costumbres
hogareñas y la vida sencilla de Holmes que no pude evitar un comentario.
—¡Ah! —dijo—. Olvidaba que llevamos varias semanas sin vernos. Es un
pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago por mi ayuda en el caso de los
documentos de Irene Adler.
—¿Y el anillo? —pregunté, mirando un precioso brillante que refulgía sobre
su dedo.
—Es de la familia real de Holanda, pero el asunto en el que presté mis
servicios era tan delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, benévolo
cronista de uno o dos de mis pequeños misterios.
—¿Y ahora tiene entre manos algún caso? —pregunté interesado.
—Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés. Ya me entiende,
son importantes, pero sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que,
por lo general, en los asuntos menos importantes hay mucho más campo para la
observación y para el rápido análisis de causas y efectos, que es lo que da su
encanto a las investigaciones. Los delitos más importantes suelen tender a ser
sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más evidentes son, como
regla general, los motivos. En estos casos, y exceptuando un asunto bastante
enrevesado que me han mandado de Marsella, no hay nada que presente interés
alguno. Sin embargo, es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen
muchos minutos porque, o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.
Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas
separadas, observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima
de su hombro, vi en la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa
boa de piel alrededor del cuello, y una gran pluma roja ondulada en un
sombrero de ala ancha que llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera
coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer
miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras su
cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de
sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al
agua, cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla.
—Conozco bien esos síntomas —dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la
chimenea—. La oscilación en la acera significa siempre un affaire du coeur.
Necesita consejo, pero no está segura de que el asunto no sea demasiado
delicado como para confiárselo a otro. No obstante, hasta en esto podemos
hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido gravemente perjudicada por un
hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En
este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero la
doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o dolida.
Pero aquí llega en persona para sacarnos de dudas.
No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la puerta y entró un
botones anunciando a la señorita Mary Sutherland, mientras la dama
mencionada se cernía sobre su pequeña figura negra como un barco mercante,
con todas sus velas desplegadas, detrás de una barquichuela. Sherlock Holmes
la acogió con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, después de cerrar la
puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una butaca, la examinó de
aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan peculiar en él.
—¿No le parece —dijo— que siendo corta de vista es un poco molesto
escribir tanto a máquina?
—Al principio, sí —respondió ella—, pero ahora ya sé dónde están las letras
sin necesidad de mirar.
Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de las palabras de
Holmes, se estremeció violentamente y levantó la mirada, con el miedo y el
asombro pintados en su rostro amplio y amigable.
—¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! —exclamó—. ¿Cómo, si no,
podría usted saber eso?
—No le dé importancia —dijo Holmes, echándose a reír— Saber cosas es
mi oficio. Es muy posible que me haya entrenado para ver cosas que los demás
pasan por alto. De no ser así, ¿por qué iba usted a venir a consultarme?
—He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la señora Etherege,
a cuyo marido localizó usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el
mundo le habían dado ya por muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted
hacer lo mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al
año, más lo poco que saco con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido
del señor Hosmer Angel.
—¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? —preguntó
Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y con los ojos fijos en el
techo.
De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de
la señorita Mary Sutherland.
—Sí, salí de casa disparada —dijo— porque me puso furiosa ver con qué
tranquilidad se lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso
acudir a la policía, no quiso acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería
hacer nada y seguía diciendo que no había pasado nada, me enfurecí y me vine
derecha a verle con lo que tenía puesto en aquel momento.
—¿Su padre? —dijo Holmes—. Sin duda, querrá usted decir su padrastro,
puesto que el apellido es diferente.
—Sí, mi padrastro. Le l amo padre, aunque la verdad es que suena raro,
porque sólo tiene cinco años y dos meses más que yo.
—¿Vive su madre?
—Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no me hizo
demasiada gracia que se volviera a casar tan pronto, después de morir papá, y
con un hombre casi quince años más joven que ella. Papá era fontanero en
Tottenham Court Road, y al morir dejó un negocio muy próspero, que mi madre
siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el capataz; pero cuando apareció
el señor Windibank, la convenció de que vendiera el negocio, pues el suyo era
mucho mejor: tratante de vinos.
»Sacaron cuatro mil setecientas libras por el traspaso y los intereses,
mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá de haber estado vivo.
Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de impaciencia
ante aquel relato intrascendente e incoherente, pero vi que, por el contrario,
escuchaba con absoluta concentración.
—Esos pequeños ingresos suyos —preguntó—, ¿proceden del negocio en
cuestión?
—Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el de Auckland.
Son valores neozelandeses que rinden un cuatro y medio por ciento. El capital es
de dos mil quinientas libras, pero yo sólo puedo cobrar los intereses.
—Eso es sumamente interesante —dijo Holmes—. Disponiendo de una
suma tan elevada como son cien libras al año, más el pico que usted gana, no me
cabe duda de que viajará usted mucho y se concederá toda clase de caprichos.
En mi opinión, una mujer soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de
sesenta libras.
—Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes, pero comprenderá
usted que mientras siga en casa no quiero ser una carga para el os, así que
mientras vivamos juntos son ellos los que administran el dinero. Por supuesto,
eso es sólo por el momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada
trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo me las apaño bastante bien con lo que
gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y hay muchos días en
que escribo quince o veinte folios.
—Ha expuesto usted su situación con toda claridad —dijo Holmes—. Le
presento a mi amigo el doctor Watson, ante el cual puede usted hablar con tanta
libertad como ante mí mismo. Ahora, le ruego que nos explique todo lo referente
a su relación con el señor Hosmer Angel.
El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland, que empezó a
pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta.
—Le conocí en el baile de los instaladores del gas —dijo—. Cuando vivía
papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se siguieron acordando de
nosotros y se las mandaron a mamá. El señor Windibank no quería que
fuéramos.
Nunca ha querido que vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con
que yo quisiera ir a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba
decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a impedírmelo?
Dijo que aquella gente no era adecuada para nosotras, cuando iban a estar
presentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía un vestido
adecuado, cuando tenía uno violeta precioso, que prácticamente no había
sacado del armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia
por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy,
nuestro antiguo capataz, y al í fue donde conocí al señor Hosmer Angel.
—Supongo —dijo Holmes— que cuando el señor Windibank regresó de
Francia, se tomaría muy a mal que ustedes dos hubieran ido al baile.
—Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se echó a reír, se
encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo a una mujer, porque ésta
siempre se sale con la suya.
—Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció usted a un
caballero l amado Hosmer Angel, según tengo entendido.
—Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para
preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos...
es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego
volvió mi padre y el señor Hosmer Angel ya no vino más por casa.
—¿No?
—Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si de él
dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe
sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero por otra parte, como le decía yo
a mi madre, para eso se necesita tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el
mío.
—¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
—Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y
Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos
hasta que se hubiera marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de
hecho me escribía todos los días. Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi
padre no se enteraba.
—¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero?
—Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que
dimos juntos. Hosmer... el señor Angel... era cajero en una oficina de Leadenhall
Street...
y...
—¿Qué oficina?
—Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
—¿Y dónde vivía?
—Dormía en el mismo local de las oficinas.
—¿Y no conoce la dirección?
—No... sólo que estaban en Leadenhall Street.
—Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?
—A la oficina de correos de Leadenhal Street, donde él las recogía. Decía
que si las mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas
por cartearse con una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como
hacía él con las suyas, pero se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que
venían de mí, pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina
se interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me quería, señor
Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
—Resulta de lo más sugerente —dijo Holmes—. Siempre he sostenido el
axioma de que los pequeños detal es son, con mucho, lo más importante.
¿Podría recordar algún otro pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel?
—Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear
conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba l amar la
atención.
Era muy retraído y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me
dijo, había sufrido anginas e inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado
la garganta débil y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre
iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo mismo que
yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz fuerte.
—Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a
marcharse a Francia?
—El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos
antes de que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las
manos sobre los Evangelios, que, ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería
fiel. Mi madre dijo que tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquel o
era una muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su parte
e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se pusieron a hablar de
casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría mi padre, pero el os
me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y
mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor
Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que
unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que
escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia,
pero la carta me fue devuelta la mañana misma de la boda.
—¿Así que él no la recibió?
—Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes de que llegara la
carta.
—¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda quedó fijada para
el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?
—Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San Salvador, cerca de
King's Cross, y luego desayunaríamos en el hotel St. Pancras. Hosmer vino a
buscarnos en un coche, pero como sólo había sitio para dos, nos metió a
nosotras y él cogió otro cerrado, que parecía ser el único coche de alquiler en
toda la calle.
Llegamos las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos
verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y miró al
interior, al í no había nadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea de lo que
había sido de él, habiéndolo visto con sus propios ojos subir al coche. Esto
sucedió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído
nada que arroje alguna luz sobre su paradero.
—Me parece que la han tratado a usted de un modo vergonzoso —dijo
Holmes.
—¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como para
abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir en que, pasara lo
que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún imprevisto nos separaba, yo
tenía que recordar siempre que estaba comprometida con él, y que tarde o
temprano él vendría a reclamar sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas
en la mañana de tu boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido.
—Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha ocurrido alguna
catástrofe imprevista.
—Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo contrario no habría
hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió.
—Pero no tiene idea de lo que puede haber sido.
—Ni la menor idea.
—Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre?
—Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar jamás del asunto.
—¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
—Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había ocurrido y que
volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme
hasta la puerta de la iglesia y luego abandonarme? Si me hubiera pedido dinero
prestado o si se hubiera casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su
nombre, podría existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en
cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero entonces, ¿qué
había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me vuelve loca pensar en el o! No
pego ojo por las noches.
Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar ruidosamente en él.
—Examinaré el caso por usted —dijo Holmes, levantándose—, y estoy
seguro de que llegaremos a algún resultado concreto. Deje en mis manos el
asunto y no se siga devanando la mente con él. Y por encima de todo, procure
que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, como se ha
desvanecido de su vida.
—Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver?
—Me temo que no.
—Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces?
—Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una buena
descripción de él, así como de cuantas cartas suyas pueda usted
proporcionarme.
—Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle del sábado
pasado
—dijo ella—. Aquí está el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas.
—Gracias. ¿Y la dirección de usted?
—Lyon Place 31, Camberwel.
—Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo nunca.
¿Dónde está la empresa de su padre?
—Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de
clarete de Fenchurch Street.
—Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad. Deje aquí los
papeles, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente
como un libro cerrado y no deje que afecte a su vida.
—Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a
Hosmer. Me encontrará esperándole cuando vuelva.
A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo, había un algo
de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre
la mesa su montoncito de papeles y se marchó prometiendo acudir en cuanto la
llamáramos.
Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante unos cuantos
minutos, con las puntas de los dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante
y la mirada fija en el techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que
le servía de consejera y, después de encenderla, se recostó en su butaca,
emitiendo densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita
languidez en el rostro.
—Interesante personaje, esa muchacha —comentó—. Me ha parecido más
interesante ella que su pequeño problema que, dicho sea de paso, es de lo más
vulgar. Si consulta usted mi índice, encontrará casos similares en Andover, año
77, y otro bastante parecido en La Haya el año pasado.
—Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí eran invisibles —le
hice notar.
—Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le
pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de
las mangas, de lo sugerentes que son las uñas de los pulgares, de los graves
asuntos que penden de un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del
aspecto de esa mujer? Descríbala.
—Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de color pizarra,
con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y una orla de
cuentas de azabache. Vestido marrón, bastante más oscuro que el café, con
terciopelo morado en el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo
índice de la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba
pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto de persona
bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar, cómodo y sin
preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita.
—¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos progresos! Lo ha
hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha escapado todo lo importante, pero
ha dado usted con el método y tiene buena vista para los colores. No se fie nunca
de las impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detal es. Lo primero
que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente,
es mejor fijarse antes en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho
usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un material sumamente útil
para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas, donde la
mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina
de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero sólo en la manga
izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte
a parte, como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de
unas gafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de
escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció sorprenderla.
—También me sorprendió a mí.
—Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia abajo y quedé
muy sorprendido e interesado al observar que, aunque sus zapatos se parecían
mucho, en realidad estaban desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la
punta y el otro era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno
tenía abrochados sólo los dos de abajo, y el otro el primero, el tercero y el
quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás
impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos desparejados y a
medio abotonar, no tiene nada de extraordinario deducir que salió a toda prisa.
—¿Y qué más? —pregunté vivamente interesado, como siempre, por los
incisivos razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero después de haberse
vestido del todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante
derecho tenía roto el dedo índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el
dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió
demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser
así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta entretenido,
aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson. ¿Le
importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el
anuncio?
Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. «Desaparecido, en la mañana
del día 14, un caballero l amado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete
pulgadas; complexión fuerte, piel atezada, cabello negro con una pequeña calva
en el centro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el
habla. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco
negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas
marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de
Leadenhall Street.
Quien pueda aportar noticias, etc., etc.»
—Con eso basta —dijo Holmes—. En cuanto a las cartas... —continuó,
echándolas un vistazo— son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del
señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto
muy notable, que sin duda le llamará la atención.
—Que están escritas a máquina —dije yo.
—No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro
«Hosmer Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección
completa, sólo «Leadenhal Street», que es algo muy inconcreto. Lo de la firma
resulta muy sugerente... casi podría decirse que concluyente.
—¿De qué?
—Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que esto tiene en el
caso?
—Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para poder negar que
la firma era suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.
—No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán
zanjado el asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la
joven, el señor Windibank, pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis
de la tarde.
Ya es hora de que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor,
no hay nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que
podemos desentendernos del problemilla por el momento.
Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en
la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base
sólida para la tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular
misterio que se le había l amado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar,
en el caso del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a
pensar en el misterioso enredo de El signo de los Cuatro o en las extraordinarias
circunstancias que concurrían en el Estudio en escarlata, me sentía convencido
de que no había misterio tan complicado que él no pudiera resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el
convencimiento de que, cuando volviera por al í al día siguiente, encontraría ya
en sus manos todas las pistas que conducirían a la identificación del
desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi
atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran ya casi las
seis cuando quedé libre y pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street,
con cierto miedo de llegar demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño
misterio. Sin embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su
larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un formidable
despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor picante e inconfundible del
ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día entregado a los
experimentos químicos que tanto le gustaban.
—Qué, ¿lo resolvió usted? —pregunté al entrar.
—Sí, era el bisulfato de bario.
—¡No, no! ¡El misterio! —exclamé.
—¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado trabajando. No
hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos
detal es interesantes. El único inconveniente es que me temo que no existe
ninguna ley que pueda castigar a este granuja.
—Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al abandonar a la señorita
Sutherland?
Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún no había abierto
los labios para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos
golpes en la puerta.
—Aquí está el padrastro de la chica, el señor James Windibank —dijo
Holmes—. Me escribió diciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de unos treinta
años de edad, bien afeitado y de piel cetrina, con modales melosos e insinuantes
y un par de ojos grises extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una
mirada inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera sobre
un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla más próxima.
—Buenas tardes, señor James Windibank —dijo Holmes—. Creo que es
usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada, citándose conmigo a las
seis.
—Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy dueño de mi
tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho que la señorita Sutherland
le haya molestado con este asunto, porque creo que es mucho mejor no lavar en
público los trapos sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de
una muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es fácil
controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza. Naturalmente, no me
importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía
oficial, pero no es agradable que se comente fuera de casa una desgracia familiar
como ésta.
Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder
encontrar a ese Hosmer Angel?
—Por el contrario —dijo Holmes tranquilamente—, tengo toda clase de
razones para creer que lograré encontrar al señor Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes.
—Me alegra mucho oír eso —dijo.
—Es muy curioso —comentó Holmes— que una máquina de escribir tenga
tanta individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean
completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras
se gastan más que otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo,
señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre queda
borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r». Existen otras catorce
características, pero éstas son las más evidentes.
—Con esta máquina escribimos toda la correspondencia en la oficina, y es
lógico que esté un poco gastada —dijo nuestro visitante, mirando fijamente a
Holmes con sus ojillos brillantes.
—Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio verdaderamente
interesante, señor Windibank —continuó Holmes—. Uno de estos días pienso
escribir otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y su relación
con el crimen. Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro
cartas presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas a
máquina. En todos los casos, no sólo las «es» están borrosas y las «erres» no
tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con mi lupa, que también
aparecen las otras catorce características de las que le hablaba antes.
El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero.
—No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor Holmes —dijo—
.
Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga.
—Desde luego —dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con
llave—. En tal caso, le hago saber que ya lo he cogido.
—¿Cómo? ¿Dónde? —exclamó el señor Windibank, palideciendo hasta los
labios y mirando a su alrededor como una rata cogida en una trampa.
—Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no —dijo Holmes con
suavidad—. No podrá librarse de ésta, señor Windibank. Es todo demasiado
transparente y no me hizo usted ningún cumplido al decir que me resultaría
imposible resolver un asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una sil a, con el rostro lívido y un brillo
de sudor en la frente.
—No... no constituye delito —balbuceó.
—Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank, ha sido una
jugarreta cruel, egoísta y despiadada, llevada a cabo del modo más ruin que
jamás he visto. Ahora, permítame exponer el curso de los acontecimientos y
contradígame si me equivoco.
El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho,
como quien se siente completamente aplastado. Holmes levantó los pies,
apoyándolos en una esquina de la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con
las manos en los bolsillos y comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí
mismo que para nosotros.
—Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él, por su dinero —
dijo—, y también se beneficiaba del dinero de la hija mientras ésta viviera con el
os.
Se trataba de una suma considerable para gente de su posición y perderla
habría representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por
conservarla.
La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y
sensible, de manera que resultaba evidente que, con sus buenas dotes
personales y su pequeña renta, no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su
matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace
entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en
casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se
da cuenta de que eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela,
reclama sus derechos y por fin anuncia su firme intención de asistir a cierto
baile. ¿Qué hace entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra
más a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su esposa, se
disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes, enmascarando su
rostro con un bigote y un par de pobladas patillas, disimulando el timbre claro
de su voz con un susurro insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la
miopía de la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los
posibles enamorados cortejándola él mismo.
—Al principio era sólo una broma —gimió nuestro visitante—. Nunca
creímos que se lo tomara tan en serio.
—Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la muchacha se lo
tomó muy en serio; y, puesto que estaba convencida de que su padrastro se
encontraba en Francia, ni por un instante se le pasó por la cabeza la sospecha de
una traición. Se sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión
se veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva voz.
Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente que, si se querían
obtener resultados, había que llevar el asunto tan lejos como fuera posible.
Hubo encuentros y un compromiso que evitaría definitivamente que la
muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía
mantener indefinidamente. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante
embarazosos. Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una
conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en la mente de
la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente durante bastante
tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad pronunciados sobre el evangelio, y
de ahí las alusiones a la posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la
boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan atada a
Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante diez años, por lo
menos, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas
mismas de la iglesia y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció
oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y
salir por la otra. Creo que éste fue el encadenamiento de los hechos, señor
Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado parte de su
aplomo, y al llegar a este punto se levantó de la silla con una fría expresión de
burla en su pálido rostro.
—Puede que sí y puede que no, señor Holmes —dijo—. Pero si es usted tan
listo, debería saber que ahora mismo es usted y no yo quien está infringiendo la
ley.
Desde el principio, yo no he hecho nada punible, pero mientras mantenga
usted esa puerta cerrada se expone a una demanda por agresión y retención
ilegal.
—Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle —dijo Holmes, girando la
llave y abriendo la puerta de par en par—. Sin embargo, nadie ha merecido
jamás un castigo tanto como lo merece usted. Si la joven tuviera un hermano o
un amigo, le cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! —exclamó
acalorándose al ver el gesto de burla en la cara del otro—. Esto no forma parte
de mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de caza y
creo que me voy a dar el gustazo de...
Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que pudiera cogerlo
se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la puerta de la entrada se cerró de
golpe y pudimos ver por la ventana al señor Windibank corriendo calle abajo a
toda la velocidad de que era capaz.
—¡Ahí va un canal a con verdadera sangre fría! —dijo Holmes, echándose a
reír mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón—. Ese tipo irá subiendo de
delito en delito hasta que haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En
ciertos aspectos, el caso no carecía por completo de interés.
—Todavía no veo muy claros todos los pasos de su razonamiento —dije yo.
—Pues, desde luego, en un principio era evidente que este señor Hosmer
Angel tenía que tener alguna buena razón para su curioso comportamiento, y
estaba igualmente claro que el único hombre que salía beneficiado del incidente,
hasta donde nosotros sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy
sugerente, de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el
uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente sospechosas eran
las gafas oscuras y la voz susurrante, factores ambos que sugerían un disfraz, lo
mismo que las pobladas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por ese
detalle tan curioso de firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra
era tan familiar para la joven que ésta reconocería cualquier minúscula muestra
de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto con otros muchos de
menor importancia, señalaban en la misma dirección.
—¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?
—Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil conseguir la
corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este hombre. Cogí la descripción
publicada, eliminé todo lo que se pudiera achacar a un disfraz —las patillas, las
gafas, la voz y se la envié a la empresa en cuestión, solicitando que me
informaran de si alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había
fijado ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio sospechoso a su
oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como había esperado, su respuesta me
llegó escrita a máquina, y mostraba los mismos defectos triviales pero
característicos. En el mismo correo me llegó una carta de Westhouse &
Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en
todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voílá tout!
—¿Y la señorita Shutherland?
—Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo proverbio persa: «Tan
peligroso es quitarle su cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujer una
ilusión.» Hay tanta sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en
Horacio.
4. El misterio de Boscombe Valley
Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo
un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente:
«¿Tiene un par de días libres? Me han telegrafiado desde el oeste de
Inglaterra a propósito de la tragedia de Boscombe Valley. Me alegraría que
usted me acompañase. Atmósfera y paisaje maravillosos. Salgo de Paddington
en el tren de las 11.15».
—¿Qué dices a esto, querido? —preguntó mi esposa, mirándome
directamente—. ¿Vas a ir?
—No sé qué decir. En estos momentos tengo una lista de pacientes
bastante larga.
—¡Bah! Anstruther se encargará de el os. Últimamente se te ve un poco
pálido. El cambio te sentará bien, y siempre te han interesado mucho los casos
del señor Sherlock Holmes.
—Sería un desagradecido si no me interesaran, en vista de lo que he
ganado con uno solo de el os —respondí—. Pero si voy a ir, tendré que hacer el
equipaje ahora mismo, porque sólo me queda media hora.
Mi experiencia en la campaña de Afganistán me había convertido, por lo
menos, en un viajero rápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas y sencillas,
de modo que, en menos de la mitad del tiempo mencionado, ya estaba en un
coche de alquiler con mi maleta, rodando en dirección a la estación de
Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y andén abajo, y su alta y
sombría figura parecía aún más alta y sombría a causa de su largo capote gris de
viaje y su ajustada gorra de paño.
—Ha sido usted verdaderamente amable al venir, Watson —dijo—. Para mí
es considerablemente mejor tener al lado a alguien de quien fiarme por
completo. La ayuda que se encuentra en el lugar de los hechos, o no vale para
nada o está influida. Coja usted los dos asientos del rincón y yo sacaré los
billetes.
Teníamos todo el compartimento para nosotros, si no contamos un
inmenso montón de papeles que Holmes había traído consigo. Estuvo
hojeándolos y leyéndolos, con intervalos dedicados a tomar notas y a meditar,
hasta que dejamos atrás Reading. Entonces hizo de pronto con todos ellos una
bola gigantesca y la tiró a la rejilla de los equipajes.
—¿Ha leído algo acerca del caso? —preguntó.
—Ni una palabra. No he leído un periódico en varios días. —La prensa de
Londres no ha publicado relatos muy completos. Acabo de repasar todos los
periódicos recientes a fin de hacerme con los detalles. Por lo que he visto, parece
tratarse de uno de esos casos sencillos que resultan extraordinariamente
difíciles.
—Eso suena un poco a paradoja.
—Pero es una gran verdad. Lo que se sale de lo corriente constituye, casi
invariablemente, una pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen, más
difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en este caso parece haber pruebas de
peso contra el hijo del asesinado.
—Entonces, ¿se trata de un asesinato?
—Bueno, eso se supone. Yo no aceptaré nada como seguro hasta que haya
tenido ocasión de echar un vistazo en persona. Voy a explicarle en pocas
palabras la situación, tal y como yo la he entendido.
»Boscombe Valley es un distrito rural de Herefordshire, situado no muy
lejos de Ross. El mayor terrateniente de la zona es un tal John Turner, que hizo
fortuna en Australia y regresó a su país natal hace algunos años. Una de las
granjas de su propiedad, la de Hatherley, la tenía arrendada al señor Charles
McCarthy, otro ex australiano. Los dos se habían conocido en las colonias, por lo
que no tiene nada de raro que cuando vinieron a establecerse aquí procuraran
estar lo más cerca posible uno del otro. Según parece, Turner era el más rico de
los dos, así que McCarthy se convirtió en arrendatario suyo, pero al parecer
seguían tratándose en términos de absoluta igualdad y se los veía mucho juntos.
McCarthy tenía un hijo, un muchacho de dieciocho años, y Turner tenía una hija
única de la misma edad, pero a ninguno de los dos les vivía la esposa. Parece
que evitaban el trato con las familias inglesas de los alrededores y que llevaban
una vida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se los
veía con frecuencia en las carreras de la zona.
McCarthy tenía dos sirvientes: un hombre y una muchacha. Turner
disponía de una servidumbre considerable, por lo menos media docena. Esto es
todo lo que he podido averiguar sobre las familias. Pasemos ahora a los hechos.
»El 3 de junio —es decir, el lunes pasado—, McCarthy salió de su casa de
Hatherley a eso de la tres de la tarde, y fue caminando hasta el estanque de
Boscombe, una especie de laguito formado por un ensanchamiento del arroyo
que corre por el valle de Boscombe. Por la mañana había estado con su criado en
Ross y le había dicho que tenía que darse prisa porque a las tres tenía una cita
importante. Una cita de la que no regresó vivo.
»Desde la casa de Hatherley hasta el estanque de Boscombe hay como un
cuarto de milla, y dos personas le vieron pasar por ese terreno. Una fue una
anciana, cuyo nombre no se menciona, y la otra fue William Crowder, un guarda
de caza que está al servicio del señor Turner. Los dos testigos aseguran que el
señor McCarthy iba caminando solo. El guarda añade que a los pocos minutos
de haber visto pasar al señor McCarthyvio pasar a su hijo en la misma dirección,
con una escopeta bajo el brazo. En su opinión, el padre todavía estaba al alcance
de la vista y el hijo iba siguiéndolo. No volvió a pensar en el asunto hasta que
por la tarde se enteró de la tragedia que había ocurrido.
»Hubo alguien más que vio a los dos McCarthy después de que William
Crowder, el guarda, los perdiera de vista. El estanque de Boscombe está rodeado
de espesos bosques, con sólo un pequeño reborde de hierba y juncos alrededor.
Una muchacha de catorce años, Patience Moran, hija del guardés del
pabellón de Boscombe Valley, se encontraba en uno de los bosques cogiendo
flores. Ha declarado que, mientras estaba allí, vio en el borde del bosque y cerca
del estanque al señor McCarthy y su hijo, que parecían estar discutiendo
acaloradamente. Oyó al mayor de los McCarthy dirigirle a su hijo palabras muy
fuertes, y vio a éste levantar la mano como para pegar a su padre. La violencia
de la escena la asustó tanto que echó a correr, y cuando llegó a su casa le contó a
su madre que había visto a los dos McCarthy discutiendo junto al estanque de
Boscombe y que tenía miedo de que fueran a pelearse. Apenas había terminado
de hablar cuando el joven McCarthy llegó corriendo al pabellón, diciendo que
había encontrado a su padre muerto en el bosque y pidiendo ayuda al guardés.
Venía muy excitado, sin escopeta ni sombrero, y vieron que traía la mano y la
manga derechas manchadas de sangre fresca.
Fueron con él y encontraron el cadáver del padre, tendido sobre la hierba
junto al estanque. Le habían aplastado la cabeza a golpes con algún arma pesada
y roma.
Eran heridas que podrían perfectamente haberse infligido con la culata de
la escopeta del hijo, que se encontró tirada en la hierba a pocos pasos del
cuerpo.
Dadas las circunstancias, el joven fue detenido inmediatamente, el martes
la investigación dio como resultado un veredicto de «homicidio intencionado»,
y el miércoles compareció ante los magistrados de Ross, que han remitido el
caso a la próxima sesión del tribunal. Éstos son los hechos principales del caso,
según se desprende de la investigación judicial y el informe policial.
—El caso no podría presentarse peor para el joven —comenté—. Pocas
veces se han dado tantas pruebas circunstanciales que acusasen con tanta
insistencia al criminal.
—Las pruebas circunstanciales son muy engañosas —respondió Holmes,
pensativo—. Puede parecer que indican claramente una cosa, pero si cambias un
poquito tu punto de vista, puedes encontrarte con que indican, con igual
claridad, algo completamente diferente. Sin embargo, hay que confesar que el
caso se presenta muy mal para el joven, y es muy posible que verdaderamente
sea culpable. Sin embargo, existen varias personas en la zona, y entre ellas la
señorita Turner, la hija del terrateniente, que creen en su inocencia y que han
contratado a Lestrade, al que usted recordará de cuando intervino en el Estudio
en escarlata, para que investigue el caso en beneficio suyo. Lestrade se
encuentra perdido y me ha pasado el caso a mí, y ésta es la razón de que dos
caballeros de edad mediana vuelen en este momento hacia el oeste, a cincuenta
millas por hora, en lugar de digerir tranquilamente su desayuno en casa.
—Me temo —dije— que los hechos son tan evidentes que este caso le
reportará muy poco mérito.
—No hay nada tan engañoso como un hecho evidente —respondió riendo—
. Además, bien podemos tropezar con algún otro hecho evidente que no le
resultara tan evidente al señor Lestrade. Me conoce usted lo suficientemente
bien como para saber que no fanfarroneo al decir que soy capaz de confirmar o
echar por tierra su teoría valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de
emplear e incluso de comprender. Por usar el ejemplo más a mano, puedo
advertir con toda claridad que la ventana de su cuarto está situada a la derecha,
y dudo mucho que el señor Lestrade se hubiera fijado en un detal e tan evidente
como ése.
—¿Cómo demonios...?
—Mi querido amigo, le conozco bien. Conozco la pulcritud militar que le
caracteriza. Se afeita usted todas las mañanas, y en esta época del año se afeita a
la luz del sol, pero como su afeitado va siendo cada vez menos perfecto a medida
que avanzamos hacia la izquierda, hasta hacerse positivamente chapucero a la
altura del ángulo de la mandíbula, no puede caber duda de que ese lado está
peor iluminado que el otro. No puedo concebir que un hombre como usted se
diera por satisfecho con ese resultado si pudiera verse ambos lados con la
misma luz. Esto lo digo sólo a manera de ejemplo trivial de observación y
deducción. En eso consiste mi oficio, y es bastante posible que pueda resultar de
alguna utilidad en el caso que nos ocupa. Hay uno o dos detalles menores que
salieron a relucir en la investigación y que vale la pena considerar. —¿Como
qué?
—Parece que la detención no se produjo en el acto, sino después de que el
joven regresara a la granja Hatherley. Cuando el inspector de policía le
comunicó que estaba detenido, repuso que no le sorprendía y que no se merecía
otra cosa.
Este comentario contribuyó a disipar todo rastro de duda que pudiera
quedar en las mentes del jurado encargado de la instrucción.
—Como que es una confesión —exclamé.
—Nada de eso, porque a continuación se declaró inocente.
—Viniendo después de una serie de hechos tan condenatoria fue, por lo
menos, un comentario de lo más sospechoso.
—Por el contrario —dijo Holmes—. Por el momento ésa es la rendija más
luminosa que puedo ver entre los nubarrones. Por muy inocente que sea, no
puede ser tan rematadamente imbécil que no se dé cuenta de que las
circunstancias son fatales para él. Si se hubiera mostrado sorprendido de su
detención o hubiera fingido indignarse, me habría parecido sumamente
sospechoso, porque tal sorpresa o indignación no habrían sido naturales, dadas
las circunstancias, aunque a un hombre calculador podrían parecerle la mejor
táctica a seguir. Su franca aceptación de la situación le señala o bien como a un
inocente, o bien como a un hombre con mucha firmeza y dominio de sí mismo.
En cuanto a su comentario de que se lo merecía, no resulta tan extraño si se
piensa que estaba junto al cadáver de su padre y que no cabe duda de que aquel
mismo día había olvidado su respeto filial hasta el punto de reñir con él e
incluso, según la muchacha cuyo testimonio es tan importante, de levantarle la
mano como para pegarle. El remordimiento y el arrepentimiento que se reflejan
en sus palabras me parecen señales de una mentalidad sana y no de una mente
culpable.
—A muchos los han ahorcado con pruebas bastante menos sólidas —
comenté, meneando la cabeza.
—Así es. Y a muchos los han ahorcado injustamente.
—¿Cuál es la versión de los hechos según el propio joven?
—Me temo que no muy alentadora para sus partidarios, aunque tiene un
par de detalles interesantes. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.
Sacó de entre el montón de papeles un ejemplar del periódico de
Herefordshire, encontró la página y me señaló el párrafo en el que el desdichado
joven daba su propia versión de lo ocurrido. Me instalé en un rincón del
compartimento y lo leí con mucha atención. Decía así:
«Compareció a continuación el señor James McCarthy, hijo único del
fallecido, que declaró lo siguiente: “Había estado fuera de casa tres días, que
pasé en Bristol, y acababa de regresar la mañana del pasado lunes, día 3.
Cuando llegué, mi padre no estaba en casa y la doncella me dijo que había ido a
Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco después de llegar, oí en el patio las
ruedas de su coche; miré por la ventana y le vi bajarse y salir a toda prisa del
patio, aunque no me fijé en qué dirección se fue. Cogí entonces mi escopeta y
eché a andar en dirección al estanque de Boscombe, con la intención de visitar
las conejeras que hay al otro lado. Por el camino vi a William Crowder, el
guarda, tal como él ha declarado; pero se equivocó al pensar que yo iba
siguiendo a mi padre. No tenía ni idea de que él iba delante de mí. A unas cien
yardas del estanque oí el grito de ¡cui!, que mi padre y yo utilizábamos
normalmente como señal. Al oírlo, eché a correr y lo encontré de pie junto al
estanque. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó con bastante mal
humor qué estaba haciendo al í. Nos enzarzamos en una discusión que degeneró
en voces, y casi en golpes, pues mi padre era un hombre de temperamento muy
violento. En vista de que su irritación se hacía incontrolable, lo dejé, y emprendí
el camino de regreso a Hatherley. Pero no me había alejado ni ciento cincuenta
yardas cuando oí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver
corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con terribles heridas en
la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, pero expiró casi en el
acto. Permanecí unos minutos arrodillado a su lado y luego fui a pedir ayuda a la
casa del guardés del señor Turner, que era la más cercana. Cuando volví junto a
mi padre no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de cómo se causaron sus
heridas. No era una persona muy apreciada, a causa de su carácter frío y
reservado; pero, por lo que yo sé, tampoco tenía enemigos declarados. No sé
nada más del asunto:”
»El juez instructor: ¿Le dijo su padre algo antes de morir? »El testigo:
Murmuró algunas palabras, pero lo único que entendí fue algo sobre una rata.
»El juez: ¿Cómo interpretó usted aquello?
»El testigo: No significaba nada para mí. Creí que estaba delirando.
»El juez: ¿Cuál fue el motivo de que usted y su padre sostuvieran aquella
última discusión?
»El testigo: Preferiría no responder.
»El juez: Me temo que debo insistir.
»El testigo: De verdad que me resulta imposible decírselo. Puedo
asegurarle que no tenía nada que ver con la terrible tragedia que ocurrió a
continuación.
»El juez: El tribunal es quien debe decidir eso. No es necesario advertirle
que su negativa a responder puede perjudicar considerablemente su situación
en cualquier futuro proceso a que pueda haber lugar.
»El testigo: Aun así, tengo que negarme.
»El juez: Según tengo entendido, el grito de culi era una señal habitual
entre usted y su padre.
»El testigo: Así es.
»El juez: En tal caso, ¿cómo es que dio el grito antes de verle a usted,
cuando ni siquiera sabía que había regresado usted de Bristol?
»El testigo (bastante desconcertado): No lo sé.
»Un jurado: ¿Novio usted nada que despertara sus sospechas cuando
regresó al oír gritar a su padre y lo encontró herido de muerte?
»El testigo: Nada concreto.
»El juez: ¿Qué quiere decir con eso?
»El testigo: Al salir corriendo al claro iba tan trastornado y excitado que no
podía pensar más que en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que
al correr vi algo tirado en el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de
color gris, una especie de capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me
levanté al dejar a mi padre miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba.
»—¿Quiere decir que desapareció antes de que usted fuera a buscar ayuda?
»—Eso es, desapareció.
»—¿No puede precisar lo que era?
»—No, sólo me dio la sensación de que había algo al í.
»—¿A qué distancia del cuerpo?
»—A unas doce yardas.
»—¿Y a qué distancia del lindero del bosque?
»—Más o menos a la misma.
»—Entonces, si alguien se lo llevó, fue mientras usted se encontraba a unas
doce yardas de distancia.
»—Sí, pero vuelto de espaldas.
»Con esto concluyó el interrogatorio del testigo.»
—Por lo que veo —dije echando un vistazo al resto de la columna—, el juez
instructor se ha mostrado bastante duro con el joven McCarthy en sus
conclusiones.
Llama la atención, y con toda la razón, sobre la discrepancia de que el
padre lanzara la llamada antes de verlo, hacia su negativa a dar detalles de la
conversación con el padre y sobre su extraño relato de las últimas palabras del
moribundo. Tal como él dice, todo eso apunta contra el hijo.
Holmes se rió suavemente para sus adentros y se estiró sobre el mullido
asiento.
—Tanto usted como el juez instructor se han esforzado a fondo —dijo— en
destacar precisamente los aspectos más favorables para el muchacho. ¿No se da
usted cuenta de que tan pronto le atribuyen demasiada imaginación como
demasiado poca? Demasiado poca, si no es capaz de inventarse un motivo para
la disputa que le haga ganarse las simpatías del jurado; demasiada, si es capaz
de sacarse de la mollera una cosa tan outré como la alusión del moribundo a una
rata y el incidente de la prenda desaparecida. No señor, yo enfocaré este caso
partiendo de que el joven ha dicho la verdad, y veremos adónde nos lleva esta
hipótesis. Y ahora, aquí tengo mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decir ni una
palabra más sobre el caso hasta que lleguemos al lugar de los hechos.
Comeremos en Swindon, y creo que llegaremos dentro de veinte minutos.
Eran casi las cuatro cuando nos encontramos por fin en el bonito
pueblecito campesino de Ross, tras haber atravesado el hermoso valle del
Stroud y cruzado el ancho y reluciente Severn. Un hombre delgado, con cara de
hurón y mirada furtiva y astuta, nos esperaba en el andén. A pesar del
guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que llevaba como
concesión al ambiente campesino, no tuve dificultad en reconocer a Lestrade, de
Scodand Yard. Fuimos con él en coche hasta
«El Escudo de Hereford», donde ya se nos había reservado una habitación.
—He pedido un coche —dijo Lestrade, mientras nos sentábamos a tomar
una taza de té—.,Conozco su carácter enérgico y sé que no estará a gusto hasta
que haya visitado la escena del crimen.
—Es usted muy amable y halagador —respondió Holmes—. Pero todo
depende de la presión barométrica.
Lestrade pareció sorprendido.
—No comprendo muy bien—dijo.
—¿Qué marca el barómetro? Veintinueve, por lo que veo. No hay viento, ni
se ve una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarrillos que piden ser
fumados, y el sofá es muy superior a las habituales abominaciones que suelen
encontrarse en los hoteles rurales. No creo probable que utilice el coche esta
noche.
Lestrade dejó escapar una risa indulgente.
—Sin duda, ya ha sacado usted conclusiones de los periódicos —dijo—. El
caso es tan vulgar como un palo de escoba, y cuanto más profundiza uno en él,
más vulgar se vuelve. Pero, por supuesto, no se le puede decir que no a una
dama, sobre todo a una tan voluntariosa. Había oído hablar de usted e insistió
en conocer su opinión, a pesar de que yo le repetí un montón de veces que usted
no podría hacer nada que yo no hubiera hecho ya. Pero, ¡caramba! ¡Ahí está su
coche en la puerta!
Apenas había terminado de hablar cuando irrumpió en la habitación una
de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida. Brillantes ojos color
violeta, labios entreabiertos, un toque de rubor en sus mejillas, habiendo
perdido toda noción de su recato natural ante el ímpetu arrollador de su
agitación y preocupación.
—¡Oh, señor Sherlock Holmes! —exclamó, pasando la mirada de uno a
otro, hasta que, con rápida intuición femenina, la fijó en mi compañero—. Estoy
muy contenta de que haya venido. He venido a decírselo. Sé que James no lo
hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece a trabajar sabiéndolo también. No deje
que le asalten dudas al respecto. Nos conocemos el uno al otro desde que
éramos niños, y conozco sus defectos mejor que nadie; pero tiene el corazón
demasiado blando como para hacer daño ni a una mosca. La acusación es
absurda para cualquiera que lo conozca de verdad.
—Espero que podamos demostrar su inocencia, señorita Turner —dijo
Sherlock Holmes—. Puede usted confiar en que haré todo lo que pueda.
—Pero usted ha leído las declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión?
¿No ve alguna salida, algún punto débil? ¿No cree usted que es inocente?
—Creo que es muy probable.
—¡Ya lo ve usted! —exclamó ella, echando atrás la cabeza y mirando
desafiante a Lestrade—. ¡Ya lo oye! ¡Él me da esperanzas!
Lestrade se encogió de hombros.
—Me temo que mi colega se ha precipitado un poco al sacar conclusiones
—dijo.
—¡Pero tiene razón! ¡Sé que tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a
esa disputa con su padre, estoy segura de que la razón de que no quisiera hablar
de ella al juez fue que discutieron acerca de mí.
—¿Y por qué motivo?
—No es momento de ocultar nada. James y su padre tenían muchas
desavenencias por mi causa. El señor McCarthy estaba muy interesado en que
nos casáramos. James y yo siempre nos hemos querido como hermanos, pero,
claro, él es muy joven y aún ha visto muy poco de la vida, y... y... bueno,
naturalmente, todavía no estaba preparado para meterse en algo así. De ahí que
tuvieran discusiones, y ésta, estoy segura, fue una más.
—¿Y el padre de usted? —preguntó Holmes—. ¿También era partidario de
ese enlace?
—No, él también se oponía. El único que estaba a favor era McCarthy.
Un súbito rubor cubrió sus lozanas y juveniles facciones cuando Holmes le
dirigió una de sus penetrantes miradas inquisitivas.
—Gracias por esta información —dijo—. ¿Podría ver a su padre si le visito
mañana?
—Me temo que el médico no lo va a permitir.
—¿El médico?
—Sí, ¿no lo sabía usted? El pobre papá no andaba bien de salud desde hace
años, pero esto le ha acabado de hundir. Tiene que guardar cama, y el doctor
Willows dice que está hecho polvo y que tiene el sistema nervioso destrozado. El
señor McCarthy era el único que había conocido a papá en los viejos tiempos de
Victoria.
—¡Ajá! ¡Así que en Victoria! Eso es importante.
—Sí, en las minas.
—Exacto; en las minas de oro, donde, según tengo entendido, hizo su
fortuna el señor Turner.
—Eso es.
—Gracias, señorita Turner. Ha sido usted una ayuda muy útil.
—Si mañana hay alguna novedad, no deje de comunicármela. Sin duda, irá
usted a la cárcel a ver a James. Oh, señor Holmes, si lo hace dígale que yo sé que
es inocente.
—Así lo haré, señorita Turner.
—Ahora tengo que irme porque papá está muy mal y me echa de menos si
lo dejo solo. Adiós, y que el Señor le ayude en su empresa.
Salió de la habitación tan impulsivamente como había entrado y oímos las
ruedas de su carruaje traqueteando calle abajo.
—Estoy avergonzado de usted, Holmes —dijo Lestrade con gran dignidad,
tras unos momentos de silencio—. ¿Por qué despierta esperanzas que luego
tendrá que defraudar? No soy precisamente un sentimental, pero a eso lo l amo
crueldad.
—Creo que encontraré la manera de demostrar la inocencia de James
McCarthy —dijo Holmes—. ¿Tiene usted autorización para visitarlo en la cárcel?
—Sí, pero sólo para usted y para mí.
—En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Tendremos todavía
tiempo para tomar un tren a Hereford y verlo esta noche?
—De sobra.
—Entonces, en marcha. Watson, me temo que se va a aburrir, pero sólo
estaré ausente un par de horas.
Los acompañé andando hasta la estación, y luego vagabundeé por las calles
del pueblecito, acabando por regresar al hotel, donde me tumbé en el sofá y
procuré interesarme en una novela policiaca. Pero la trama de la historia era tan
endeble en comparación con el profundo misterio en el que estábamos sumidos,
que mi atención se desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé
por tirarla al otro extremo de la habitación y entregarme por completo a
recapacitar sobre los acontecimientos del día. Suponiendo que la historia del
desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué
calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido
entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraído por
sus gritos, volvió corriendo al claro?
Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis instintos
médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí
que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una crónica
textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba que el
tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habían
sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto romo. Señalé el
lugar en mi propia cabeza.
Evidentemente, aquel golpe tenía que haberse asestado por detrás. Hasta
cierto punto, aquello favorecía al acusado, ya que cuando se le vio discutiendo
con su padre ambos estaban frente a frente. Aun así, no significaba gran cosa, ya
que el padre podía haberse vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas
maneras, quizá valiera la pena l amar la atención de Holmes sobre el detal e.
Luego teníamos la curiosa alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía
significar aquello? No podía tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido
un golpe mortal no suele delirar. No, lo más probable era que estuviera
intentando explicar lo que le había ocurrido. Pero ¿qué podía querer decir? Me
devané los sesos en busca de una posible explicación. Y luego estaba también el
asunto de la prenda gris que había visto el joven McCarthy. De ser cierto aquel
o, el asesino debía haber perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente
su gabán, y había tenido la sangre fría de volver a recuperarla en el mismo
instante en que el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos.
¡Qué maraña de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me
extrañaba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual tenía tanta fe en la
perspicacia de Sherlock Holmes que no perdía las esperanzas, en vista de que
todos los nuevos datos parecían reforzar su convencimiento de la inocencia del
joven McCarthy.
Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Venía solo, ya que Lestrade
se alojaba en el pueblo.
—El barómetro continúa muy alto —comentó mientras se sentaba—. Es
importante que no llueva hasta que hayamos podido examinar el lugar de los
hechos. Por otra parte, para un trabajito como ése uno tiene que estar en plena
forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando fatigado por un largo viaje.
He visto al joven McCarthy.
—¿Y qué ha sacado de él?
—Nada.
—¿No pudo arrojar ninguna luz?
—Absolutamente ninguna. En algún momento me sentí inclinado a pensar
que él sabía quién lo había hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndola, pero
ahora estoy convencido de que está tan a oscuras como todos los demás. No es
un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí bien parecido y yo diría que de
corazón noble.
—No puedo admirar sus gustos —comenté—, si es verdad eso de que se
negaba a casarse con una joven tan encantadora como esta señorita Turner.
—Ah, en eso hay una historia bastante triste. El tipo la quiere con locura,
con desesperación, pero hace unos años, cuando no era más que un mozalbete, y
antes de conocerla bien a ella, porque la chica había pasado cinco años en un
internado, ¿no va el muy idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y
se casa con ella en el juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede
usted imaginar lo enloquecedor que tenía que ser para él que le recriminaran
por no hacer algo que daría los ojos por poder hacer, pero que sabe que es
absolutamente imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo
levantar las manos cuando su padre, en su última conversación, le seguía
insistiendo en que le propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra
parte, carece de medios económicos propios y su padre, que era en todos los
aspectos un hombre muy duro, le habría repudiado por completo si se hubiera
enterado de la verdad. Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos
tres días en Bristol, sin que su padre supiera dónde estaba.
Acuérdese de este detalle. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por
bien no venga, ya que la camarera, al enterarse por los periódicos de que el chico
se ha metido en un grave aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le
ha escrito comunicándole que ya tiene un marido en los astil eros Bermudas, de
modo que no existe un verdadero vínculo entre el os. Creo que esta noticia ha
bastado para consolar al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
—Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lo hizo?
—Eso: ¿Quién? Quiero l amar su atención muy concretamente hacia dos
detal es. El primero, que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en el
estanque, y que este alguien no podía ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él
no sabía cuándo iba a regresar. El segundo, que a la víctima se le oyó gritar culi,
aunque aún no sabía que su hijo había regresado. Éstos son los puntos cruciales
de los que depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George
Meredith, y dejemos los detalles secundarios para mañana.
Tal como Holmes había previsto, no llovió, y el día amaneció despejado y
sin nubes. A las nueve en punto, Lestrade pasó a recogernos con el coche y nos
dirigimos a la granja Hatherley y al estanque de Boscombe.
—Hay malas noticias esta mañana —comentó Lestrade—. Dicen que el
señor Turner, el propietario, está tan enfermo que no hay esperanzas de que
viva.
—Supongo que será ya bastante mayor —dijo Holmes.
—Unos sesenta años; pero la vida en las colonias le destrozó el organismo,
y llevaba bastante tiempo muy flojo de salud. Este suceso le ha afectado de muy
mala manera. Era viejo amigo de McCarthy, y podríamos añadir que su gran
benefactor, pues me he enterado de que no le cobraba renta por la granja
Hatherley.
—¿De veras? Esto es interesante —dijo Holmes.
—Pues, sí. Y le ha ayudado de otras cien maneras. Por aquí todo el mundo
habla de lo bien que se portaba con él.
—¡Vaya! ¿Y no le parece a usted un poco curioso que este McCarthy, que
parece no poseer casi nada y deber tantos favores a Turner, hable, a pesar de
todo, de casar a su hijo con la hija de Turner, presumible heredera de su
fortuna, y, además, lo diga con tanta seguridad como si bastara con proponerlo
para que todo lo demás viniera por sí solo? Y aún resulta más extraño sabiendo,
como sabemos, que el propio Turner se oponía a la idea. Nos lo dijo la hija. ¿No
deduce usted nada de eso?
—Ya llegamos a las deducciones y las inferencias —dijo Lestrade,
guiñándome un ojo—. Holmes, ya me resulta bastante difícil bregar con los
hechos, sin tener que volar persiguiendo teorías y fantasías.
—Tiene usted razón —dijo Holmes con fingida humildad—. Le resulta a
usted muy difícil bregar con los hechos.
—Pues al menos he captado un hecho que a usted parece costarle mucho
aprehender —replicó Lestrade, algo acalorado.
—¿Y cuál es?
—Que el señor McCarthy, padre, halló la muerte a manos del señor
McCarthy, hijo, y que todas las teorías en contra no son más que puras
pamplinas, cosa de lunáticos.
—Bueno, a la luz de la luna se ve más que en la niebla —dijo Holmes,
echándose a reír—. Pero, o mucho me equivoco o eso de la izquierda es la granja
Hatherley.
—En efecto.
Era una construcción amplia, de aspecto confortable, de dos plantas, con
tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en sus muros grises.
Sin embargo, las persianas bajadas y las chimeneas sin humo le daban un
aspecto desolado, como si aún se sintiera en el edificio el peso de la tragedia.
Llamamos a la puerta y la doncella, a petición de Holmes, nos enseñó las botas
que su señor llevaba en el momento de su muerte, y también un par de botas del
hijo, aunque no las que llevaba puestas entonces. Después de haberlas medido
cuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes, Holmes pidió que le
condujeran al patio, desde donde todos seguimos el tortuoso sendero que
llevaba al estanque de Boscombe.
Cuando seguía un rastro como aquél, Sherlock Holmes se transformaba.
Los que sólo conocían al tranquilo pensador y lógico de Baker Street habrían
tenido dificultades para reconocerlo. Su rostro se acaloraba y se ensombrecía.
Sus cejas se convertían en dos líneas negras y marcadas, bajo las cuales relucían
sus ojos con brillo de acero. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los
hombros encorvados, los labios apretados y las venas de su cuello largo y fibroso
sobresalían como cuerdas de látigo. Los orificios de la nariz parecían dilatarse
con un ansia de caza puramente animal, y su mente estaba tan concentrada en
lo que tenía delante que toda pregunta o comentario caía en oídos sordos o,
como máximo, provocaba un rápido e impaciente gruñido de respuesta. Fue
avanzando rápida y silenciosamente a lo largo del camino que atravesaba los
prados y luego conducía a través del bosque hasta el estanque de Boscombe. El
terreno era húmedo y pantanoso, lo mismo que en todo el distrito, y se veían
huellas de muchos pies, tanto en el sendero como sobre la hierba corta que lo
bordeaba por ambos lados. A veces, Holmes apretaba el paso; otras veces, se
paraba en seco; y en una ocasión dio un pequeño rodeo, metiéndose por el
prado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él: el policía, con aire indiferente y
despectivo, mientras que yo observaba a mi amigo con un interés que nacía de la
convicción de que todas y cada una de sus acciones tenían una finalidad
concreta.
El estanque de Boscombe, que es una pequeña extensión de agua de unas
cincuenta yardas de diámetro, bordeada de juncos, está situado en el límite
entre los terrenos de la granja Hatherley y el parque privado del opulento señor
Turner.
Por encima del bosque que se extendía al otro lado podíamos ver los rojos
y enhiestos pináculos que señalaban el emplazamiento de la residencia del rico
terrateniente. En el lado del estanque correspondiente a Hatherley el bosque era
muy espeso, y había un estrecho cinturón de hierba saturada de agua, de unos
veinte pasos de anchura, entre el lindero del bosque y los juncos de la orilla.
Lestrade nos indicó el sitio exacto donde se había encontrado el cadáver, y
la verdad es que el suelo estaba tan húmedo que se podían apreciar con claridad
las huellas dejadas por el cuerpo caído. A juzgar por su rostro ansioso y sus ojos
inquisitivos, Holmes leía otras muchas cosas en la hierba pisoteada. Corrió de
un lado a otro, como un perro de caza que sigue una pista, y luego se dirigió a
nuestro acompañante.
—¿Para qué se metió usted en el estanque? —preguntó. —Estuve de pesca
con un rastrillo. Pensé que tal vez podía encontrar un arma o algún otro indicio.
Pero ¿cómo demonios...?
—Tch, tch. No tengo tiempo. Ese pie izquierdo suyo, torcido hacia dentro,
aparece por todas partes. Hasta un topo podría seguir sus pasos, y aquí se meten
entre los juncos. ¡Ay, qué sencillo habría sido todo si yo hubiera estado aquí
antes de que llegaran todos, como una manada de búfalos, chapoteando por
todas partes!
Por aquí llegó el grupito del guardés, borrando todas las huellas en más de
dos metros alrededor del cadáver. Pero aquí hay tres pistas distintas de los
mismos pies
—sacó una lupa y se tendió sobre el impermeable para ver mejor, sin dejar
de hablar, más para sí mismo que para nosotros—. Son los pies del joven
McCarthy.
Dos veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas están
marcadas y los tacones apenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echó a
correr al ver a su padre en el suelo. Y aquí tenemos las pisadas del padre cuando
andaba de un lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo,
que se apoyaba en ella mientras escuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¡Pasos de
puntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unas botas bastante raras, de
puntera cuadrada!
Vienen, van, vuelven a venir... por supuesto, a recoger el abrigo. Ahora
bien, ¿de dónde venían?
Corrió de un lado a otro, perdiendo a veces la pista y volviéndola a
encontrar, hasta que nos adentramos bastante en el bosque y llegamos a la
sombra de una enorme haya, el árbol más grande de los alrededores. Holmes
siguió la pista hasta detrás del árbol y se volvió a tumbar boca abajo, con un
gritito de satisfacción. Se quedó allí durante un buen rato, levantando las hojas y
las ramitas secas, recogiendo en un sobre algo que a mí me pareció polvo y
examinando con la lupa no sólo el suelo sino también la corteza del árbol hasta
donde pudo alcanzar. Tirada entre el musgo había una piedra de forma
irregular, que también examinó atentamente, guardándosela luego. A
continuación siguió un sendero que atravesaba el bosque hasta salir a la
carretera, donde se perdían todas las huellas.
—Ha sido un caso sumamente interesante —comentó, volviendo a su
forma de ser habitual—. Imagino que esa casa gris de la derecha debe ser el
pabellón del guarda. Creo que voy a entrar a cambiar unas palabras con Moran,
y tal vez escribir una notita. Una vez hecho eso, podemos volver para comer.
Ustedes pueden ir andando hasta el coche, que yo me reuniré con ustedes en
seguida.
Tardamos unos diez minutos en llegar hasta el coche y emprender el
regreso a Ross. Holmes seguía llevando la piedra que había recogido en el
bosque.
—Puede que esto le interese, Lestrade —comentó, enseñándosela—. Con
esto se cometió el asesinato.
—No veo ninguna señal.
—No las hay.
—Y entonces, ¿cómo lo sabe?
—Debajo de ella, la hierba estaba crecida. Sólo llevaba unos días tirada allí.
No se veía que hubiera sido arrancada de ningún sitio próximo. Su forma
corresponde a las heridas. No hay rastro de ninguna otra arma.
—¿Y el asesino?
—Es un hombre alto, zurdo, que cojea un poco de la pierna derecha, lleva
botas de caza con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con
boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros varios indicios, pero
éstos deberían ser suficientes para avanzar en nuestra investigación.
Lestrade se echó a reír.
—Me temo que continúo siendo escéptico —dijo—. Las teorías están muy
bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un tozudo jurado británico.
— Nous verrons —respondió Holmes muy tranquilo—. Usted siga su
método, que yo seguiré el mío. Estaré ocupado esta tarde y probablemente
regresaré a Londres en el tren de la noche.
—¿Dejando el caso sin terminar?
—No, terminado.
—¿Pero el misterio...?
—Está resuelto.
—¿Quién es, pues, el asesino?
—El caballero que le he descrito.
—Pero ¿quién es?
—No creo que resulte tan difícil averiguarlo. Esta zona no es tan populosa.
Lestrade se encogió de hombros.
—Soy un hombre práctico —dijo—, y la verdad es que no puedo ponerme a
recorrer los campos en busca de un caballero zurdo con una pata coja. Sería el
hazmerreír de Scotland Yard.
—Muy bien —dijo Holmes, tranquilamente—. Ya le he dado su
oportunidad.
Aquí están sus aposentos. Adiós. Le dejaré una nota antes de marcharme.
Tras dejar a Lestrade en sus habitaciones, regresamos a nuestro hotel,
donde encontramos la comida ya servida. Holmes estuvo callado y sumido en
reflexiones, con una expresión de pesar en el rostro, como quien se encuentra en
una situación desconcertante.
—Vamos a ver, Watson —dijo cuando retiraron los platos—. Siéntese aquí,
en esta silla, y deje que le predique un poco. No sé qué hacer y agradecería sus
consejos. Encienda un cigarro y deje que me explique.
—Hágalo, por favor.
—Pues bien, al estudiar este caso hubo dos detalles de la declaración del
joven McCarthy que nos l amaron la atención al instante, aunque a mí me
predispusieron a favor y a usted en contra del joven. Uno, el hecho de que el
padre, según la declaración, lanzara el grito de cuü antes de ver a su hijo. El
otro, la extraña mención de una rata por parte del moribundo. Dése cuenta de
que murmuró varias palabras, pero esto fue lo único que captaron los oídos del
hijo. Ahora bien, nuestra investigación debe partir de estos dos puntos, y
comenzaremos por suponer que lo que declaró el muchacho es la pura verdad.
—¿Y qué sacamos del cuii?
—Bueno, evidentemente, no era para llamar al hijo, porque él creía que su
hijo estaba en Bristol. Fue pura casualidad que se encontrara por allí cerca. El
cuü pretendía llamar la atención de la persona con la que se había citado,
quienquiera que fuera. Pero ese cuíi es un grito típico australiano, que se usa
entre australianos.
Hay buenas razones para suponer que la persona con la que McCarthy
esperaba encontrarse en el estanque de Boscombe había vivido en Australia.
—¿Y qué hay de la rata?
Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papel doblado y lo desplegó sobre la
mesa.
—Aquí tenemos un mapa de la colonia de Victoria —dijo—. Anoche
telegrafié a Bristol pidiéndolo.
Puso la mano sobre una parte del mapa y preguntó:
—¿Qué lee usted aquí?
—ARAT —leí.
—¿Y ahora? —levantó la mano.
—BALLARAT.
—Exacto. Eso es lo que dijo el moribundo, pero su hijo sólo entendió las
dos últimas sílabas: a rat, una rata. Estaba intentando decir el nombre de su
asesino.
Fulano de Tal, de Ballarat.
—¡Asombroso! —exclamé.
—Evidente. Con eso, como ve, quedaba considerablemente reducido el
campo. La posesión de una prenda gris era un tercer punto seguro, siempre
suponiendo que la declaración del hijo fuera cierta. Ya hemos pasado de la pura
incertidumbre a la idea concreta de un australiano de Ballarat con un capote
gris.
—Desde luego.
—Y que, además, andaba por la zona como por su casa, porque al estanque
sólo se puede llegar a través de la granja o de la finca, por donde no es fácil que
pase gente extraña.
—Muy cierto.
—Pasemos ahora a nuestra expedición de hoy. El examen del terreno me
reveló los insignificantes detal es que ofrecí a ese imbécil de Lestrade acerca de
la persona del asesino.
—¿Pero cómo averiguó todo aquello?
—Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de minucias.
—Ya sé que es capaz de calcular la estatura aproximada por la longitud de
los pasos. Y lo de las botas también se podría deducir de las pisadas.
—Sí, eran botas poco corrientes.
—Pero ¿lo de la cojera?
—La huella de su pie derecho estaba siempre menos marcada que la del
izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renqueaba... era cojo.
—¿Y cómo sabe que es zurdo?
—A usted mismo le llamó la atención la índole de la herida, tal como la
describió el forense en la investigación. El golpe se asestó de cerca y por detrás,
y sin embargo estaba en el lado izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a
menos que lo asestara un zurdo? Había permanecido detrás del árbol durante la
conversación entre el padre y el hijo. Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la
ceniza de un cigarro, que mis amplios conocimientos sobre cenizas de tabaco me
permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado
cierta atención al tema, y he escrito una pequeña monografía sobre las cenizas
de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos.
En cuanto encontré la ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí la
colilla entre el musgo, donde la habían tirado. Era un cigarro indio de los que se
lían en Rotterdam.
—¿Y la boquilla?
—Se notaba que el extremo no había estado en la boca. Por lo tanto, había
usado boquilla. La punta estaba cortada, no arrancada de un mordisco, pero el
corte no era limpio, de lo que deduje la existencia de una navaja mellada.
—Holmes —dije—, ha tendido usted una red en torno a ese hombre, de la
que no podrá escapar, y ha salvado usted una vida inocente, tan seguro como si
hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo
esto. El culpable es...
—¡El señor John Turner! —exclamó el camarero del hotel, abriendo la
puerta de nuestra sala de estar y haciendo pasar a un visitante.
El hombre que entró presentaba una figura extraña e impresionante. Su
paso lento y renqueante y sus hombros cargados le daban aspecto de decrepitud,
pero sus facciones duras, marcadas y arrugadas, así como sus enormes
miembros, indicaban que poseía una extraordinaria energía de cuerpo y
carácter. Su barba enmarañada, su cabellera gris y sus cejas prominentes y
lacias contribuían a dar a su apariencia un aire de dignidad y poderío, pero su
rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de los orificios nasales
presentaban un tono azulado. Con sólo mirarlo, pude darme cuenta de que era
presa de alguna enfermedad crónica y mortal.
—Por favor, siéntese en el sofá —dijo Holmes educadamente—. ¿Recibió
usted mi nota?
—Sí, el guarda me la trajo. Decía usted que quería verme aquí para evitar el
escándalo.
—Me pareció que si yo iba a su residencia podría dar que hablar.
—¿Y por qué quería usted verme? —miró fijamente a mi compañero, con la
desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta ya estuviera
contestada.
—Sí, eso es —dijo Holmes, respondiendo más a la mirada que a las
palabras—. Sé todo lo referente a McCarthy.
El anciano se hundió la cara entre las manos.
—¡Que Dios se apiade de mí! —exclamó—. Pero yo no habría permitido que
le ocurriese ningún daño al muchacho. Le doy mi palabra de que habría
confesado si las cosas se le hubieran puesto feas en el juicio.
—Me alegra oírle decir eso —dijo Holmes muy serio.
—Ya habría confesado de no ser por mi hija. Esto le rompería el corazón...
y se lo romperá cuando se entere de que me han detenido.
—Puede que no se llegue a eso —dijo Holmes.
—¿Cómo dice?
—Yo no soy un agente de la policía. Tengo entendido que fue su hija la que
solicitó mi presencia aquí, y actúo en nombre suyo. No obstante, el joven
McCarthy debe quedar libre.
—Soy un moribundo —dijo el viejo Turner—. Hace años que padezco
diabetes. Mi médico dice que podría no durar ni un mes. Pero preferiría morir
bajo mi propio techo, y no en la cárcel.
Holmes se levantó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un legajo
de papeles delante.
—Limítese a contarnos la verdad —dijo—. Yo tomaré nota de los hechos.
Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo. Así podré, en último
extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que
no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario.
—Perfectamente —dijo el anciano—. Es muy dudoso que yo viva hasta el
juicio, así que me importa bien poco, pero quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y
ahora, le voy a explicar todo el asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero
tardaré muy poco en contarlo.
»Usted no conocía al muerto, a ese McCarthy. Era el diablo en forma
humana.
Se lo aseguro. Que Dios le libre de caer en las garras de un hombre así. Me
ha tenido en sus manos durante estos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero
primero le explicaré cómo caí en su poder.
»A principios de los sesenta, yo estaba en las minas. Era entonces un
muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredé con
malas compañías, me aficioné a la bebida, no tuve suerte con mi mina, me eché
al monte y, en una palabra, me convertí en lo que aquí l aman un salteador de
caminos.
Éramos seis, y llevábamos una vida de lo más salvaje, robando de vez en
cuando algún rancho, o asaltando las carretas que se dirigían a las excavaciones.
Me hacía llamar Black Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de
nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat.
»Un día partió un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros
lo emboscamos y lo asaltamos. Había seis soldados de escolta contra nosotros
seis, de manera que la cosa estaba igualada, pero a la primera descarga
vaciamos cuatro monturas. Aun así, tres de los nuestros murieron antes de que
nos apoderáramos del botín. Apunté con mi pistola a la cabeza del conductor del
carro, que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiese matado entonces, pero
le perdoné aunque vi sus malvados ojillos clavados en mi rostro, como si
intentara retener todos mis rasgos. Nos largamos con el oro, nos convertimos en
hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me
despedí de mis antiguos compañeros, decidido a establecerme y llevar una vida
tranquila y respetable.
Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer
algún bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo había adquirido.
Me casé, y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque
no era más que un bebé, su minúscula manita parecía guiarme por el buen
camino como no lo había hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi
vida y me esforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me
echó las zarpas encima.
»Había ido a Londres para tratar de una inversión, y me lo encontré en
Regent Street, prácticamente sin nada que ponerse encima.
»—Aquí estamos, Jack —me dijo, tocándome el brazo—. Vamos a ser como
una familia para ti. Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros.
Si no lo haces... bueno... Inglaterra es un gran país, respetuoso de la ley, y
siempre hay un policía al alcance de la voz.
»Así que se vinieron al oeste, sin que hubiera forma de quitármelos de
encima, y aquí han vivido desde entonces, en mis mejores tierras, sin pagar
renta. Ya no hubo para mí reposo, paz ni posibilidad de olvidar; al á donde me
volviera, veía a mi lado su cara astuta y sonriente. Y la cosa empeoró al crecer
Alice, porque él en seguida se dio cuenta de que yo tenía más miedo a que ella se
enterara de mi pasado que de que lo supiera la policía. Me pedía todo lo que se
le antojaba, y yo se lo daba todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por
fin me pidió algo que yo no le podía dar: me pidió a Alice.
»Resulta que su hijo se había hecho mayor, igual que mi hija, y como era
bien sabido que yo no andaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea de que su
hijo se quedara con todas mis propiedades. Pero aquí me planté. No estaba
dispuesto a que su maldita estirpe se mezclara con la mía. No es que me
disgustara el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y con eso me
bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera
lo peor que se le ocurriera. Quedamos citados en el estanque, a mitad de camino
de nuestras dos casas, para hablar del asunto.
»Cuando llegué allí, lo encontré hablando con su hijo, de modo que
encendí un cigarro y esperé detrás de un árbol a que se quedara solo. Pero,
según le oía hablar, iba saliendo a flote todo el odio y el rencor que yo llevaba
dentro. Estaba instando a su hijo a que se casara con mi hija, con tan poca
consideración por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una buscona
de la calle. Me volvía loco al pensar que yo y todo lo que yo más quería
estábamos en poder de un hombre semejante. ¿No había forma de romper las
ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aunque conservaba
las facultades mentales y la fuerza de mis miembros, sabía que mi destino
estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de mi hija? Las dos cosas
podían salvarse si conseguía hacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señor
Holmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecados han sido muy graves, he
vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismas redes
que a mí me esclavizaron era más de lo que podía soportar.
No sentí más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de una
alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo ya me
había refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote que
había dejado caer al huir. Ésta es, caballeros, la verdad de todo lo que ocurrió.
—Bien, no me corresponde a mí juzgarle —dijo Holmes, mientras el
anciano firmaba la declaración escrita que acababa de realizar—. Y ruego a Dios
que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.
—Espero que no, señor. ¿Y qué se propone usted hacer ahora?
—En vista de su estado de salud, nada. Usted mismo se da cuenta de que
pronto tendrá que responder de sus acciones ante un tribunal mucho más alto
que el de lo penal. Conservaré su confesión y, si McCarthy resulta condenado,
me veré obligado a utilizarla. De no ser así, jamás la verán ojos humanos; y su
secreto, tanto si vive usted como si muere, estará a salvo con nosotros.
—Adiós, pues —dijo el anciano solemnemente—. Cuando les llegue la hora,
su lecho de muerte se les hará más llevadero al pensar en la paz que han
aportado al mío —y salió de la habitación tambaleándose, con toda su gigantesca
figura sacudida por temblores.
—¡Que Dios nos asista! —exclamó Sherlock Holmes después de un largo
silencio—. ¿Por qué el Destino les gasta tales jugarretas a los pobres gusanos
indefensos? Siempre que me encuentro con un caso así, no puedo evitar
acordarme de las palabras de Baxter y decir: «Allá va Sherlock Holmes, por la
gracia de Dios».
James McCarthy resultó absuelto en el juicio, gracias a una serie de
alegaciones que Holmes preparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Turner
aún vivió siete meses después de nuestra entrevista, pero ya falleció; y todo
parece indicar que el hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes del negro
nubarrón que envuelve su pasado.
5. Las cinco semillas de naranja
Cuando repaso mis notas y apuntes de los casos de Sherlock Holmes entre
los años 1882 y 1890, son tantos los que presentan aspectos extraños e
interesantes que no resulta fácil decidir cuáles escoger y cuáles descartar. No
obstante, algunos de ellos ya han recibido publicidad en la prensa y otros no
ofrecían campo para las peculiares facultades que mi amigo poseía en tan alto
grado, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay también algunos que
escaparon a su capacidad analítica y que, como narraciones, serían principios
sin final; y otros sólo quedaron resueltos en parte, y su explicación se basa más
en conjeturas y suposiciones que en la evidencia lógica absoluta a la que era tan
aficionado. Sin embargo, hay uno de estos últimos tan notable en sus detalles y
tan sorprendente en sus resultados que me siento tentado de hacer una breve
exposición del mismo, a pesar de que algunos de sus detal es nunca han estado
muy claros y, probablemente, nunca lo estarán.
El año 87 nos proporcionó una larga serie de casos de mayor o menor
interés, de los cuales conservo notas. Entre los archivados en estos doce meses,
he encontrado una crónica de la aventura de la Sala Paradol, de la Sociedad de
Mendigos Aficionados, que mantenía un club de lujo en la bóveda subterránea
de un almacén de muebles; los hechos relacionados con la desaparición del
velero británico Sophy Anderson; la curiosa aventura de la familia Grice
Patersons en la isla de Uffa; y, por último, el caso del envenenamiento de
Camberwell. Como se recordará, en este último caso Sherlock Holmes
consiguió, dando toda la cuerda al reloj del muerto, demostrar que le habían
dado cuerda dos horas antes y que, por lo tanto, el difunto se había ido a la cama
durante ese intervalo... una deducción que resultó fundamental para resolver el
caso. Es posible que en el futuro acabe de dar forma a todos estos, pero ninguno
de el os presenta características tan sorprendentes como el extraño
encadenamiento de circunstancias que me propongo describir a continuación.
Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre, y las tormentas
equinocciales se nos habían echado encima con excepcional violencia. Durante
todo el día, el viento había aullado y la lluvia había azotado las ventanas, de
manera que hasta en el corazón del inmenso y artificial Londres nos veíamos
obligados a elevar nuestros pensamientos, desviándolos por un instante de las
rutinas de la vida, y aceptar la presencia de las grandes fuerzas elementales que
rugen al género humano por entre los barrotes de su civilización, como fieras
enjauladas. Según avanzaba la tarde, la tormenta se iba haciendo más ruidosa, y
el viento aullaba y gemía en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes estaba
sentado melancólicamente a un lado de la chimenea, repasando sus archivos
criminales, mientras yo me sentaba al otro lado, enfrascado en uno de los
hermosos relatos marineros de Clark Russell, hasta que el fragor de la tormenta
de fuera pareció fundirse con el texto, y el salpicar de la lluvia se transformó en
el batir de las olas. Mi esposa había ido a visitar a una tía suya, y yo volvía a
hospedarme durante unos días en mis antiguos aposentos de Baker Street.
—Caramba —dije, levantando la mirada hacia mi compañero—. ¿Eso ha
sido el timbre de la puerta? ¿Quién podrá venir a estas horas? ¿Algún amigo
suyo?
—Exceptuándole a usted, no tengo ninguno —respondió—. No soy
aficionado a recibir visitas.
—¿Un cliente, entonces?
—Si lo es, se trata de un caso grave. Nadie saldría en un día como éste y a
estas horas por algo sin importancia. Pero me parece más probable que se trate
de una amiga de la casera.
Sin embargo, Sherlock Holmes se equivocaba en esta conjetura, porque se
oyeron pasos en el pasil o y unos golpes en la puerta. Holmes estiró su largo
brazo para apartar de su lado la lámpara y acercarla a la silla vacía en la que se
sentaría el recién llegado.
—Adelante —dijo.
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años a juzgar por su
fachada, bien arreglado y elegantemente vestido, con cierto aire de refinamiento
y delicadeza. El chorreante paraguas que sostenía en la mano y su largo y
reluciente impermeable hablaban bien a las claras de la furia temporal que
había tenido que afrontar. Miró ansiosamente a su alrededor a la luz de la
lámpara, y pude observar su rostro pálido y sus ojos abatidos, como los de quien
se siente abrumado por una gran inquietud.
—Le debo una disculpa —dijo, alzándose hasta los ojos sus gafas—. Espero
no interrumpir. Me temo que he traído algunos rastros de la tormenta y la lluvia
a su acogedora habitación.
—Déme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden quedarse
aquí en el perchero hasta que se sequen. Veo que viene usted del suroeste.
—Sí, de Horsham.
—Esa mezcla de arcilla y yeso que veo en sus punteras es de lo más
característico.
—He venido en busca de consejo.
—Eso se consigue fácilmente.
—Y de ayuda.
—Eso no siempre es tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. El mayor Prendergast me contó
cómo le salvó usted en el escándalo del club Tankerville.
—¡Ah, sí! Se le acusó injustamente de hacer trampas con las cartas.
—Me dijo que usted es capaz de resolver cualquier problema.
—Eso es decir demasiado.
—Que jamás le han vencido.
—Me han vencido cuatro veces: tres hombres y una mujer.
—¿Pero qué es eso en comparación con el número de sus éxitos?
—Es cierto que por lo general he sido afortunado.
—Entonces, lo mismo puede suceder en mi caso.
—Le ruego que acerque su silla al fuego y me adelante algunos detalles del
mismo.
—No se trata de un caso corriente.
—Ninguno de los que me llegan lo es. Soy como el último tribunal de
apelación.
—Aun así, me permito dudar, señor, de que en todo el curso de su
experiencia haya oído una cadena de sucesos más misteriosa e inexplicable que
la que se ha forjado en mi familia.
—Me llena usted de interés —dijo Holmes—. Le ruego que nos comunique
para empezarlos hechos principales y luego ya le preguntaré acerca de los detal
es que me parezcan más importantes.
El joven arrimó la sil a y estiró los empapados pies hacia el fuego.
—Me l amo John Openshaw —dijo—, pero por lo que yo puedo entender,
mis propios asuntos tienen poco que ver con este terrible enredo. Se trata de
una cuestión hereditaria, así que, para que se haga usted una idea de los hechos,
tengo que remontarme al principio de la historia.
»Debe usted saber que mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío Elías y mi padre
Joseph. Mi padre tenía una pequeña industria en Coventry, que amplió cuando
se inventó la bicicleta. Patentó la llanta irrompible Openshaw, y su negocio tuvo
tanto éxito que pudo venderlo y retirarse con una posición francamente
saneada.
»Mi tío Elías emigró a América siendo joven, y se estableció como
plantador en Florida, donde parece que le fue muy bien. Durante la guerra sirvió
con las tropas de Jackson, y más tarde con las de Hood, donde alcanzó el grado
de coronel.
Cuando Lee depuso las armas, mi tío regresó a su plantación, donde
permaneció tres o cuatro años. Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil
ochocientos setenta, regresó a Europa y adquirió una pequeña propiedad en
Sussex, cerca de Horsham. Había amasado una considerable fortuna en los
Estados Unidos, y si se marchó de allí fue por su aversión a los negros y su
disgusto por la política republicana de concederles la emancipación y el voto.
Era un hombre muy particular, violento e irritable, muy malhablado cuando se
enfurecía, y de carácter muy reservado. Durante todos los años que vivió en
Horsham, no creo que jamás viniera a la ciudad. Tenía un huerto y dos o tres
campos alrededor de su casa, y al í solía hacer ejercicio, aunque muchas veces
no salía de su habitación en semanas enteras. Bebía mucho brandy y fumaba sin
parar, pero no se trataba con nadie y no quería amigos; ni siquiera quería ver a
su hermano.
»No le importaba verme a mí, y de hecho llegó a cogerme gusto, porque la
primera vez que me vio era un chaval de doce años. Esto debió ser hacia mil
ochocientos setenta y ocho, cuando ya llevaba ocho o nueve años en Inglaterra.
Le pidió a mi padre que me permitiera ir a vivir con él, y se portó muy bien
conmigo, a su manera. Cuando estaba sobrio, le gustaba jugar al backgammon y
a las damas, y me nombró representante suyo ante la servidumbre y los
proveedores, de manera que para cuando cumplí dieciséis años yo ya era el amo
de la casa. Controlaba todas las llaves y podía ir donde quisiera y hacer lo que
me diera la gana, siempre que no invadiera su intimidad. Había, sin embargo,
una curiosa excepción, porque tenía un cuartito, una especie de trastero en el
ático, que siempre estaba cerrado y en el que no permitía que entrara yo ni
ningún otro. Con la curiosidad propia de los chicos, yo había mirado más de una
vez por la cerradura, pero nunca pude ver nada, aparte de la obligada colección
de baúles y bultos viejos que es de esperar en una habitación así.
»Un día... esto fue en marzo de mil ochocientos ochenta y tres...
depositaron una carta con sello extranjero sobre la mesa del coronel. Era muy
raro que recibiera cartas, porque todas sus facturas las pagaba al contado y no
tenía amigos de ninguna clase. "¡De la India! —dijo al cogerla—. ¡Matasellos de
Pondicherry! ¿Qué puede ser esto?" La abrió apresuradamente y del sobre
cayeron cinco semillas de naranja secas, que tintinearon sobre la bandeja. Casi
me eché a reír, pero la risa se me borró de los labios al ver la cara de mi tío.
Tenía la boca abierta, los ojos saltones, la piel del color de la cera, y miraba
fijamente el sobre que aún sostenía en su mano temblorosa. "K. K. K.", gimió,
añadiendo luego: "¡Dios mío, Dios mío, mis pecados me han alcanzado al fin!"
»—¿Qué es eso, tío? —exclamé.
»—¡La muerte! —dijo él, y levantándose de la mesa se retiró a su
habitación, dejándome estremecido de horror. Recogí el sobre y vi, garabateada
en tinta roja sobre la solapa interior, encima mismo del engomado, la letra K
repetida tres veces.
No había nada más, a excepción de las cinco semillas secas. ¿Cuál podía
ser la razón de su incontenible espanto? Dejé la mesa del desayuno y, al subir las
escaleras, me lo encontré bajando con una llave vieja y oxidada, que debía ser la
del ático, en una mano, y una cajita de latón, como de caudales, en la otra.
»—¡Pueden hacer lo que quieran, que aún los ganaré por la mano! —dijo
con un juramento—. Dile a Mary que encienda hoy la chimenea de mi
habitación y haz llamar a Fordham, el abogado de Horsham.
»Hice lo que me ordenaba, y cuando llegó el abogado me pidieron que
subiera a la habitación. El fuego ardía vivamente, y en la rejilla había una masa
de cenizas negras y algodonosas, como de papel quemado; a un lado, abierta y
vacía, estaba tirada la caja de latón. Al mirar la caja, advertí con sobresalto que
en la tapa estaba grabada la triple K que había leído en el sobre por la mañana.
»—Quiero, John, que seas testigo de mi testamento —dijo mi tío—. Dejo mi
propiedad, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, tu padre, de
quien, sin duda, la heredarás tú. Si puedes disfrutarla en paz, mejor para ti. Si
ves que no puedes, sigue mi consejo, hijo mío, y déjasela a tu peor enemigo.
Lamento dejaros un arma de dos filos como ésta, pero no sé qué giro tomarán
los acontecimientos. Haz el favor de firmar el documento donde el señor
Fordham te indique.
»Firmé el papel como se me indicó, y el abogado se lo llevó. Como puede
usted suponer, este curioso incidente me causó una profunda impresión, y no
hacía más que darle vueltas en la cabeza, sin conseguir sacar nada en limpio. No
conseguía librarme de una vaga sensación de miedo que dejó a su paso, aunque
la sensación se fue debilitando con el paso de las semanas, y no sucedió nada
que perturbara la rutina habitual de nuestras vidas. Sin embargo, pude observar
un cambio en mi tío. Bebía más que nunca y estaba más insociable que de
costumbre.
Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, con la puerta cerrada
por dentro, pero a veces salía en una especie de frenesí alcohólico, y se lanzaba
fuera de la casa para recorrer el jardín con un revólver en la mano, gritando que
él no tenía miedo a nadie y que no se dejaría acorralar, como oveja en el redil, ni
por hombres ni por diablos, Sin embargo, cuando se le pasaban los ataques,
corría precipitadamente a la puerta, cerrándola y atrancándola, como quien ya
no puede hacer frente a un terror que surge de las raíces mismas de su alma. En
tales ocasiones he visto su rostro, incluso en días fríos, tan cubierto de sudor
como si acabara de sacarlo del agua.
»Pues bien, para acabar con esto, señor Holmes, y no abusar de su
paciencia, llegó una noche en la que hizo una de aquellas salidas de borracho y
no regresó.
Cuando salimos a buscarlo, lo encontramos tendido boca abajo en un
pequeño estanque cubierto de espuma verde que hay al extremo del jardín. No
presentaba señales de violencia, y el agua sólo tenía dos palmos de profundidad,
de manera que el jurado, teniendo en cuenta su fama de excéntrico, emitió un
veredicto de suicidio. Pero yo, que sabía cómo se rebelaba ante el mero
pensamiento de la muerte, tuve muchas dificultades para convencerme de que
había salido deliberadamente a buscarla. No obstante, el asunto quedó
definitivamente zanjado, y mi padre entró en posesión de la finca y de unas
catorce mil libras que mi tío tenía en el banco.
—Un momento —le interrumpió Holmes—. Ya puedo anticipar que su
declaración va a ser una de las más notables que jamás he escuchado. Déjeme
anotar la fecha en que su tío recibió la carta y la fecha de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. La
muerte ocurrió siete semanas después, la noche del dos de mayo.
—Gracias. Continúe, por favor.
—Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, por indicación
mía, llevó a cabo una minuciosa inspección del ático que siempre había
permanecido cerrado. Encontramos al í la caja de latón, aunque su contenido
había sido destruido. En el interior de la tapa había una etiqueta de papel, con
las iniciales K.
K. K., repetidas una vez más, y las palabras «Cartas, informes, recibos y
registro» escritas debajo. Suponemos que esto indicaba la naturaleza de los
papeles que había destruido el coronel Openshaw. Por lo demás, no había en el
ático nada de mayor importancia, aparte de muchísimos papeles revueltos y
cuadernos con anotaciones de la vida de mi tío en América. Algunos eran de la
época de la guerra, y demostraban que había cumplido bien con su deber, y que
había ganado fama de soldado valeroso. Otros llevaban fecha del período de
reconstrucción de los estados del sur, y trataban principalmente de política,
resultando evidente que había participado de manera destacada en la oposición
a los políticos especuladores que habían llegado del norte.
»Pues bien, a principios del ochenta y cuatro mi padre se trasladó a vivir a
Horsham, y todo fue muy bien hasta enero del ochenta y cinco. Cuatro días
después de Año Nuevo, oí a mi padre lanzar un fuerte grito de sorpresa cuando
nos disponíamos a desayunar. Allí estaba sentado, con un sobre recién abierto
en una mano y cinco semillas de naranja secas en la palma extendida de la otra.
Siempre se había reído de lo que él llamaba mi disparatada historia sobre el
coronel, pero ahora que a él le sucedía lo mismo se le veía muy asustado y
desconcertado.
»—Caramba, ¿qué demonios quiere decir esto, John? —tartamudeó.
»A mí se me había vuelto de plomo el corazón.
»—¡Es el K. K. K.! —dije.
»Mi padre miró el interior del sobre.
»—¡Eso mismo! —exclamó—. Aquí están las letras. Pero ¿qué es lo que hay
escrito encima?
»—«Deja los papeles en el reloj de sol» —leí, mirando por encima de su
hombro.
»—¿Qué papeles? ¿Qué reloj de sol?
»—El reloj de sol del jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los papeles deben
ser los que el tío destruyó.
»—¡Bah! —dijo él, echando mano a todo su valor—. Aquí estamos en un
país civilizado, y no aceptamos esta clase de estupideces. ¿De dónde viene este
sobre?
»—De Dundee —respondí, mirando el matasellos.
»—Una broma de mal gusto —dijo él—. ¿Qué tengo yo que ver con relojes
de sol y papeles? No pienso hacer caso de esta tontería.
»—Yo, desde luego, hablaría con la policía —dije.
»—Para que se rían de mí por haberme asustado. De eso, nada.
»—Pues deja que lo haga yo.
»—No, te lo prohíbo. No pienso armar un alboroto por semejante idiotez.
»De nada me valió discutir con él, pues siempre fue muy obstinado. Sin
embargo, a mí se me llenó el corazón de malos presagios.
»El tercer día después de la llegada de la carta, mi padre se marchó de casa
para visitar a un viejo amigo suyo, el mayor Freebody, que está al mando de uno
de los cuarteles de Portsdown Hill. Me alegré de que se fuera, porque me parecía
que cuanto más se alejara de la casa, más se alejaría del peligro. Pero en esto me
equivoqué. Al segundo día de su ausencia, recibí un telegrama del mayor,
rogándome que acudiera cuanto antes. Mi padre había caído en uno de los
profundos pozos de cal que abundan en la zona, y se encontraba en coma, con el
cráneo roto. Acudí a toda prisa, pero expiró sin recuperar el conocimiento.
Según parece, regresaba de Fareham al atardecer, y como no conocía la región y
el pozo estaba sin vallar, el jurado no vaciló en emitir un veredicto de «muerte
por causas accidentales». Por muy cuidadosamente que examiné todos los
hechos relacionados con su muerte, fui incapaz de encontrar nada que sugiriera
la idea de asesinato. No había señales de violencia, ni huellas de pisadas, ni
robo, ni se habían visto desconocidos por los caminos. Y sin embargo, no
necesito decirles que no me quedé tranquilo, ni mucho menos, y que estaba casi
convencido de que había sido víctima de algún siniestro complot.
»De esta manera tan macabra entré en posesión de mi herencia. Se
preguntará usted por qué no me deshice de ella. La respuesta es que estaba
convencido de que nuestros apuros se derivaban de algún episodio de la vida de
mi tío, y que el peligro sería tan apremiante en una casa como en otra.
»Mi pobre padre halló su fin en enero del ochenta y cinco, y desde
entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante este tiempo, he
vivido feliz en Horsham y había comenzado a albergar esperanzas de que la
maldición se hubiera alejado de la familia, habiéndose extinguido con la
anterior generación. Sin embargo, había empezado a sentirme tranquilo
demasiado pronto. Ayer por la mañana cayó el golpe, exactamente de la misma
forma en que cayó sobre mi padre.
El joven sacó de su chaleco un sobre arrugado y, volcándolo sobre la mesa,
dejó caer cinco pequeñas semillas de naranja secas.
—Éste es el sobre —prosiguió—. El matasellos es de Londres, sector Este.
Dentro están las mismas palabras que aparecían en el mensaje que recibió
mi padre: «K. K. K.», y luego «Deja los papeles en el reloj de sol».
—¿Y qué ha hecho usted? —preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A decir verdad —hundió la cabeza entre sus blancas y delgadas manos—,
me sentí indefenso. Me sentí como uno de esos pobres conejos cuando la
serpiente avanza reptando hacia él. Me parece estar en las garras de algún mal
irresistible e inexorable, del que ninguna precaución puede salvarme.
—Tch, tch —exclamó Sherlock Holmes—. Tiene usted que actuar, hombre,
o está perdido. Sólo la energía le puede salvar. No es momento para entregarse a
la desesperación.
—He acudido a la policía.
—¿Ah, sí?
—Pero escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy convencido de que el
inspector ha llegado a la conclusión de que lo de las cartas es una broma, y que
las muertes de mis parientes fueron simples accidentes, como dictaminó el
jurado, y no guardan relación con los mensajes.
Holmes agitó en el aire los puños cerrados.
—¡Qué increíble imbecilidad! —exclamó.
—Sin embargo, me han asignado un agente, que puede permanecer en la
casa conmigo.
—¿Ha venido con usted esta noche?
—No, sus órdenes son permanecer en la casa. Holmes volvió a gesticular
en el aire.
—¿Por qué ha acudido usted a mí? —preguntó—. Y sobre todo: ¿por qué no
vino inmediatamente?
—No sabía nada de usted. Hasta hoy, que le hablé al mayor Prendergast de
mi problema, y él me aconsejó que acudiera a usted.
—Lo cierto es que han pasado dos días desde que recibió usted la carta.
Deberíamos habernos puesto en acción antes. Supongo que no tiene usted
más datos que los que ha expuesto... ningún detalle sugerente que pudiera
sernos de utilidad.
—Hay una cosa —dijo John Openshaw. Rebuscó en el bolsillo de la
chaqueta y sacó un trozo de papel azulado y descolorido, que extendió sobre la
mesa, diciendo—: Creo recordar vagamente que el día en que mi tío quemó los
papeles, me pareció observar que los bordes sin quemar que quedaban entre las
cenizas eran de este mismo color. Encontré esta hoja en el suelo de su
habitación, y me inclino a pensar que puede tratarse de uno de aquel os papeles,
que posiblemente se cayó de entre los otros y de este modo escapó de la
destrucción. Aparte de que en él se mencionan las semillas, no creo que nos
ayude mucho. Yo opino que se trata de una página de un diario privado. La letra
es, sin lugar a dudas, de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara y los dos nos inclinamos sobre la hoja
de papel, cuyo borde rasgado indicaba que, efectivamente, había sido arrancada
de un cuaderno. El encabezamiento decía «Marzo de 1869», y debajo se leían las
siguientes y enigmáticas anotaciones:
«4. Vino Hudson. Lo mismo de siempre.
7. Enviadas semillas a McCauley, Paramore y Swain de St. Augustine.
9. McCauley se largó.
10. John Swain se largó.
11. Visita a Paramore. Todo va bien.»
—Gracias —dijo Holmes, doblando el papel y devolviéndoselo a nuestro
visitante—. Y ahora, no debe usted perder un instante, por nada del mundo. No
podemos perder tiempo ni para discutir lo que me acaba de contar. Tiene que
volver a casa inmediatamente y ponerse en acción.
—¿Y qué debo hacer?
—Sólo puede hacer una cosa. Y tiene que hacerla de inmediato. Tiene que
meter esta hoja de papel que nos ha enseñado en la caja de latón que antes ha
descrito. Debe incluir una nota explicando que todos los demás papeles los
quemó su tío, y que éste es el único que queda. Debe expresarlo de una forma
que resulte convincente. Una vez hecho esto, ponga la caja encima del reloj de
sol, tal como le han indicado. ¿Ha comprendido?
—Perfectamente.
—Por el momento, no piense en venganzas ni en nada por el estilo. Creo
que eso podremos lograrlo por medio de la ley; pero antes tenemos que tejer
nuestra red, mientras que la de ellos ya está tejida. Lo primero en lo que hay que
pensar es en alejar el peligro inminente que le amenaza. Lo segundo, en resolver
el misterio y castigar a los culpables.
—Muchas gracias —dijo el joven, levantándose y poniéndose el
impermeable—. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Le aseguro que haré
lo que usted dice.
—No pierda un instante. Y sobre todo, tenga cuidado mientras tanto,
porque no me cabe ninguna duda de que corre usted un peligro real e
inminente. ¿Cómo piensa volver?
—En tren, desde Waterloo.
—Aún no son las nueve. Las calles estarán llenas de gente, así que confío
en que estará usted a salvo. Sin embargo, toda precaución es poca.
—Voy armado.
—Eso está muy bien. Mañana me pondré a trabajar en su caso.
—Entonces, ¿le veré en Horsham?
—No, su secreto se oculta en Londres. Es aquí donde lo buscaré.
—Entonces vendré yo a verle dentro de uno o dos días y le traeré noticias
de la caja y los papeles. Seguiré su consejo al pie de la letra.
Nos estrechó las manos y se marchó. Fuera, el viento seguía rugiendo y la
lluvia golpeaba y salpicaba en las ventanas. Aquella extraña y disparatada
historia parecía habernos llegado arrastrada por los elementos enfurecidos,
como si la tempestad nos hubiera arrojado a la cara un manojo de algas. Y ahora
parecía que los elementos se la habían tragado de nuevo.
Sherlock Holmes permaneció un buen rato sentado en silencio, con la
cabeza inclinada hacia adelante y los ojos clavados en el rojo resplandor del
fuego. Luego encendió su pipa y, echándose hacia atrás en su asiento, se quedó
contemplando los anillos de humo azulado que se perseguían unos a otros hasta
el techo.
—Creo, Watson, que entre todos nuestros casos no ha habido ninguno más
fantástico que éste —dijo por fin. —Exceptuando, tal vez, el del Signo de los
Cuatro.
—Bueno, sí. Exceptuando, tal vez, ése. Aun así, me parece que este John
Openshaw se enfrenta a mayores peligros que los Sholto.
—¿Pero es que ya ha sacado una conclusión concreta acerca de la
naturaleza de dichos peligros? —pregunté.
—No existe duda alguna sobre su naturaleza —respondió.
—¿Cuáles son, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué persigue a esta
desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos y colocó los codos sobre los brazos de su
butaca, juntando las puntas de los dedos.
—El razonador ideal —comentó—, cuando se le ha mostrado un solo hecho
en todas sus implicaciones, debería deducir de él no sólo toda la cadena de
acontecimientos que condujeron al hecho, sino también todos los resultados que
se derivan del mismo. Así como Cuvier podía describir correctamente un animal
con sólo examinar un único hueso, el observador que ha comprendido a la
perfección un eslabón de una serie de incidentes debería ser capaz de enumerar
correctamente todos los demás, tanto anteriores como posteriores. Aún no
tenemos conciencia de los resultados que se pueden obtener tan sólo mediante
la razón. Se pueden resolver en el estudio problemas que han derrotado a todos
los que han buscado la solución con la ayuda de los sentidos. Sin embargo, para
llevar este arte a sus niveles más altos, es necesario que el razonador sepa
utilizar todos los datos que han llegado a su conocimiento, y esto implica, como
fácilmente comprenderá usted, poseer un conocimiento total, cosa muy poco
corriente, aun en estos tiempos de libertad educativa y enciclopedias. Sin
embargo, no es imposible que un hombre posea todos los conocimientos que
pueden resultarles útiles en su trabajo, y esto es lo que yo he procurado hacer en
mi caso. Si no recuerdo mal, en los primeros tiempos de nuestra amistad, usted
definió en una ocasión mis límites de un modo muy preciso.
—Sí —respondí, echándome a reír—. Era un documento muy curioso.
Recuerdo que en filosofía, astronomía y política, le puse un cero. En
botánica, irregular; en geología, conocimientos profundos en lo que respecta a
manchas de barro de cualquier zona en cincuenta millas a la redonda de
Londres. En química, excéntrico; en anatomía, poco sistemático; en literatura,
sensacionalista, y en historia del crimen, único. Violinista, boxeador, esgrimista,
abogado y autoenvenenador a base de cocaína y tabaco. Creo que ésos eran los
aspectos principales de mi análisis.
Holmes sonrió al escuchar el último apartado.
—Muy bien —dijo—. Digo ahora, como dije entonces, que uno debe
amueblar el pequeño ático de su cerebro con todo lo que es probable que vaya a
utilizar, y que el resto puede dejarlo guardado en el desván de la biblioteca, de
donde puede sacarlo si lo necesita. Ahora bien, para un caso como el que nos
han planteado esta noche es evidente que tenemos que poner en juego todos
nuestros recursos. Haga el favor de pasarme la letra K de la Enciclopedia
americana que hay en ese estante junto a usted. Gracias. Ahora, consideremos la
situación y veamos lo que se puede deducir de ella. En primer lugar, podemos
comenzar por la suposición de que el coronel Openshaw tenía muy buenas
razones para marcharse de América. Los hombres de su edad no cambian de
golpe todas sus costumbres, ni abandonan de buena gana el clima delicioso de
Florida por una vida solitaria en un pueblecito inglés. Una vez en Inglaterra, su
extremado apego a la soledad sugiere la idea de que tenía miedo de alguien o de
algo, así que podemos adoptar como hipótesis de trabajo que fue el miedo a
alguien o a algo lo que le hizo salir de América. ¿Qué era lo que temía? Eso sólo
podemos deducirlo de las misteriosas cartas que recibieron él y sus herederos.
¿Recuerda usted de dónde eran los matasellos de esas cartas?
—El primero era de Pondicherry, el segundo de Dundee, y el tercero de
Londres.
—Del este de Londres. ¿Qué deduce usted de eso?
—Todos son puertos de mar. El que escribió las cartas estaba a bordo de un
barco.
—Excelente. Ya tenemos una pista. No cabe duda de que es probable, muy
probable, que el remitente se encontrara a bordo de un barco. Y ahora,
consideremos otro aspecto. En el caso de Pondicherry, transcurrieron siete
semanas entre la amenaza y su ejecución; en el de Dundee, sólo tres o cuatro
días.
¿Qué le sugiere eso?
—La distancia a recorrer era mayor.
—Pero también la carta venía de más lejos.
—Entonces, no lo entiendo.
—Existe, por lo menos, una posibilidad de que el barco en el que va
nuestro hombre, u hombres, sea un barco de vela. Parece como si siempre
enviaran su curioso aviso o prenda por delante de ellos, cuando salían a cumplir
su misión. Ya ve el poco tiempo transcurrido entre el crimen y la advertencia
cuando ésta vino de Dundee. Si hubieran venido de Pondicherry en un vapor,
habrían llegado al mismo tiempo que la carta. Y sin embargo, transcurrieron
siete semanas. Creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el
vapor que trajo la carta y el velero que trajo al remitente.
—Es posible.
—Más que eso: es probable. Y ahora comprenderá usted la urgencia mortal
de este nuevo caso y por qué insistí en que el joven Openshaw tomara
precauciones.
El golpe siempre se ha producido al cabo del tiempo necesario para que los
remitentes recorran la distancia. Pero esta vez la carta viene de Londres, y por lo
tanto no podemos contar con ningún retraso.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué puede significar esta implacable
persecución?
—Es evidente que los papeles que Openshaw conservaba tienen una
importancia vital para la persona o personas que viajan en el velero. Creo que
está muy claro que deben ser más de uno. Un hombre solo no habría podido
cometer dos asesinatos de manera que engañasen a un jurado de instrucción.
Deben ser varios, y tienen que ser gente decidida y de muchos recursos. Están
dispuestos a hacerse con esos papeles, sea quien sea el que los tenga en su
poder. Así que, como ve, K. K. K. ya no son las iniciales de un individuo, sino las
siglas de una organización.
—¿Pero de qué organización?
—¿Nunca ha oído usted... —Sherlock Holmes se echó hacia adelante y bajó
la voz— ...nunca ha oído usted hablar del Ku Klux Klan?
—Nunca.
Holmes pasó las hojas del libro que tenía sobre las rodillas.
—Aquí está —dijo por fin—. «Ku Klux Klan: Palabra que se deriva del
sonido producido al amartillar un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue
fundada en los estados del sur por excombatientes del ejército confederado
después de la guerra civil, y rápidamente fueron surgiendo agrupaciones locales
en diferentes partes del país, en especial en Tennessee, Louisiana, las Carolinas,
Georgia y Florida.
Empleaba la fuerza con fines políticos, sobre todo para aterrorizar a los
votantes negros y para asesinar o expulsar del país a los que se oponían a sus
ideas. Sus ataques solían ir precedidos de una advertencia que se enviaba ala
víctima, bajo alguna forma extravagante pero reconocible: en algunas partes, un
ramito de hojas de roble; en otras, semillas de melón o de naranja. Al recibir
aviso, la víctima podía elegir entre abjurar públicamente de su postura anterior
o huir del país. Si se atrevía a hacer frente a la amenaza, encontraba
indefectiblemente la muerte, por lo general de alguna manera extraña e
imprevista. La organización de la sociedad era tan perfecta, y sus métodos tan
sistemáticos, que prácticamente no se conoce ningún caso de que alguien se
enfrentara a ella y quedara impune, ni de que se llegara a identificar a los
autores de ninguna de las agresiones. La organización funcionó activamente
durante algunos años, a pesar de los esfuerzos del gobierno de los Estados
Unidos y de amplios sectores de la comunidad sureña. Pero en el año 1869
el movimiento se extinguió de golpe, aunque desde entonces se han
producido algunos resurgimientos esporádicos de prácticas similares.»
—Se habrá dado cuenta —dijo Holmes, dejando el libro— de que la
repentina disolución de la sociedad coincidió con la desaparición de Openshaw,
que se marchó de América con sus papeles. Podría existir una relación de causa
y efecto.
No es de extrañar que él y su familia se vean acosados por agentes
implacables.
Como comprenderá, esos registros y diarios podrían implicar a algunos de
los personajes más destacados del sur, y puede que muchos de el os no duerman
tranquilos hasta que sean recuperados.
—Entonces, la página que hemos visto...
—Es lo que parecía. Si no recuerdo mal, decía: «Enviadas semillas a A, B y
C». Es decir, la sociedad les envió su aviso. Luego, en sucesivas anotaciones se
dice que A y B se largaron, supongo que de la región, y por último que C recibió
una visita, me temo que con consecuencias funestas para el tal C. Bien, doctor,
creo que podemos arrojar un poco de luz sobre estas tinieblas, y creo que la
única oportunidad que tiene el joven Openshaw mientras tanto es hacer lo que
le he dicho.
Por esta noche, no podemos hacer ni decir más, así que páseme mi violín y
procuremos olvidar durante media hora el mal tiempo y las acciones, aun
peores, de nuestros semejantes.
La mañana amaneció despejada, y el sol brillaba con una luminosidad
atenuada por la neblina que envuelve la gran ciudad. Sherlock Holmes ya estaba
desayunando cuando yo bajé.
—Perdone que no le haya esperado —dijo—. Presiento que hoy voy a estar
muy atareado con este asunto del joven Openshaw.
—¿Qué pasos piensa dar? —pregunté.
—Dependerá más que nada del resultado de mis primeras averiguaciones.
Puede que, después de todo, tenga que ir a Horsham.
—¿Es que no piensa empezar por allí?
—No, empezaré por la City. Toque la campanilla y la doncella le traerá el
café.
Mientras aguardaba, cogí de la mesa el periódico, aún sin abrir, y le eché
una ojeada. Mi mirada se clavó en unos titulares que me helaron el corazón.
—Holmes —exclamé—. Ya es demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando su taza en la mesa—. Me lo temía. ¿Cómo ha
sido? —hablaba con tranquilidad, pero pude darme cuenta de que estaba
profundamente afectado.
—Acabo de tropezarme con el nombre de Openshaw y el titular «Tragedia
junto al puente de Waterloo». Aquí está la crónica: «Entre las nueve y las diez
de la pasada noche, el agente de policía Cook, de la división H, de servicio en las
proximidades del puente de Waterloo, oyó un grito que pedía socorro y un
chapoteo en el agua. Sin embargo, la noche era sumamente oscura y
tormentosa, por lo que, a pesar de la ayuda de varios transeúntes, resultó
imposible efectuar el rescate. No obstante, se dio la alarma y, con la ayuda de la
policía fluvial, se consiguió por fin recuperar el cuerpo, que resultó ser el de un
joven cabal ero cuyo nombre, según se deduce de un sobre que llevaba en el
bolsillo, era John Openshaw, y que residía cerca de Horsham. Se supone que
debía ir corriendo para tomar el último tren de la estación de Waterloo, y que
debido a las prisas y la oscuridad reinante, se salió del camino y cayó por el
borde de uno de los pequeños embarcaderos para los barcos fluviales. El cuerpo
no presenta señales de violencia, y parece fuera de dudas que el fallecido fue
víctima de un desdichado accidente, que debería servir para llamar la atención
de nuestras autoridades acerca del estado en que se encuentran los
embarcaderos del río.»
Permanecimos sentados en silencio durante unos minutos, y jamás había
visto a Holmes tan alterado y deprimido como entonces.
—Esto hiere mi orgullo, Watson —dijo por fin—. Ya sé que es un
sentimiento mezquino, pero hiere mi orgullo. Esto se ha convertido en un
asunto personal y, si Dios me da salud, le echaré el guante a esa cuadrilla.
¡Pensar que acudió a mí en busca de ayuda y que yo lo envié a la muerte! —se
levantó de un salto y empezó a dar zancadas por la habitación, presa de una
agitación incontrolable, con sus enjutas mejillas cubiertas de rubor y sin dejar
de abrir y cerrar nerviosamente sus largas y delgadas manos—. Tienen que ser
astutos como demonios —exclamó al fin— ¿Cómo se las arreglaron para
desviarle hasta al í? El embarcadero no está en el camino directo a la estación.
No cabe duda de que el puente, a pesar de la noche que hacía, debía estar
demasiado lleno de gente para sus propósitos. Bueno, Watson, ya veremos
quién vence a la larga. ¡Voy a salir!
—¿A ver a la policía?
—No, yo seré mi propia policía. Cuando yo haya tendido mi red, podrán
hacerse cargo de las moscas, pero no antes. Pasé todo el día dedicado a mis
tareas profesionales, y no regresé a Baker Street hasta bien entrada la noche.
Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran casi las diez cuando llegó, con
aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de pan de la
hogaza y lo devoró ávidamente, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Viene usted hambriento —comenté.
—Muerto de hambre. Se me olvidó comer. No había tomado nada desde el
desayuno.
—¿Nada?
—Ni un bocado. No he tenido tiempo de pensar en ello.
—¿Y qué tal le ha ido?
—Bien.
—¿Tiene usted una pista?
—Los tengo en la palma de la mano. La muerte del joven Openshaw no
quedará sin venganza. Escuche, Watson, vamos a marcarlos con su propia
marca diabólica. ¿Qué le parece la idea?
—¿A qué se refiere?
Tomó del aparador una naranja, la hizo pedazos y exprimió las semillas
sobre la mesa. Cogió cinco de ellas y las metió en un sobre. En la parte interior
de la solapa escribió «De S. H. a J. C.». Luego lo cerró y escribió la dirección:
«Capitán Calhoun, Barco Lone Star, Savannah, Georgia».
—Le estará esperando cuando llegue a puerto —dijo riendo por lo bajo—.
Eso le quitará el sueño por la noche. Será un anuncio de lo que le espera, tan
seguro como lo fue para Openshaw.
—¿Y quién es este capitán Calhoun?
—El jefe de la banda. Cogeré a los otros, pero primero él.
—¿Cómo lo ha localizado?
Sacó de su bolsillo un gran pliego de papel, completamente cubierto de
fechas y nombres.
—He pasado todo el día —explicó— en los registros de Lloyd's examinando
periódicos atrasados, y siguiendo las andanzas de todos los barcos que atracaron
en Pondicherry en enero y febrero del ochenta y tres. Había treinta y seis barcos
de buen tonelaje que pasaron por allí durante esos meses. Uno de el os, el Lone
Star, me llamó inmediatamente la atención, porque, aunque figuraba como
procedente de Londres, el nombre, «Estrella Solitaria», es el mismo que se
aplica a uno de los estados de la Unión.
—Texas, creo.
—No sé muy bien cuál; pero estaba seguro de que el barco era de origen
norteamericano.
—Y después, ¿qué?
—Busqué en los registros de Dundee, y cuando comprobé que el Lone
Star había estado allí en enero del ochenta y cinco, mi sospecha se convirtió en
certeza.
Pregunté entonces qué barcos estaban atracados ahora mismo en el puerto
de Londres.
—¿Y...?
—El Lone Star había llegado la semana pasada. Me fui hasta el muelle
Albert y descubrí que había zarpado con la marea de esta mañana, rumbo a su
puerto de origen, Savannah. Telegrafié a Gravesend y me dijeron que había
pasado por allí hacía un buen rato. Como sopla viento del este, no me cabe duda
de que ahora debe haber dejado atrás los Goodwins y no andará lejos de la isla
de Wight.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Oh, ya les tengo puesta la mano encima. Me he enterado de que él y los
dos contramaestres son los únicos norteamericanos que hay a bordo. Los demás
son finlandeses y alemanes.
También he sabido que los tres pasaron la noche fuera del barco. Me lo
contó el estibador que estuvo subiendo su cargamento. Para cuando el velero
llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y el telégrafo habrá
informado a la policía de Savannah de que esos tres cabal eros son reclamados
aquí para responder de una acusación de asesinato.
Sin embargo, siempre existe una grieta hasta en el mejor trazado de los
planes humanos, y los asesinos de John Openshaw no recibirían nunca las
semillas de naranja que les habrían anunciado que otra persona, tan astuta y
decidida como el os, les iba siguiendo la pista. Las tormentas equinocciales de
aquel año fueron muy prolongadas y violentas. Durante semanas, esperamos
noticias del Lone Star de Savannah, pero no nos llegó ninguna. Por fin nos
enteramos de que en algún punto del Atlántico se había avistado el codaste
destrozado de una lancha, zarandeado por las olas, que llevaba grabadas las
letras «L. S.», y eso es todo lo más que llegaremos nunca a saber acerca del
destino final del Lone Star.
6. El hombre del labio retorcido
Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, D. D., director del
Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo
entendido, adquirió el hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante:
habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus
ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láudano con la intención
de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros,
que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos
años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a
sus amigos y familiares. Todavía me parece que lo estoy viendo, con la cara
amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito,
encogido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen
hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta,
aproximadamente a la hora en que uno da el primer bostezo y echa una mirada
al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y
puso una ligera expresión de desencanto.
—¡Un paciente! —dijo—. Vas a tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa después de un día muy
fatigoso.
Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos
pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro
cuarto, y una dama vestida de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
—Perdonen ustedes que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo
momento, perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo
sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a l orar sobre su hombro—
. ¡Ay, tengo un problema tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me
ayude!
—¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué
susto me has dado, Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.
—No sabía qué hacer, así que me vine derecho a verte. Siempre pasaba lo
mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la
luz de un faro. —Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino
con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿0 prefieres que mande a
james a la cama?
—Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de
Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí
como doctor, a mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La
consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su
marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que
últimamente, cuando le daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio
situado en el extremo oriental de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían
pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al
caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho
horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando
el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le
podía encontrar en «El Lingote de Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué
podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en
semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de
resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta al í? Sin embargo, pensándolo
bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y,
como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo.
Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de
verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor
cuarto de estar, y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este,
con lo que entonces me parecía una extraña misión, aunque sólo el futuro me
iba a demostrar lo extraña que era en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi
aventura. Upper Swandam Lane es una callejuela miserable, oculta detrás de los
altos muelles que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de
Londres. Entre una tienda de ropa usada y un establecimiento de ginebra
encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera
que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al
cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso
incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite
colocada encima de la puerta, encontré el picaporte y penetré en una habitación
larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del
opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de
un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos
cuerpos, tumbados en posturas extrañas y fantásticas, con los hombros
encorvados, las rodillas dobladas, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón
apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en
el recién llegado.
Entre las sombras negras brillaban circulitos de luz, encendiéndose y
apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las
pipas metálicas.
La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban
para sí mismos, y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su
conversación surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio,
mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar
atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un
pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en
el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños
y los codos en las rodillas, mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con
una pipa y una porción de droga, indicándome una litera libre.
—Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el
señor Isa Whitney, y quiero hablar con él. Hubo un movimiento y una
exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney,
pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.
—¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado
lamentable, con todos sus nervios presa de temblores—. Oiga, Watson, ¿qué
hora es?
—Casi las once.
—¿De qué día?
—Del viernes, diecinueve de junio.
—¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone
usted asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a
sollozar en tono muy agudo.
—Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole.
¡Debería estar avergonzado de sí mismo!
—Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas...
tres pipas, cuatro pipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha
traído usted un coche?
—Sí, tengo uno esperando.
—Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo,
Watson. Me encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de durmientes,
conteniendo la respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de
la droga, y busqué al encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba
junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz
muy baja susurró: «Siga adelante y luego vuélvase a mirarme». Las palabras
sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía
haberlas pronunciado el anciano que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba
sentado tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la
edad, con una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la
hubieran dejado caer de puro relajamiento. Avancé dos pasos y me volvía mirar.
Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El
anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura
se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido, los ojos apagados habían
recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi
sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero
gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro
hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una senilidad decrépita y
babeante.
—¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro?
—Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si
tuviera usted la inmensa amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo,
me alegraría muchísimo tener una pequeña conversación con usted.
—Tengo un coche fuera.
—Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque
parece demasiado hecho polvo como para meterse en ningún lío. Le recomiendo
también que, por medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole
que ha unido su suerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco
minutos.
Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque
siempre eran extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo
más señorial.
De todas maneras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi
misión había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía
desear nada mejor que acompañar a mi amigo en una de aquellas insólitas
aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos
para escribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle
partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del
fumadero de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes.
Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el
paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor,
enderezó el cuerpo y estalló en una alegre carcajada.
—Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el
fumar opio a las inyecciones de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las
que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa.
—Desde luego, me sorprendió encontrarlo al í.
—No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted.
—Yo vine en busca de un amigo.
—Y yo, en busca de un enemigo.
—¿Un enemigo?
—Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis
presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una
interesantísima investigación, y tenía la esperanza de descubrir alguna pista
entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me ha sucedido otras
veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni la
tarifa de una hora, porque ya lo he utilizado antes para mis propios fines, y el
bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado
vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edificio, cerca de la
esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas
sobre lo que pasa a través de ella las noches sin luna.
—¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!
—Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada
pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más
perversa de toda la ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en
ella para no volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los
dos dedos índices en la boca y lanzó un penetrante silbido, una señal que fue
respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el
traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de cabal o.
—Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo,
salía de la oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus
faroles laterales—, ¿viene usted conmigo o no?
—Si puedo ser de alguna utilidad...
—Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más
aún.
Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas.
—¿Los Cedros?
—Sí, así se l ama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras
llevo a cabo la investigación.
—¿Y dónde está?
—En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
—Pero estoy completamente a oscuras.
—Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy
bien, John, ya no le necesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga a buscarme
mañana a eso de las once. Suelte las riendas y hasta mañana.
Tocó al cabal o con el látigo y salimos disparados a través de la
interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron
ensanchando hasta que cruzamos a toda velocidad un amplio puente con
balaustrada, mientras las turbias aguas del río se deslizaban perezosamente por
debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa desolación de ladrillo y
cemento envuelta en un completo silencio, roto tan sólo por las pisadas fuertes y
acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo
rezagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba lentamente a través del
cielo, y una o dos estrellas brillaban débilmente entre las rendijas de las nubes.
Holmes conducía en silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la
apariencia de encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a
su lado, me consumía de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva
investigación que parecía estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo
cual no me atrevía a entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevábamos
recorridas varias mil as, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias
suburbanas, cuando Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su
pipa con el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
—Watson, posee usted el don inapreciable de saber guardar silencio —
dijo—.
Eso le convierte en un compañero de valor incalculable. Le aseguro que me
viene muy bien tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son
demasiado agradables. Me estaba preguntando qué le voy a decir a esta pobre
mujer cuando salga esta noche a recibirme a la puerta.
—Olvida usted que no sé nada del asunto.
—Tengo el tiempo justo de contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece
un caso ridículamente sencillo y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar
nada. Hay mucha madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien,
Watson, voy a exponerle el caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver
una chispa de luz donde para mí todo son tinieblas.
—Adelante, pues.
—Hace unos años... concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y
cuatro, llegó a Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener
dinero en abundancia. Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con
muy buen gusto y, en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo
amistades entre el vecindario, y en mil ochocientos ochenta y siete se casó con la
hija de un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en
nada concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía todos los días a
Londres por la mañana, regresando por la tarde en el tren de las cinco catorce
desde Cannon Street. El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad,
es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre cariñoso, y apreciado
por todos los que le conocen.
Podríamos añadir que sus deudas actuales, hasta donde hemos podido
averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras y diez chelines, y que su
cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank, arroja un saldo favorable de
doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón para suponer que sean
problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más
temprano que de costumbre, comentando antes de salir que tenía que realizar
dos importantes gestiones, y que al volver le traería al niño pequeño un juego de
construcciones. Ahora bien, por pura casualidad, su esposa recibió un telegrama
ese mismo lunes, muy poco después de marcharse él, comunicándole que había
llegado un paquetito muy valioso que ella estaba esperando, y que podía
recogerlo en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce
usted Londres, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street,
que hace esquina con Upper Swandam Lane, donde me ha encontrado usted
esta noche. La señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algunas compras,
pasó por la oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las
cuatro treinta y cinco iba caminando por Swandam Lane camino de la estación.
¿Me sigue hasta ahora?
—Está muy claro.
—Quizá recuerde usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St.
Clair iba andando despacio, mirando por todas partes con la esperanza de
ver un coche de alquiler, porque no le gustaba el barrio en el que se encontraba.
Mientras bajaba de esta manera por Swandam Lane, oyó de repente un grito o
una exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido mirándola
desde la ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con
gestos. La ventana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según
ella parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos frenéticos con las manos y
después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció
que alguna fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detal e curioso
que llamó su femenina atención fue que, aunque llevaba puesta una especie de
chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía cuello ni corbata.
»Convencida de que algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —
pues la casa no era otra que el fumadero de opio en el que usted me ha
encontrado— y tras atravesar a toda velocidad la sala delantera, intentó subir
por las escaleras que llevan al primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió al
paso ese granuja de marinero del que le he hablado, que la obligó a retroceder y,
con la ayuda de un danés que le sirve de asistente, la echó a la calle a
empujones. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo
y, por una rara y afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios
policías y un inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y
dos hombres la acompañaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz
resistencia del propietario, se abrieron paso hasta la habitación en la que St.
Clair fue visto por última vez. No había ni rastro de él. De hecho, no
encontraron a nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de
aspecto repugnante. Tanto él como el propietario juraron insistentemente que
en toda la tarde no había entrado nadie en aquella habitación. Su negativa era
tan firme que el inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que
la señora St. Clair había visto visiones cuando ésta se abalanzó con un grito
sobre una cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa
violentamente, dejando caer una cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo
que él había prometido llevarle a su hijo.
»Este descubrimiento, y la evidente confusión que demostró el inválido,
convencieron al inspector de que se trataba de un asunto grave. Se registraron
minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un
crimen abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez
como sala de estar, y comunicaba con un pequeño dormitorio que da a la parte
posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una
estrecha franja que queda en seco durante la marea baja, pero que durante la
marea alta queda cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana
del dormitorio es bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se
encontraron manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera
se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación
delantera, se encontraron todas las ropas del señor Neville St. Clair, a excepción
de su chaqueta: sus zapatos, sus calcetines, su sombrero y su reloj... todo estaba
allí. No se veían señales de violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró
ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían que haberlo sacado por
la ventana, ya que no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas manchas de
sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a
nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la
tragedia.
»Y ahora, hablemos de los maleantes que parecen directamente implicados
en el asunto. Sabemos que el marinero es un tipo de pésimos antecedentes,
pero, según el relato de la señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a
los pocos segundos de la desaparición de su marido, por lo que difícilmente
puede haber desempeñado más que un papel secundario en el crimen. Se
defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de
las actividades de Hugh Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún
modo la presencia de las ropas del caballero desaparecido.
»Esto es lo que hay respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro
inválido que vive en la segunda planta del fumadero de opio y que, sin duda, fue
el último ser humano que puso sus ojos en el señor St. Clair. Se l ama Hugh
Boone, y todo el que va mucho por la City conoce su repugnante cara. Es
mendigo profesional, aunque para burlar los reglamentos policiales finge vender
cerillas. Puede que se haya fijado usted en que, bajando un poco por
Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un pequeño recodo en la pared.
Allí es donde se instala cada día ese engendro, con las piernas cruzadas y su
pequeño surtido de cerillas en el regazo.
Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de
caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él.
Más de una vez lo he estado observando, sin tener ni idea de que llegaría a
relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que
recoge en poco tiempo.
Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a
su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y
desfigurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retorcido el borde de
su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y muy
penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo, todo
ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños: También destaca
por su ingenio, pues siempre tiene a mano una respuesta para cualquier pul a
que puedan dirigirle los transeúntes. Éste es el hombre que, según acabamos de
saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al
cabal ero que andamos buscando.
—¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un
hombre en la flor de la vida?
—Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos,
parece tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su
experiencia médica le habrá enseñado que la debilidad en un miembro se
compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los demás.
—Por favor, continúe con su relato.
—La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la
policía la llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las
investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy
detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el
misterio.
Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así
dispuso de unos minutos para comunicarse con su compinche el marinero, pero
pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue detenido y registrado,
sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había
manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo
índice, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de
allí, añadiendo que poco antes había estado asomado a la ventana y que las
manchas observadas al í procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la
saciedad haber visto en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia
de las ropas en su habitación resultaba tan misteriosa para él como para la
policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber
visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo
llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba
en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían
encontrar. Lo que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St.
Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los
bolsillos?
—No tengo ni idea.
—No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de
peniques y medios peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques y
doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la
llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuerte remolino
entre el muelle y la casa. Parece bastante probable que la chaqueta se quedara al
í debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
—Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la
habitación. ¿Es que el cadáver iba vestido sólo con la chaqueta?
—No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo,
Boone, ha tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie.
¿Qué hace a continuación? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse
de las ropas delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le
ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el
alboroto al pie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, y puede que su
compinche el marinero le haya avisado ya de que la policía viene corriendo calle
arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto,
donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de
la chaqueta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La
tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos
apresurados en la planta baja, de manera que sólo le queda tiempo para cerrar
la ventana antes de que la policía aparezca.
—Desde luego, parece factible.
—Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor.
Como ya le he dicho, detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se le
pudo encontrar ningún antecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años
que era mendigo profesional, pero parece que llevaba una vida bastante
tranquila e inocente. Así están las cosas por el momento, y nos hallamos tan
lejos como al principio de la solución de las cuestiones pendientes: qué hacía
Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió al í, dónde está ahora y
qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Confieso que no recuerdo en
toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin
embargo, presentara tantas dificultades.
Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular
serie de acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran
ciudad, hasta que dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos
avanzando con un seto rural a cada lado del camino. Pero cuando terminó,
pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en cuyas ventanas aún
brillaban unas cuantas luces.
—Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve
carrera hemos pisado tres condados ingleses, partiendo de Middlesex, pasando
de refilón por Surrey y terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles?
Es Los Cedros, y detrás de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos
oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street?
—Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la
amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la
seguridad de que dará la bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener
que verla, Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So,
caballo, soo!
Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un
mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del cabal o y, tras descender del
coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba
a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y
rubia apareció en el marco, vestida con una especie de mousseline-de-soie, con
apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil,
con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a
medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado,
adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era
la estampa viviente misma de la incertidumbre.
—¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se
transformó en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se
encogía de hombros.
—¿No hay buenas noticias?
—No hay ninguna noticia.
—¿Tampoco malas?
—Tampoco.
—Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado
después de tan larga jornada.
—Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado
fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido
traérmelo e incorporarlo a esta investigación.
—Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calurosamente la
mano—. Estoy segura que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre,
teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.
—Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me
doy perfecta cuenta de que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si
puedo resultar de alguna ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
—Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora mientras entrábamos en
un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me
gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean
igualmente francas.
—Desde luego, señora.
—No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los
desmayos. Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció incómodo ante la pregunta. —¡Francamente! —
repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto,
mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mimbre.
—Pues, francamente, señora: no.
—¿Cree usted que ha muerto?
—Sí.
—¿Asesinado?
—No puedo asegurarlo. Es posible.
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es
posible que haya recibido hoy esta carta suya? Sherlock Holmes se levantó de un
salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué? —rugió.
—Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de
papel.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa,
acercó una lámpara y la examinó con detenimiento. Yo me había levantado de
mi sil a y miraba por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía
matasellos de
Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya
era mucho más de medianoche.
—¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de
su marido, señora.
—No, pero la de la carta sí que lo es.
—Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a
preguntar la dirección.
—¿Cómo puede saber eso?
—El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado
sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel
secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no
habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha
hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual sólo puede significar que
no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero
no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta.
¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!
—Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
—¿Y está usted segura de que ésta es la letra de su marido?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra
habitual, a pesar de lo cual la conozco bien. —«Querida, no te asustes. Todo
saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, que quizá tarde algún tiempo en
rectificar. Ten paciencia, Neville.» Escrito a lápiz en la guarda de un libro,
formato octavo, sin marca de agua. Echado al correo hoy en Gravesend, por un
hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco,
una persona que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ninguna duda de
que se trata de la letra de su esposo, señora? —Ninguna. Esto lo escribió Neville.
—Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las
nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
—Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.
—A menos que se trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una
pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber
quitado.
—¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!
—Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse
echado al correo hasta hoy.
—Eso es posible.
—De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto. —Ay, no me
desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe
entre nosotros una comunicación tan intensa que si le hubiera pasado algo
malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el
dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la
plena seguridad de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a
semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
—He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer
puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde
luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su
punto de vista.
Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone
en contacto con usted?
—No tengo ni idea. Es incomprensible.
—¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?
—No.
—Y a usted le sorprendió verlo en Swandan Lane.
—Mucho.
—¿Estaba abierta la ventana?
—Sí.
—Entonces, él podía haberla llamado.
—Podía, sí.
—Pero, según tengo entendido, sólo lanzó un grito inarticulado.
—En efecto.
—Que a usted le pareció una l amada de auxilio.
—Sí, porque agitaba las manos.
—Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla
de pronto a usted, podría haberle hecho levantar las manos.
—Es posible.
—Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.
—Como desapareció tan bruscamente...
—Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la
habitación.
—No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se
encontraba al pie de la escalera.
—En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus
ropas habituales?
—Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
—¿Había mencionado alguna vez Swandam Lane?
—Nunca.
—¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales detal es que quería
tener absolutamente claros. Ahora comeremos un poco y después nos
retiraremos, pues mañana es posible que tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con
dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba
fatigado por la noche de aventuras. Sin embargo, Sherlock Holmes era un
hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin resolver, podía pasar
días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos,
considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o
se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evidente que
se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el
chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación,
recogiendo almohadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos
construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas
cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de
cerillas. Pude verlo al í sentado a la luz mortecina de la lámpara, con una vieja
pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo del techo,
desprendiendo volutas de humo azulado, callado, inmóvil, con la luz cayendo
sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a
dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me despertó, y vi
que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el
humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la
habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la
noche anterior.
—¿Está despierto, Watson? —preguntó.
—Sí.
—¿Listo para una excursión matutina?
—Desde luego.
—Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme
el mozo de cuadras, y pronto tendremos preparado el coche.
Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un
hombre diferente del sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie
se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado
cuando Holmes regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el cabal
o.
—Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se
ponía las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más
completos idiotas de toda Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí
a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la clave del asunto.
—¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo.
—En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromeando —continuó,
al ver mi gesto de incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo
dentro de esta maleta Gladstone. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en
la cerradura.
Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El
coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio
vestir aguardando delante. Subimos al vehículo y salimos disparados por la
carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban verduras a
la capital, pero las hileras de casas de los lados estaban tan silenciosas e inertes
como una ciudad de ensueño.
—En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes,
azuzando al caballo para ponerlo al galope—. Confieso que he estado más ciego
que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio
dormidos a la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de
Surrey. Bajamos por Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda
velocidad por Wellington Street, para al í torcer bruscamente a la derecha y
llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía,
y los dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del
caballo, mientras el otro nos hacía entrar.
—¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes.
—El inspector Bradstreet, señor.
—Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había
surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con
alamares—. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
—Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un
teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
—Se trata de ese mendigo, el que está acusado de participar en la
desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee.
—Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.
—Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
—En los calabozos.
—¿Está tranquilo?
—No causa problemas. Pero cuidado que es guarro.
—¿Guarro?
—Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la
tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá
que bañarse periódicamente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de
acuerdo conmigo en que lo necesita.
—Me gustaría muchísimo verlo.
—¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
—No, prefiero llevarla.
—Como quiera. Vengan por aquí, por favor —nos guió por un pasillo, abrió
una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una
galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.
—La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —
abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al
interior—.
Está dormido —dijo—. Podrán verle perfectamente.
Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado
con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando
lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente,
como correspondía a su oficio, con una camisa de colores que asomaba por los
rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba
sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva
fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a
la barbilla, y al contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto
tres dientes en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le
caían sobre los ojos y la frente.
—Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que
podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —
mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de
ella una enorme esponja de baño.
—¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rió el inspector.
—Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado
esta puerta, no tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más
respetable.
—Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los
calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la
celda.
El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo
sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con
fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
—Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de
Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejante. El rostro del
hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció
su repugnante color pardusco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo
cruzaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los
desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó,
sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto
refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor
con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían
descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el
desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos
del destino.
—De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición del señor Neville St.... ¡Oh, vamos, no se le puede
acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el
inspector, sonriendo—. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto
se lleva la palma.
—Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún
delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo
Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer.
—No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no
quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a
hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en
el hombro.
—Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente
que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las
autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo
razón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro
de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar
para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el
asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado
la cárcel, e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto
cayera como un baldón sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro
de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé
por el mundo, trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un
periódico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una
serie de artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario
para hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de
obtener datos para mis artículos era practicando como mendigo aficionado.
Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del
maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así
que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer
un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un
lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con
una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más
concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo.
Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche
descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis
chelines y cuatro peniques.
»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún
tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una
orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el
dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de
quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me dediqué a pedir limosna en la City,
disfrazado. En diez días había reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó someterme de nuevo a
un trabajo fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa
cantidad en un día con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar
sentado.
Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el
dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón
del principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los
bolsillos de monedas.
Sólo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de
Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana
como un mendigo mugriento, y por la tarde me transformaba en un cabal ero
elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una
magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en
sus manos.
»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando sumas considerables
de dinero. No pretendo decir que cualquier mendigo que ande por las calles de
Londres pueda ganar setecientas libras al año —que es menos de lo que yo
ganaba por término medio—, pero yo contaba con importantes ventajas en mi
habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas
ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un
personaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia
de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me
tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras.
»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso:
adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué
me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la
City.
Poco se imaginaba en qué consistía.
»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi
habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi,
con gran sorpresa y consternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con
los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para
taparme la cara y corrí en busca de mi confidente, el marinero, instándole a que
no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta
baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me
puse las de mendigo y me apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos
de una esposa podrían penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me
ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la
ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho
por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa
de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por
la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con
las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la
escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por
mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me
detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi
disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no
lavarme la cara.
Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el
anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba,
junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
—La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes.
—¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
—La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector
Bradstreet—, y no me extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que
le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa,
que no se acordó del encargo en varios días.
—Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asintiendo—. Pero
¿nunca le han detenido por pedir limosna?
—Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
—Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Bradstreet—. Si quiere
que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
—Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un
hombre.
—En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si
volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor
Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría
saber cómo obtiene esos resultados.
—Éste lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y
consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en
marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempo para el desayuno.
7. El carbunclo azul
Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes
con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo
encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su
derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de
estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de
una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento,
gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas
sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado al í con el fin de
examinarlo.
—Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo?
—Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar
mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial —señaló con el
pulgar el viejo sombrero—, pero algunos detalles relacionados con él no carecen
por completo de interés, e incluso resultan instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba
cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
—Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto
tendrá una historia terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de
algún misterio y al castigo de algún delito.
—No, qué va. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a
reír—.
Tan sólo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando
tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas
cuadradas.
Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso,
cualquier combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos
pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de
delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
—Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos
que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el
aspecto legal.
—Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene
Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del
hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo
pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
—Sí.
—Este trofeo le pertenece.
—¿Es su sombrero?
—No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo
mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual.
Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía
de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la
cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la
mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy
honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando
por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que
caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al
hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre
este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero
de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, allenarbolarlo
sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson
había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero el
hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de
uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se
desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court
Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó
dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este
destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad.
—¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?
—Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una
tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry
Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las
iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de
Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno
de el os sus propiedades perdidas.
—¿Y qué hizo entonces Peterson?
—La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo
que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos
guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a
pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el
hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo
ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó
sin su cena de Navidad.
—¿No puso ningún anuncio?
—No.
—¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?
—Sólo lo que podemos deducir.
—¿De su sombrero?
—Exactamente.
—Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir
usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era
un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había
sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba
el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas
en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma
elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y
cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes
descoloridas pintándolas con tinta.
—No veo nada —dije, devolviéndoselo a mi amigo.
—Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar
a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
—Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.
Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan
característico.
—Quizás podría haber resultado más sugerente —dijo—, pero aun así hay
unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un
fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es
un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era
bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un
hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión
moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa
alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar
también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle.
—¡Pero... Holmes, por favor!
—Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio —continuó,
sin hacer caso de mis protestas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria,
sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo
gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los
datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de
paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
—Se burla usted de mí, Holmes.
—Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los
resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
—No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy
incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le
cubría por completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.
—Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan
grande tiene que tener algo dentro.
—¿Y su declive económico?
—Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas
alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad.
Fíjese en la cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este
hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde
entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.
—Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de
la regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
—Aquí está la precisión —dijo, señalando con el dedo la presilla para
enganchar la goma sujetasombreros—. Ningún sombrero se vende con esto. El
que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya
que se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como
vemos que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en
cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que
demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado
disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha
perdido por completo su amor propio.
—Desde luego, es un razonamiento plausible.
—Los otros detal es, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte
de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del
forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente
cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un
inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso
de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha
permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas
de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira
abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma
física.
—Pero lo de su mujer... dice usted que ha dejado de amarle.
—Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted,
querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su
esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la
desgracia de perder el cariño de su mujer.
—Pero podría tratarse de un soltero.
—No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la
tarjeta atada a la pata del ave.
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que
no hay instalación de gas en su casa?
—Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero
cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este
individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube
las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la
otra.
En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está
usted satisfecho?
—Bueno, es muy ingenioso —dije, echándome a reír—. Pero, puesto que no
se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido
ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un
despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se
abrió de par en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro
enrojecido y una expresión de asombro sin límites.
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —decía jadeante.
—¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la
ventana de la cocina? —Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara
excitada del hombre.
—¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! —
extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo
deslumbrador, bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante
que centelleaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.
—¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. ¡A eso le llamo yo encontrar un
tesoro!
Supongo que sabe lo que tiene en la mano.
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si
fuera masilla!
—Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
—¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo.
—Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después
de haber estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una
piedra absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas,
pero la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima
parte de su precio en el mercado.
—¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —el recadero se desplomó sobre
una silla, mirándonos alternativamente a uno y a otro.
—Ésa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen
consideraciones sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la
condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
—Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan —comenté.
—Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner,
fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas
en su contra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que
tengo por aquí un informe —rebuscó entre los periódicos, consultando las
fechas, hasta que seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años,
fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del
corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como
"el carbunclo azul".
James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había
conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para que soldara el
segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un
rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al
regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido
forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa
acostumbraba a guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio
la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo
encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella
de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al
descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la
situación ya descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la
División B, confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y
declaró su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que
el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó
a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que
dio muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la
decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
—¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía —dijo Holmes, pensativo—.
Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde
un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court
Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han
adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí
está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el
caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que le he
estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de
localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este
pequeño misterio.
Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda
consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla,
recurriremos a otros métodos.
—¿Qué va usted a decir?
—Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso
y un sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry
Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de
Baker Street». Claro y conciso.
—Mucho. Pero ¿lo verá él?
—Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre
se trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al
romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir;
pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave.
Pero además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, porque todos
los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y
que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Oh, pues en el Globe, el Star, el Pal Mal, la St. James Gazette, El
Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
—Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de
vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este
caballero a cambio del que se está comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró
al trasluz.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto,
esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras
preciosas.
Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas,
se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún
no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur
de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del
carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su
juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un
atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce
quilates de carbón cristalizado.
¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el
patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la
condesa, avisándole de que lo tenemos.
—¿Cree usted que ese Horner es inocente?
—No lo puedo saber.
—Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con
el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre
completamente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valla
mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo
comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro
anuncio.
—¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
—Nada.
—En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la
hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan
embrollado.
—Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto
que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora
Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media
cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto
con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el
brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se
abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su
butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan
fácil le resultaba adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker.
Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al
invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor
Baker?
—Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un
rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color
castaño canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero
temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca
de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el
cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran
indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo
cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre
culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas durante varios días —dijo Holmes— porque
esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no
puso usted el anuncio. Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
—No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos —dijo—.
Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había
llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un
vano intento de recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla.
—¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan excitado que casi se
levantó de la silla.
—Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que
este otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo
y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
—¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro
de alivio.
—Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos
de su ganso, así que si usted quiere...
El hombre se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero aparte de
eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto
amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la
excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de
un encogimiento de hombros.
—Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave —dijo—. Por cierto, ¿le
importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las
aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
—Desde luego, señor —dijo Baker, que se había levantado, con su recién
adquirida propiedad bajo el brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el
mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos en
el museo mismo. Este año, el patrón, que se l ama Windigate, estableció un Club
del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos
un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo
conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no
resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó
por su camino.
—Con esto queda liquidado el señor Henry Baker —dijo Holmes, después
de cerrar la puerta tras él—. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene
usted hambre, Watson?
—No demasiada.
—Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista
mientras aún esté fresca.
—Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes
y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban
con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto
humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras
cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore
Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos
encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño
establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen
a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño,
un hombre de cara colorada y delantal blanco.
—Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos —dijo.
—¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido.
—Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry
Baker, que es miembro de su Club del Ganso.
—¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
—¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
—Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
—¿De verdad? Conozco a algunos de el os. ¿Cuál fue?
—Se llama Breckinridge.
—¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su
casa. Buenas noches.
—Y ahora, vamos a por el señor Breckinridge —continuó, abotonándose el
gabán mientras salíamos al aire helado de la calle—. Recuerde, Watson, que
aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un
ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos
forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra
investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una
línea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble
casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo.
¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endel Street, y zigzagueamos por una
serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los
puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un
hombre con aspecto de cabal o, de cara astuta y patillas recortadas, estaba
ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches, y fresquitas —dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
—Por lo que veo, se le han terminado los gansos —continuó Holmes,
señalando los estantes de mármol vacíos.
—Mañana por la mañana podré venderle quinientos.
—Eso no me sirve.
—Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
—Oiga, que vengo recomendado.
—¿Por quién?
—Por el dueño del Alpha.
—Ah, sí. Le envié un par de docenas.
—Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted? Ante mi sorpresa, la
pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
—Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—.
¿Adónde quiere llegar? Me gustan las cosas claritas.
—He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que
suministró al Alpha.
—Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
—Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así
por una nimiedad.
—¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen
tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe
terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le
ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?» Cualquiera
diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma
con el os.
—Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado
interrogando —dijo Holmes con tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la
apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y
he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
—Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres —
atajó el vendedor.
—De eso, nada.
—Le digo yo que sí.
—No le creo.
—¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde
que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de
Londres.
—No conseguirá convencerme.
—¿Quiere apostar algo?
—Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le
apuesto un soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y dijo:
—Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas
grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, creía que no me
quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted
este librito?
—Sí, ¿y qué?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están
los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de
su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja?
Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer
nombre.
Léamelo.
—Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 —leyó Holmes.
—Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la
página indicada.
—Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y
pollería.
—Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?
—Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis
peniques.
—Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
—¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del
bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan
fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo
un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en
él.
—Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el
«Pink Ùn» asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se
le podrá sonsacar mediante una apuesta —dijo—. Me atrevería a decir que si le
hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información
tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta.
Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra
investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta
señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo
ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el
asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío
procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta,
vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de
luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero,
enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en
dirección a la figura encogida del otro.
—¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al
diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga
aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le
compré a usted los gansos?
—No, pero uno de el os era mío —gimió el hombrecillo. —Pues pídaselo a
la señora Oakshott.
—Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
—Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto
más.
¡Largo de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó
entre las tinieblas.
—Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró
Holmes—.
Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que
aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en
alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se
volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido
todo rastro de color.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.
—Perdone usted —dijo Holmes en tono suave—, pero no he podido evitar
oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría
ayudarle.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
—Me l amo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros
no saben.
—Pero usted no puede saber nada de esto.
—Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la
señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero l amado Breckinridge, y
que éste a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de
cuyos miembros es el señor Henry Baker.
—Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —exclamó el hombrecillo,
con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle
el interés que tengo en este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y
no en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de seguir adelante,
dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El hombre vaciló un instante.
—Me llamo John Robinson —respondió, con una mirada de soslayo.
—No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en tono amable—. Siempre
resulta incómodo tratar de negocios con un alias.
Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
—Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder.
—Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y
pronto podré informarle de todo lo que desea saber.
El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio
esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o
una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos
encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había
pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración
agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos
hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
—¡Henos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la
habitación—. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que
tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita
que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así
que quiere usted saber lo que fue de aquel os gansos?
—Sí, señor.
—O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le
interesaba era un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola.
Ryder se estremeció de emoción.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese
tanto. Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más
pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano
derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el
carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que
irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones
contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.
—Se acabó el juego, Ryder —dijo Holmes muy tranquilo—. Sosténgase,
hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre
fría para meterse en robos impunemente. Déle un trago de brandy. Así. Ahora
parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy
hizo subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con
ojos asustados a su acusador.
—Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría
necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que
aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de
esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —dijo el hombre con voz
cascada.
—Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de
golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes
para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en
los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco
miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado
hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de
todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron
un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que
hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se marchara,
desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre.
A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de
mi compañero.
—¡Por amor de Dios, tenga compasión! —chillaba—. ¡Piense en mi padre!
¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no
lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los
tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!
—¡Vuelva a sentarse en la silla! —dijo Holmes rudamente—. Es muy bonito
eso de l orar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre
Horner, preso por un delito del que no sabe nada.
—Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos
contra él.
—¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del
siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al
mercado público? Díganos la verdad, porque en el o reside su única esperanza
de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
—Le diré lo que sucedió, señor —dijo—. Una vez detenido Horner, me
pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en
qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación.
En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un
recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo l amado
Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el
mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un
policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a
Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó
qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo
de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de
decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo l amado Maudsley que se fue por el mal
camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y
se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de
lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos
suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él
me indicará cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin
contratiempos?
Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en
cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra
en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared,
mirando a los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me
ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de
sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra.
Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta
Kilburn.
Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de
los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté,
le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con
los dedos.
El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche.
Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría.
Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un
pequeño vuelo entre sus compañeros.
»—¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? —preguntó mi hermana.
»—Bueno —dije—, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad,
estaba mirando cuál es el más gordo.
»—Oh, ya hemos apartado uno para ti —dijo ella—. Lo l amamos el ganso
de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro
para nosotros y dos docenas para vender.
»—Gracias, Maggie —dije yo—. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro
que estaba examinando.
»—El otro pesa por lo menos tres libras más —dijo ella—, y lo hemos
engordado expresamente para ti.
»—No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora —dije.
»—Bueno, como quieras —dijo ella, un poco mosqueada—. ¿Cuál es el que
dices que quieres?
»—Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»—De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi
amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede
contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y
abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque al í no había ni rastro de la
piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el
ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a
la vista.
»—¿Dónde están todos, Maggie? —exclamé.
»—Se los llevaron a la tienda.
»—¿A qué tienda?
»—A la de Breckinridge, en Covent Garden.
»—¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? —
pregunté.
»—Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de
mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se
negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces
ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también
lo creo. Y
ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la
riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios
se apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos.
Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por
el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la
mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
—¡Váyase! —dijo.
—¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!
—Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo
en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle.
—Al fin y al cabo, Watson —dijo Holmes, estirando la mano en busca de su
pipa de arcilla—, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si
Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra
él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un
delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no
volverá a descarriarse.
Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de
presidio para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La
casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y
extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la
amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación,
cuyo tema principal será también un ave de corral.
8. La banda de lunares
Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante
los ocho últimos años, he estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes,
he encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un buen número de el os que
eran simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él
trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a
intervenir en ninguna investigación que no tendiera a lo insólito e incluso a lo
fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no recuerdo
ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a
una conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los
acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los primeros tiempos de mi
asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de
solteros en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su
momento se hizo una promesa de silencio, de la que no me he visto libre hasta el
mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se hizo la
promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos
para creer que corren rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que
tienden a hacer que el asunto parezca aún más terrible que lo que fue en
realidad.
Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock
Holmes completamente vestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, se
levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repisa sólo marcaba las siete y
cuarto, le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de
resentimiento, porque yo era persona de hábitos muy regulares.
—Lamento despertarle, Watson —dijo—, pero esta mañana nos ha tocado a
todos. A la señora Hudson la han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con
usted.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?
—No, un cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran
excitación, que insiste en verme. Está aguardando en la sala de estar. Ahora
bien, cuando las jovencitas vagan por la metrópoli a estas horas de la mañana,
despertando a la gente dormida y sacándola de la cama, hay que suponer que
tienen que comunicar algo muy apremiante. Si resultara ser un caso interesante,
estoy seguro de que le gustaría seguirlo desde el principio. En cualquier caso,
me pareció que debía l amarle y darle la oportunidad.
—Querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No existía para
mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las
rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre
fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le
planteaban.
Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a
mi amigo a la sala de estar. Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto
por un espeso velo estaba sentada junto a la ventana y se levantó al entrar
nosotros.
—Buenos días, señora —dijo Holmes animadamente—. Me l amo Sherlock
Holmes. Éste es mi íntimo amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual
puede hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ajá, me alegro de
comprobar que la señora Hudson ha tenido el buen sentido de encender el
fuego. Por favor, acérquese a él y pediré que le traigan una taza de chocolate,
pues veo que está usted temblando.
—No es el frío lo que me hace temblar —dijo la mujer en voz baja,
cambiando de asiento como se le sugería.
—¿Qué es, entonces?
—El miedo, señor Holmes. El terror —al hablar, alzó su velo y pudimos ver
que efectivamente se encontraba en un lamentable estado de agitación, con la
cara gris y desencajada, los ojos inquietos y asustados, como los de un animal
acosado.
Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta años, pero su
cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y
agobio.
Sherlock Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas
rápidas que lo veían todo.
—No debe usted tener miedo —dijo en tono consolador, inclinándose hacia
delante y palmeándole el antebrazo—. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa
duda. Veo que ha venido usted en tren esta mañana.
—¿Es que me conoce usted?
—No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su
guante izquierdo. Ha salido usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer
un largo trayecto en coche descubierto, por caminos accidentados, antes de
llegar a la estación.
La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a
mi compañero.
—No hay misterio alguno, querida señora —explicó Holmes sonriendo—.
La manga izquierda de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que
en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Sólo en un coche descubierto
podría haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del
cochero.
—Sean cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo —dijo ella—. Salí
de casa antes de las seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer
tren a Waterloo. Señor, ya no puedo aguantar más esta tensión, me volveré loca
de seguir así. No tengo a nadie a quien recurrir... sólo hay una persona que me
aprecia, y el pobre no sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor
Holmes; me habló de usted la señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se
encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección. ¡Oh, señor! ¿No cree
que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las
densas tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible
retribuirle por sus servicios, pero dentro de uno o dos meses me voy a casar,
podré disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy desagradecida.
Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que
consultó a continuación.
—Farintosh —dijo—. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una
tiara de ópalo. Creo que fue antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo
decir, señora, es que tendré un gran placer en dedicar a su caso la misma
atención que dediqué al de su amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión
lleva en sí misma la recompensa; pero es usted libre de sufragar los gastos en los
que yo pueda incurrir, cuando le resulte más conveniente. Y ahora, le ruego que
nos exponga todo lo que pueda servirnos de ayuda para formarnos una opinión
sobre el asunto.
—¡Ay! —replicó nuestra visitante—. El mayor horror de mi situación
consiste en que mis temores son tan inconcretos, y mis sospechas se basan por
completo en detal es tan pequeños y que a otra persona le parecerían triviales,
que hasta el hombre a quien, entre todos los demás, tengo derecho a pedir
ayuda y consejo, considera todo lo que le digo como fantasías de una mujer
nerviosa. No lo dice así, pero puedo darme cuenta por sus respuestas
consoladoras y sus ojos esquivos.
Pero he oído decir, señor Holmes, que usted es capaz de penetrar en las
múltiples maldades del corazón humano. Usted podrá indicarme cómo caminar
entre los peligros que me amenazan.
—Soy todo oídos, señora.
—Me l amo Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, último superviviente de
una de las familias sajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke
Moran, en el límite occidental de Surrey.
Holmes asintió con la cabeza.
—El nombre me resulta familiar —dijo.
—En otro tiempo, la familia era una de las más ricas de Inglaterra, y sus
propiedades se extendían más allá de los límites del condado, entrando por el
norte en Berkshire y por el oeste en Hampshire. Sin embargo, en el siglo pasado
hubo cuatro herederos seguidos de carácter disoluto y derrochador, y un
jugador completó, en tiempos de la Regencia, la ruina de la familia. No se salvó
nada, con excepción de unas pocas hectáreas de tierra y la casa, de doscientos
años de edad, sobre la que pesa una fuerte hipoteca. Allí arrastró su existencia el
último señor, viviendo la vida miserable de un mendigo aristócrata; pero su
único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas
condiciones, consiguió un préstamo de un pariente, que le permitió estudiar
medicina, y emigró a Calcuta, donde, gracias a su talento profesional y a su
fuerza de carácter, consiguió una numerosa clientela. Sin embargo, en un
arrebato de cólera, provocado por una serie de robos cometidos en su casa,
azotó hasta matarlo a un mayordomo indígena, y se libró por muy poco de la
pena de muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la cual regresó
a Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado.
»Durante su estancia en la India, el doctor Roylott se casó con mi madre,
la señora Stoner, joven viuda del general de división Stoner, de la artillería de
Bengala.
Mi hermana Julia y yo éramos gemelas, y sólo teníamos dos años cuando
nuestra madre se volvió a casar. Mi madre disponía de un capital considerable,
con una renta que no bajaba de las mil libras al año, y se lo confió por entero al
doctor Roylott mientras viviésemos con él, estipulando que cada una de
nosotras debía recibir cierta suma anual en caso de contraer matrimonio. Mi
madre falleció poco después de nuestra llegada a Inglaterra... hace ocho años, en
un accidente ferroviario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roylott
abandonó sus intentos de establecerse como médico en Londres, y nos llevó a
vivir con él en la mansión ancestral de Stoke Moran. El dinero que dejó mi
madre bastaba para cubrir todas nuestras necesidades, y no parecía existir
obstáculo a nuestra felicidad.
»Pero, aproximadamente por aquella época, nuestro padrastro
experimentó un cambio terrible. En lugar de hacer amistades e intercambiar
visitas con nuestros vecinos, que al principio se alegraron muchísimo de ver a
un Roylott de Stoke Moran instalado de nuevo en la vieja mansión familiar, se
encerró en la casa sin salir casi nunca, a no ser para enzarzarse en furiosas
disputas con cualquiera que se cruzase en su camino. El temperamento violento,
rayano con la manía, parece ser hereditario en los varones de la familia, y en el
caso de mi padrastro creo que se intensificó a consecuencia de su larga estancia
en el trópico. Provocó varios incidentes bochornosos, dos de los cuales
terminaron en el juzgado, y acabó por convertirse en el terror del pueblo, de
quien todos huían al verlo acercarse, pues tiene una fuerza extraordinaria y es
absolutamente incontrolable cuando se enfurece.
»La semana pasada tiró al herrero del pueblo al río, por encima del pretil,
y sólo a base de pagar todo el dinero que pude reunir conseguí evitar una nueva
vergüenza pública. No tiene ningún amigo, a excepción de los gitanos errantes, y
a estos vagabundos les da permiso para acampar en las pocas hectáreas de tierra
cubierta de zarzas que componen la finca familiar, aceptando a cambio la
hospitalidad de sus tiendas y marchándose a veces con ellos durante semanas
enteras. También le apasionan los animales indios, que le envía un contacto en
las colonias, y en la actualidad tiene un guepardo y un babuino que se pasean en
libertad por sus tierras, y que los aldeanos temen casi tanto como a su dueño.
»Con esto que le digo podrá usted imaginar que mi pobre hermana Julia y
yo no llevábamos una vida de placeres. Ningún criado quería servir en nuestra
casa, y durante mucho tiempo hicimos nosotras todas las labores domésticas.
Cuando murió no tenía más que treinta años y, sin embargo, su cabello ya
empezaba a blanquear, igual que el mío.
—Entonces, su hermana ha muerto.
—Murió hace dos años, y es de su muerte de lo que vengo a hablarle.
Comprenderá usted que, llevando la vida que he descrito, teníamos pocas
posibilidades de conocer a gente de nuestra misma edad y posición. Sin
embargo, teníamos una tía soltera, hermana de mi madre, la señorita Honoria
Westphail, que vive cerca de Harrow, y de vez en cuando se nos permitía hacerle
breves visitas.
Julia fue a su casa por Navidad, hace dos años, y al í conoció a un
comandante de Infantería de Marina retirado, al que se prometió en
matrimonio. Mi padrastro se enteró del compromiso cuando regresó mi
hermana, y no puso objeciones a la boda.
Pero menos de quince días antes de la fecha fijada para la ceremonia,
ocurrió el terrible suceso que me privó de mi única compañera.
Sherlock Holmes había permanecido recostado en su butaca con los ojos
cerrados y la cabeza apoyada en un cojín, pero al oír esto entreabrió los
párpados y miró de frente a su interlocutora.
—Le ruego que sea precisa en los detalles —dijo.
—Me resultará muy fácil, porque tengo grabados a fuego en la memoria
todos los acontecimientos de aquel espantoso período. Como ya le he dicho, la
mansión familiar es muy vieja, y en la actualidad sólo un ala está habitada. Los
dormitorios de esta ala se encuentran en la planta baja, y las salas en el bloque
central del edificio.
El primero de los dormitorios es el del doctor Roylott, el segundo el de mi
hermana, y el tercero el mío. No están comunicados, pero todos dan al mismo
pasil o. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente.
—Las ventanas de los tres cuartos dan al jardín. La noche fatídica, el doctor
Roylott se había retirado pronto, aunque sabíamos que no se había acostado
porque a mi hermana le molestaba el fuerte olor de los cigarros indios que solía
fumar. Por eso dejó su habitación y vino a la mía, donde se quedó bastante rato,
hablando sobre su inminente boda. A las once se levantó para marcharse, pero
en la puerta se detuvo y se volvió a mirarme.
»—Dime, Helen —dijo—. ¿Has oído a alguien silbar en medio de la noche?
»—Nunca —respondí.
»—¿No podrías ser tú, que silbas mientras duermes?
»—Desde luego que no. ¿Por qué?
»—Porque las últimas noches he oído claramente un silbido bajo, a eso de
las tres de la madrugada. Tengo el sueño muy ligero, y siempre me despierta. No
podría decir de dónde procede, quizás del cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se
me ocurrió preguntarte por si tú también lo habías oído.
»—No, no lo he oído. Deben ser esos horribles gitanos que hay en la
huerta.
»—Probablemente. Sin embargo, si suena en el jardín, me extraña que tú
no lo hayas oído también.
»—Es que yo tengo el sueño más pesado que tú.
»—Bueno, en cualquier caso, no tiene gran importancia —me dirigió una
sonrisa, cerró la puerta y pocos segundos después oí su llave girar en la
cerradura.
—Caramba —dijo Holmes—. ¿Tenían la costumbre de cerrar siempre su
puerta con llave por la noche?
—Siempre.
—¿Y por qué?
—Creo haber mencionado que el doctor tenía sueltos un guepardo y un
babuino. No nos sentíamos seguras sin la puerta cerrada.
—Es natural. Por favor, prosiga con su relato.
—Aquella noche no pude dormir. Sentía la vaga sensación de que nos
amenazaba una desgracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos gemelas, y
ya sabe lo sutiles que son los lazos que atan a dos almas tan estrechamente
unidas.
Fue una noche terrible. El viento aullaba en el exterior, y la lluvia caía con
fuerza sobre las ventanas. De pronto, entre el estruendo de la tormenta, se oyó
el grito desgarrado de una mujer aterrorizada. Supe que era la voz de mi
hermana. Salté de la cama, me envolví en un chal y salí corriendo al pasillo. Al
abrir la puerta, me pareció oír un silbido, como el que había descrito mi
hermana, y pocos segundos después un golpe metálico, como si se hubiese caído
un objeto de metal. Mientras yo corría por el pasillo se abrió la cerradura del
cuarto de mi hermana y la puerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedé
mirando horrorizada, sin saber lo que iría a salir por ella. A la luz de la lámpara
del pasillo, vi que mi hermana aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto
y las manos extendidas en petición de socorro, toda su figura oscilando de un
lado a otro, como la de un borracho. Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos,
pero en aquel momento parecieron ceder sus rodillas y cayó al suelo. Se
estremecía como si sufriera horribles dolores, agitando convulsivamente los
miembros. Al principio creí que no me había reconocido, pero cuando me
incliné sobre ella gritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás:
«¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La banda de lunares!» Quiso decir
algo más, y señaló con el dedo en dirección al cuarto del doctor, pero una nueva
convulsión se i apoderó de ella y ahogó sus palabras. Corrí llamando a gritos a
nuestro padrastro, y me tropecé con él, que salía en bata de su habitación.
Cuando llegamos junto a mi hermana, ésta ya había perdido el conocimiento, y
aunque él le vertió brandy por la garganta y mandó llamar al médico del pueblo,
todos los esfuerzos fueron en vano, porque poco a poco se fue apagando y murió
sin recuperar la conciencia. Éste fue el espantoso final de mi querida hermana.
—Un momento —dijo Holmes—. ¿Está usted segura de lo del silbido y el
sonido metálico? ¿Podría jurarlo?
—Eso mismo me preguntó el juez de instrucción del condado durante la
investigación. Estoy convencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor
de la tormenta y los crujidos de una casa vieja, podría haberme equivocado.
—¿Estaba vestida su hermana?
—No, estaba en camisón. En la mano derecha se encontró el extremo
chamuscado de una cerilla, y en la izquierda una caja de fósforos.
—Lo cual demuestra que encendió una cerilla y miró a su alrededor cuando
se produjo la alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de
instrucción?
—Investigó el caso minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott
llevaba mucho tiempo dando que hablar en el condado, pero no pudo descubrir
la causa de la muerte. Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por
dentro, y las ventanas tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se
cerraban cada noche. Se examinaron cuidadosamente las paredes,
comprobando que eran bien macizas por todas partes, y lo mismo se hizo con el
suelo, con idéntico resultado. La chimenea es bastante amplia, pero está
enrejada con cuatro gruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mi
hermana se encontraba sola cuando le llegó la muerte. Además, no presentaba
señales de violencia.
—¿Qué me dice del veneno?
—Los médicos investigaron esa posibilidad, sin resultados.
—¿De qué cree usted, entonces, que murió la desdichada señorita?
—Estoy convencida de que murió de puro y simple miedo o de trauma
nervioso, aunque no logro explicarme qué fue lo que la asustó.
—¿Había gitanos en la finca en aquel momento?
—Sí, casi siempre hay algunos.
—Ya. ¿Y qué le sugirió a usted su alusión a una banda... una banda de
lunares?
—A veces he pensado que se trataba de un delirio sin sentido; otras veces,
que debía referirse a una banda de gente, tal vez a los mismos gitanos de la
finca.
No sé si los pañuelos de lunares que muchos de el os llevan en la cabeza le
podrían haber inspirado aquel extraño término.
Holmes meneó la cabeza como quien no se da por satisfecho.
—Nos movemos en aguas muy profundas —dijo—. Por favor, continúe con
su narración.
—Desde entonces han transcurrido dos años, y mi vida ha sido más
solitaria que nunca, hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muy querido,
al que conozco desde hace muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se
llama
Armitage, Percy Armitage, segundo hijo del señor Armitage, de Crane
Water, cerca de Reading. Mi padrastro no ha puesto inconvenientes al
matrimonio, y pensamos casarnos en primavera. Hace dos días se iniciaron
unas reparaciones en el ala oeste del edificio, y hubo que agujerear la pared de
mi cuarto, por lo que me tuve que instalar en la habitación donde murió mi
hermana y dormir en la misma cama en la que ella dormía. Imagínese mi
escalofrío de terror cuando anoche, estando yo acostada pero despierta,
pensando en su terrible final, oí de pronto en el silencio de la noche el suave
silbido que había anunciado su propia muerte. Salté de la cama y encendí la
lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación. Estaba demasiado nerviosa
como para volver a acostarme, así que me vestí y, en cuando salió el sol, me eché
a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que está enfrente de casa, y me
planté en Leatherhead, de donde he llegado esta mañana, con el único objeto de
venir a verle y pedirle consejo.
—Ha hecho usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha contado
todo?
—Sí, todo.
—Señorita Stoner, no me lo ha dicho todo. Está usted encubriendo a su
padrastro.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba
la mano que nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca
muñeca se veían cinco pequeños moratones, las marcas de cuatro dedos y un
pulgar. —La han tratado con brutalidad —dijo Holmes.
La dama se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca.
—Es un hombre duro —dijo—, y seguramente no se da cuenta de su propia
fuerza.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en
las manos y permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante.
—Es un asunto muy complicado —dijo por fin—. Hay mil detal es que me
gustaría conocer antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos
perder un solo instante. Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos
sería posible ver esas habitaciones sin que se enterase su padrastro?
—Precisamente dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto
importante. Es probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar
sin estorbos. Tenemos una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil
quitarla de enmedio.
—Excelente. ¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson?
—Nada en absoluto.
—Entonces, iremos los dos. Y usted, ¿qué va a hacer?
—Ya que estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer.
Pero pienso volver en el tren de las doce, para estar allí cuando ustedes
lleguen.
—Puede esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par
de asuntillos que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar?
—No, tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he'confiado
mi problema. Espero volverle a ver esta tarde —dejó caer el tupido velo negro
sobre su rostro y se deslizó fuera de la habitación.
—¿Qué le parece todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes
recostándose en su butaca.
—Me parece un asunto de lo más turbio y siniestro.
—Turbio y siniestro a no poder más.
—Sin embargo, si la señorita tiene razón al afirmar que las paredes y el
suelo son sólidos, y que la puerta, ventanas y chimenea son infranqueables, no
cabe duda de que la hermana tenía que encontrarse sola cuando encontró la
muerte de manera tan misteriosa.
—¿Y qué me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes
palabras de la mujer moribunda?
—No se me ocurre nada.
—Si combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de
gitanos que cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos
razones de sobra para creer que el doctor está muy interesado en impedir la
boda de su hijastra, la alusión a una banda por parte de la moribunda, el hecho
de que la señorita Helen Stoner oyera un golpe metálico, que pudo haber sido
producido por una de esas barras de metal que cierran los postigos al caer de
nuevo en su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que podemos
aclarar el misterio siguiendo esas líneas.
—Pero ¿qué es lo que han hecho los gitanos?
—No tengo ni idea.
—Encuentro muchas objeciones a esa teoría.
—También yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran.
Quiero comprobar si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar
una explicación. Pero... ¿qué demonio?...
Lo que había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el
hecho de que nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco
apareciera en el marco. Sus ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo
agrícola: llevaba un sombrero negro de copa, una levita con faldones largos y un
par de polainas altas, y hacía oscilar en la mano un látigo de caza. Era tan alto
que su sombrero rozaba el montante de la puerta, y tan ancho que la llenaba de
lado a lado. Su rostro amplio, surcado por mil arrugas, tostado por el sol hasta
adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas pasiones, se volvía
alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos, hundidos y
biliosos, y su nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un ave
de presa, vieja y feroz.
—¿Quién de ustedes es Holmes? —preguntó la aparición. —Ése es mi
nombre, señor, pero me lleva usted ventaja —respondió mi compañero muy
tranquilo.
—Soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
—Ah, ya —dijo Holmes suavemente—. Por favor, tome asiento, doctor.
—No me da la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha
estado contando?
—Hace algo de frío para esta época del año —dijo Holmes.
—¿Qué le ha contado? —gritó el viejo, enfurecido.
—Sin embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy
prometedora —continuó mi compañero, imperturbable.
—¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? —dijo nuestra nueva visita,
dando un paso adelante y esgrimiendo su látigo de caza—. Ya le conozco,
granuja. He oído hablar de usted. Usted es Holmes, el entrometido.
Mi amigo sonrió.
—¡Holmes el metomentodo!
La sonrisa se ensanchó.
—¡Holmes, el correveidile de Scofand Yard! Holmes soltó una risita
cordial.
—Su conversación es de lo más amena —dijo—. Cuando se vaya, cierre la
puerta, porque hay una cierta corriente. —Me iré cuando haya dicho lo que
tengo que decir. No se atreva a meterse en mis asuntos. Me consta que la
señorita Stoner ha estado aquí. La he seguido. Soy un hombre peligroso para
quien me fastidia.
¡Fíjese!
Dio un rápido paso adelante, cogió el atizafuego y lo curvó con sus
enormes manazas morenas.
—¡Procure mantenerse fuera de mi alcance! —rugió. Y arrojando el hierro
doblado a la chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas.
—Parece una persona muy simpática —dijo Holmes, echándose a reír—. Yo
no tengo su corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar
que mis manos no son mucho más débiles que las suyas —y diciendo esto,
recogió el atizador de hierro y con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo—.
¡Pensar que ha tenido la insolencia de confundirme con el cuerpo oficial de
policía! No obstante, este incidente añade interés personal a la investigación, y
sólo espero que nuestra amiga no sufra las consecuencias de su imprudencia al
dejar que esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el
desayuno y después daré un paseo hasta Doctors' Commons, donde espero
obtener algunos datos que nos ayuden en nuestra tarea.
Era casi la una cuando Sherlock Holmes regresó de su excursión. Traía en
la mano una hoja de papel azul, repleta de cifras y anotaciones.
—He visto el testamento de la esposa fallecida —dijo—. Para determinar el
valor exacto, me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las
inversiones que en él figuran. La renta total, que en la época en que murió la
esposa era casi de 1.100 libras, en la actualidad, debido al descenso de los
precios agrícolas, no pasa de las 750. En caso de contraer matrimonio, cada hija
puede reclamar una renta de 250. Es evidente, por lo tanto, que si las dos chicas
se hubieran casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con que sólo se casara
una, ya notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en
vano, ya que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más
fuertes para tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es
demasiado grave como para andar perdiendo el tiempo, especialmente si
tenemos en cuenta que el viejo ya sabe que nos interesamos por sus asuntos, así
que, si está usted dispuesto, llamaremos a un coche para que nos lleve a
Waterloo. Le agradecería mucho que se metiera el revólver en el bolsillo. Un
Eley n.° 2 es un excelente argumento para tratar con cabal eros que pueden
hacer nudos con un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es
todo lo que necesitamos.
En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez al
í alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco mil
as por los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente
espléndido, con un sol resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el
cielo. Los árboles y los setos de los lados empezaban a echar los primeros brotes,
y el aire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí, al menos, existía un
extraño contraste entre la dulce promesa de la primavera y la siniestra intriga en
la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba sentado en la parte
delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla
hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos
pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y
señaló hacia los prados.
—¡Mire al á! —dijo.
Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta
convertirse en bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían
los frontones grises y el alto tejado de una mansión muy antigua.
—¿Stoke Moran? —preguntó.
—Sí, señor; ésa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el
cochero.
—Veo que están haciendo obras —dijo Holmes—. Es allí donde vamos.
—El pueblo está allí —dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que
se veía a cierta distancia a la izquierda—. Pero si quieren ustedes ir a la casa, les
resultará más corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que
atraviesa el campo. Allí, por donde está paseando la señora.
—Y me imagino que dicha señora es la señorita Stoner —comentó Holmes,
haciendo visera con la mano sobre los ojos—. Sí, creo que lo mejor es que
hagamos lo que usted dice.
Nos apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a
Leatherhead.
—Me pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla—
que el cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún
otro asunto concreto. Puede que eso evite chismorreos. Buenas tardes, señorita
Stoner.
Ya ve que hemos cumplido nuestra palabra.
Nuestra cliente de por la mañana había corrido a nuestro encuentro con la
alegría pintada en el rostro.
—Les he estado esperando ansiosamente —exclamó, estrechándonos
afectuosamente las manos—. Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylott se
ha marchado a Londres, y no es probable que vuelva antes del anochecer.
—Hemos tenido el placer de conocer al doctor —dijo Holmes, y en pocas
palabras le resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al
oírlo.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Me ha seguido!
—Eso parece.
—Es tan astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando
vuelva?
—Más vale que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más
astuto que él le sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave
esta noche. Si se pone violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y
ahora, hay que aprovechar lo mejor posible el tiempo, así que, por favor,
llévenos cuanto antes a las habitaciones que tenemos que examinar.
El edificio era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central
más alto y dos alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado.
En una de dichas alas, las ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de
madera, y parte del tejado se había hundido, dándole un aspecto ruinoso. El
bloque central estaba algo mejor conservado, pero el ala derecha era
relativamente moderna, y las cortinas de las ventanas, junto con las volutas de
humo azulado que salan de las chimeneas, demostraban que en ella residía la
familia. En un extremo se habían levantado andamios y abierto algunos
agujeros en el muro, pero en aquel momento no se veía ni rastro de los obreros.
Holmes caminó lentamente de un lado a otro del césped mal cortado,
examinando con gran atención la parte exterior de las ventanas.
—Supongo que ésta corresponde a la habitación en la que usted dormía, la
del centro a la de su difunta hermana, y la que se halla pegada al edificio
principal a la habitación del doctor Roylott.
—Exactamente. Pero ahora duermo en la del centro.
—Mientras duren las reformas, según tengo entendido. Por cierto, no
parece que haya una necesidad urgente de reparaciones en ese extremo del
muro.
—No había ninguna necesidad. Yo creo que fue una excusa para sacarme
de mi habitación.
—¡Ah, esto es muy sugerente! Ahora, veamos: por la parte de atrás de este
ala está el pasil o al que dan estas tres habitaciones. Supongo que tendrá
ventanas.
—Sí, pero muy pequeñas. Demasiado estrechas para que pueda pasar
nadie por ellas.
—Puesto que ustedes dos cerraban sus puertas con llave por la noche, el
acceso a sus habitaciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la
bondad de entrar en su habitación y cerrar los postigos de la ventana?
La señorita Stoner hizo lo que le pedían, y Holmes, tras haber examinado
atentamente la ventana abierta, intentó por todos los medios abrir los postigos
cerrados, pero sin éxito. No existía ninguna rendija por la que pasar una navaja
para levantar la barra de hierro. A continuación, examinó con la lupa las
bisagras, pero éstas eran de hierro macizo, firmemente empotrado en la recia
pared.
—¡Hum! —dijo, rascándose la barbilla y algo perplejo—. Desde luego, mi
teoría presenta ciertas dificultades. Nadie podría pasar con estos postigos
cerrados.
Bueno, veamos si el interior arroja alguna luz sobre el asunto.
Entramos por una puertecita lateral al pasillo encalado al que se abrían los
tres dormitorios. Holmes se negó a examinar la tercera habitación y pasamos
directamente a la segunda, en la que dormía la señorita Stoner y en la que su
hermana había encontrado la muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo
bajo y con una amplia chimenea de estilo rural. En una esquina había una
cómoda de color castaño, en otra una cama estrecha con colcha blanca, y a la
izquierda de la ventana una mesa de tocador. Estos artículos, más dos sillitas de
mimbre, constituían todo el mobiliario de la habitación, aparte de una alfombra
cuadrada de Wilton que había en el centro. El suelo y las paredes eran de
madera de roble, oscura y carcomida, tan vieja y descolorida que debía
remontarse a la construcción original de la casa. Holmes arrimó una de las sillas
a un rincón y se sentó en silencio, mientras sus ojos se desplazaban de un lado a
otro, arriba y abajo, asimilando cada detalle de la habitación.
—¿Con qué comunica esta campanilla? —preguntó por fin, señalando un
grueso cordón de campanilla que colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a
apoyarse en la almohada.
—Con la habitación de la sirvienta.
—Parece más nueva que el resto de las cosas.
—Sí, la instalaron hace sólo dos años.
—Supongo que a petición de su hermana.
—No; que yo sepa, nunca la utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a
buscarlo nosotras mismas.
—La verdad, me parece innecesario instalar aquí un llamador tan bonito.
Excúseme unos minutos, mientras examino el suelo.
Se tumbó boca abajo en el suelo, con la lupa en la mano, y se arrastró
velozmente de un lado a otro, inspeccionando atentamente las rendijas del
entarimado. A continuación hizo lo mismo con las tablas de madera que cubrían
las paredes. Por ultimo, se acercó a la cama y permaneció algún tiempo
mirándola fijamente y examinando la pared de arriba a abajo. Para terminar,
agarró el cordón de la campanilla y dio un fuerte tirón.
—¡Caramba, es simulado! —exclamó.
—¿Cómo? ¿No suena?
—No, ni siquiera está conectado a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese
en que está conectado a un gancho justo por encima del orificio de ventilación.
—¡Qué absurdo! ¡Jamás me había fijado!
—Es muy extraño —murmuró Holmes, tirando del cordón—. Esta
habitación tiene uno o dos detal es muy curiosos. Por ejemplo, el constructor
tenía que ser un estúpido para abrir un orificio de ventilación que da a otra
habitación, cuando, con el mismo esfuerzo, podría haberlo hecho comunicar con
el aire libre.
—Eso también es bastante moderno —dijo la señorita.
—Más o menos, de la misma época que el llamador —aventuró Holmes.
—Sí, por entonces se hicieron varias pequeñas reformas. —Y todas parecen
de lo más interesante... cordones de campanilla sin campanilla y orificios de
ventilación que no ventilan. Con su permiso, señorita Stoner, proseguiremos
nuestras investigaciones en la habitación de más adentro. La alcoba del doctor
Grimesby Roylott era más grande que la de su hijastra, pero su mobiliario era
igual de escueto. Una cama turca, una pequeña estantería de madera llena de
libros, en su mayoría de carácter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar
silla de madera arrimada a la pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de
hierro, eran los principales objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió
despacio la habitación, examinándolos todos con el más vivo interés.
—¿Qué hay aquí? —preguntó, golpeando con los nudillos la caja fuerte.
—Papeles de negocios de mi padrastro.
—Entonces es que ha mirado usted dentro.
—Sólo una vez, hace años. Recuerdo que estaba llena de papeles.
—¿Y no podría haber, por ejemplo, un gato?
—No. ¡Qué idea tan extraña!
—Pues fíjese en esto —y mostró un platillo de leche que había encima de la
caja.
—No, gato no tenemos, pero sí que hay un guepardo y un babuino.
—¡Ah, sí, claro! Al fin y al cabo, un guepardo no es más que un gato
grandote, pero me atrevería a decir que con un platito de leche no bastaría, ni
mucho menos, para satisfacer sus necesidades. Hay una cosa que quiero
comprobar.
Se agachó ante la silla de madera y examinó el asiento con la mayor
atención.
—Gracias. Esto queda claro —dijo levantándose y metiéndose la lupa en el
bolsillo—. ¡Vaya! ¡Aquí hay algo muy interesante!
El objeto que le había llamado la atención era un pequeño látigo para
perros que colgaba de una esquina de la cama. Su extremo estaba atado
formando un lazo corredizo.
—¿Qué le sugiere a usted esto, Watson?
—Es un látigo común y corriente. Aunque no sé por qué tiene este nudo.
—Eso no es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo
malvado, y cuando un hombre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelve
aún peor.
Creo que ya he visto suficiente, señorita Stoner, y, con su permiso,
daremos un paseo por el jardín.
Jamás había visto a mi amigo con un rostro tan sombrío y un ceño tan
fruncido como cuando nos retiramos del escenario de la investigación.
Habíamos recorrido el jardín varias veces de arriba abajo, sin que ni la señorita
Stoner ni yo nos atreviéramos a interrumpir el curso de sus pensamientos,
cuando al fin Holmes salió de su ensimismamiento.
—Es absolutamente esencial, señorita Stoner —dijo—, que siga usted mis
instrucciones al pie de la letra en todos los aspectos.
—Le aseguro que así lo haré.
—La situación es demasiado grave como para andarse con vacilaciones. Su
vida depende de que haga lo que le digo.
—Vuelvo a decirle que estoy en sus manos.
—Para empezar, mi amigo y yo tendremos que pasar la noche en su
habitación.
Tanto la señorita Stoner como yo le miramos asombrados.
—Sí, es preciso. Deje que le explique. Aquello de allá creo que es la posada
del pueblo, ¿no?
—Sí, el «Crown».
—Muy bien. ¿Se verán desde al í sus ventanas?
—Desde luego.
—En cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación,
pretextando un dolor de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya,
tiene usted que abrir la ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva
de señal y, a continuación, trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la
habitación que ocupaba antes. Estoy seguro de que, a pesar de las reparaciones,
podrá arreglárselas para pasar allí una noche.
—Oh, sí, sin problemas.
—El resto, déjelo en nuestras manos.
—Pero ¿qué van ustedes a hacer?
—Vamos a pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese
sonido que la ha estado molestando.
—Me parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión —
dijo la señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero.
—Es posible.
—Entonces, por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi
hermana.
—Prefiero tener pruebas más terminantes antes de hablar.
—Al menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y murió de un susto.
—No, no lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más
tangible.
Y ahora, señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque si regresara el
doctor Roylott y nos viera, nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea
valiente, porque si hace lo que le he dicho puede estar segura de que no
tardaremos en librarla de los peligros que la amenazan.
Sherlock Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con
sala de estar en el «Crown». Las habitaciones se encontraban en la planta
superior, y desde nuestra ventana gozábamos de una espléndida vista de la
entrada a la avenida y del ala deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al
atardecer vimos pasar en un coche al doctor Grimesby Roylott, con su
gigantesca figura sobresaliendo junto a la menuda figurilla del muchacho que
guiaba el coche. El cochero tuvo alguna dificultad para abrir las pesadas puertas
de hierro, y pudimos oír el áspero rugido del doctor y ver la furia con que
agitaba los puños cerrados, amenazándolo. El vehículo siguió adelante y, pocos
minutos más tarde, vimos una luz que brillaba de pronto entre los árboles,
indicando que se había encendido una lámpara en uno de los salones.
—¿Sabe usted, Watson? —dijo Holmes mientras permanecíamos sentados
en la oscuridad—. Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay
un elemento de peligro indudable.
—¿Puedo servir de alguna ayuda?
—Su presencia puede resultar decisiva.
—Entonces iré, sin duda alguna.
—Es usted muy amable.
—Dice usted que hay peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas
habitaciones más de lo que pude ver yo.
—Eso no, pero supongo que yo habré deducido unas pocas cosas más que
usted. Imagino, sin embargo, que vería usted lo mismo que yo.
—Yo no vi nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya
finalidad confieso que se me escapa por completo.
—¿Vio usted el orificio de ventilación?
—Sí, pero no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña
abertura entre dos habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni
una rata.
—Yo sabía que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke
Moran.
—¡Pero Holmes, por favor!
—Le digo que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana
podía oler el cigarro del doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que
tenía que existir una comunicación entre las dos habitaciones. Y tenía que ser
pequeña, o alguien se habría fijado en ella durante la investigación judicial.
Deduje, pues, que se trataba de un orificio de ventilación.
—Pero, ¿qué tiene eso de malo?
—Bueno, por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un
orificio, se instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No
le resulta l amativo? —Hasta ahora no veo ninguna relación.
—¿No observó un detal e muy curioso en la cama?
—No.
—Estaba clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese
modo?
—No puedo decir que sí.
—La señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la
misma posición con respecto a la abertura y al cordón... podemos llamarlo así,
porque, evidentemente, jamás se pensó en dotarlo de campanilla.
—Holmes, creo que empiezo a entrever adónde quiere usted ir a parar —
exclamé—. Tenemos el tiempo justo para impedir algún crimen artero y
horrible.
—De lo más artero y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que
ningún criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard
estaban en la cumbre de su profesión. Este hombre aún va más lejos, pero creo,
Watson, que podremos llegar más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de
sobra antes de que termine la noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una
pipa en paz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones más agradables durante
unas horas.
A eso de las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo
quedó a oscuras en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos
horas y, de pronto, justo al sonar las once, se encendió exactamente frente a
nosotros una luz aislada y brillante.
—Ésa es nuestra señal —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto—.
Viene de la ventana del centro.
Al salir, Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole
que íbamos a hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible
que pasáramos la noche en su casa. Un momento después avanzábamos por el
oscuro camino, con el viento helado soplándonos en la cara y una lucecita
amarilla parpadeando frente a nosotros en medio de las tinieblas para guiarnos
en nuestra tétrica incursión.
No tuvimos dificultades para entrar en la finca porque la vieja tapia del
parque estaba derruida por varios sitios. Nos abrimos camino entre los árboles,
llegamos al jardín, lo cruzamos, y nos disponíamos a entrar por la ventana
cuando de un macizo de laureles salió disparado algo que parecía un niño
deforme y repugnante, que se tiró sobre la hierba retorciendo los miembros y
luego corrió a toda velocidad por el jardín hasta perderse en la oscuridad.
—¡Dios mío! —susurré—. ¿Ha visto eso?
Por un momento, Holmes se quedó tan sorprendido como yo, y su mano se
cerró como una presa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír en voz baja y
acercó los labios a mi oído.
—Es una familia encantadora —murmuró—. Eso era el habuino.
Me había olvidado de los extravagantes animalitos de compañía del doctor.
Había también un guepardo, que podía caer sobre nuestros hombros en
cualquier momento. Confieso que me sentí más tranquilo cuando, tras seguir el
ejemplo de Holmes y quitarme los zapatos, me encontré dentro de la habitación.
Mi compañero cerró los postigos sin hacer ruido, colocó la lámpara encima de la
mesa y recorrió con la mirada la habitación. Todo seguía igual que como lo
habíamos visto durante el día. Luego se arrastró hacia mí y, haciendo bocina con
la mano, volvió a susurrarme al oído, en voz tan baja que a duras penas conseguí
entender las palabras.
—El más ligero ruido sería fatal para nuestros planes.
Asentí para dar a entender que lo había oído.
—Tenemos que apagar la luz, o se vería por la abertura.
Asentí de nuevo.
—No se duerma. Su vida puede depender de ello. Tenga preparada la
pistola por si acaso la necesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usted en esa
sil a.
Saqué mi revólver y lo puse en una esquina de la mesa.
Holmes había traído un bastón largo y delgado que colocó en la cama a su
lado. Junto a él puso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la
lámpara y quedamos sumidos en las tinieblas.
¿Cómo podría olvidar aquella angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni
siquiera el de una respiración, pero yo sabía que a pocos pasos de mí se
encontraba mi compañero, sentado con los ojos abiertos y en el mismo estado
de excitación que yo. Los postigos no dejaban pasar ni un rayito de luz, y
esperábamos en la oscuridad más absoluta. De vez en cuando nos llegaba del
exterior el grito de algún ave nocturna, y en una ocasión oímos, al lado mismo
de nuestra ventana, un prolongado gemido gatuno, que indicaba que,
efectivamente, el guepardo andaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lo lejos
las graves campanadas del reloj de la iglesia. ¡Qué largos parecían aquel os
cuartos de hora! Dieron las doce, la una, las dos, las tres, y nosotros seguíamos
sentados en silencio, aguardando lo que pudiera suceder.
De pronto se produjo un momentáneo resplandor en lo alto, en la
dirección del orificio de ventilación, que se apagó inmediatamente; le siguió un
fuerte olor a aceite quemado y metal recalentado. Alguien había encendido una
linterna sorda en la habitación contigua. Oí un suave rumor de movimiento, y
luego todo volvió a quedar en silencio, aunque el olor se hizo más fuerte.
Permanecí media hora más con los oídos en tensión. De repente se oyó otro
sonido... un sonido muy suave y acariciador, como el de un chorrito de vapor al
salir de una tetera. En el instante mismo en que lo oímos, Holmes saltó de la
cama, encendió una cerilla y golpeó furiosamente con su bastón el cordón de la
campanilla.
—¿Lo ve, Watson? —gritaba—. ¿Lo ve?
Pero yo no veía nada. En el mismo momento en que Holmes encendió la
luz, oí un silbido suave y muy claro, pero el repentino resplandor ante mis ojos
hizo que me resultara imposible distinguir qué era lo que mi amigo golpeaba
con tanta ferocidad. Pude percibir, no obstante, que su rostro estaba pálido
como la muerte, con una expresión de horror y repugnancia.
Había dejado de dar golpes y levantaba la mirada hacia el orificio de
ventilación, cuando, de pronto, el silencio de la noche se rompió con el alarido
más espantoso que jamás he oído. Un grito cuya intensidad iba en aumento, un
ronco aullido de dolor, miedo y furia, todo mezclado en un solo chillido
aterrador. Dicen que abajo, en el pueblo, e incluso en la lejana casa parroquial,
aquel grito levantó a los durmientes de sus camas. A nosotros nos heló el
corazón; yo me quedé mirando a Holmes, y él a mí, hasta que los últimos ecos se
extinguieron en el silencio del que habían surgido.
—¿Qué puede significar eso? —jadeé.
—Significa que todo ha terminado —respondió Holmes—. Y quizás, a fin de
cuentas, sea lo mejor que habría podido ocurrir. Coja su pistola y vamos a entrar
en la habitación del doctor Roylott.
Encendió la lámpara con expresión muy seria y salió al pasil o. Llamó dos
veces a la puerta de la habitación sin que respondieran desde dentro. Entonces
hizo girar el picaporte y entró, conmigo pegado a sus talones, con la pistola
amartillada en la mano.
Una escena extraordinaria se ofrecía a nuestros ojos. Sobre la mesa había
una linterna sorda con la pantalla a medio abrir, arrojando un brillante rayo de
luz sobre la caja fuerte, cuya puerta estaba entreabierta. Junto a esta mesa, en la
sil a de madera, estaba sentado el doctor Grimesby Roylott, vestido con una
larga bata gris, bajo la cual asomaban sus tobillos desnudos, con los pies
enfundados en unas babuchas rojas. Sobre su regazo descansaba el corto mango
del largo látigo que habíamos visto el día anterior, el curioso látigo con el lazo en
la punta. Tenía la barbilla apuntando hacia arriba y los ojos fijos, con una
mirada terriblemente rígida, en una esquina del techo. Alrededor de la frente
llevaba una curiosa banda amarilla con lunares pardos que parecía atada con
fuerza a la cabeza. Al entrar nosotros, no se movió ni hizo sonido alguno.
—¡La banda! ¡La banda de lunares! —susurró Holmes.
Di un paso adelante. Al instante, el extraño tocado empezó a moverse y se
desenroscó, apareciendo entre los cabellos la cabeza achatada en forma de
rombo y el cuello hinchado de una horrenda serpiente.
—¡Una víbora de los pantanos! —exclamó Holmes—. La serpiente más
mortífera de la India. Este hombre ha muerto a los diez segundos de ser
mordido.
¡Qué gran verdad es que la violencia se vuelve contra el violento y que el
intrigante acaba por caer en la fosa que cava para otro! Volvamos a encerrar a
este bicho en su cubil y luego podremos llevar a la señorita Stoner a algún sitio
más seguro e informar a la policía del condado de lo que ha sucedido.
Mientras hablaba cogió rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó
el lazo por el cuello del reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo
con el brazo bien extendido, lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación.
Éstos son los hechos verdaderos de la muerte del doctor Grimesby Roylott,
de Stoke Moran. No es necesario que alargue un relato que ya es bastante
extenso, explicando cómo comunicamos la triste noticia a la aterrorizada joven,
cómo la llevamos en el tren de la mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el
lento proceso de la investigación judicial llegó a la conclusión de que el doctor
había encontrado la muerte mientras jugaba imprudentemente con una de sus
peligrosas mascotas. Lo poco que aún me quedaba por saber del caso me lo
contó Sherlock Holmes al día siguiente, durante el viaje de regreso.
—Yo había llegado a una conclusión absolutamente equivocada —dijo—, lo
cual demuestra, querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a
partir de datos insuficientes. La presencia de los gitanos y el empleo de la
palabra
«banda», que la pobre muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto
de lo que había entrevisto fugazmente a la luz de la cerilla, bastaron para
lanzarme tras una pista completamente falsa. El único mérito que puedo
atribuirme es el de haber reconsiderado inmediatamente mi postura cuando,
pese a todo, se hizo evidente que el peligro que amenazaba al ocupante de la
habitación, fuera el que fuera, no podía venir por la ventana ni por la puerta.
Como ya le he comentado, en seguida me llamaron la atención el orificio de
ventilación y el cordón que colgaba sobre la cama. Al descubrir que no tenía
campanilla, y que la cama estaba clavada al suelo, empecé a sospechar que el
cordón pudiera servir de puente para que algo entrara por el agujero y llegara a
la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una serpiente y, sabiendo que el
doctor disponía de un buen surtido de animales de la India, sentí que
probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea de utilizar una
clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir parecía digna
de un hombre inteligente y despiadado, con experiencia en Oriente. Muy sagaz
tendría que ser el juez de guardia capaz de descubrir los dos pinchacitos que
indicaban el lugar donde habían actuado los colmillos venenosos.
»A continuación pensé en el silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a
la serpiente antes de que la víctima pudiera verla a la luz del día.
Probablemente, la tenía adiestrada, por medio de la leche que vimos, para que
acudiera cuando él la llamaba. La hacía pasar por el orificio cuando le parecía
más conveniente, seguro de que bajaría por la cuerda y llegaría a la cama. Podía
morder a la durmiente o no; es posible que ésta se librase todas las noches
durante una semana, pero tarde o temprano tenía que caer.
»Había llegado ya a estas conclusiones antes de entrar en la habitación del
doctor. Al examinar su silla comprobé que tenía la costumbre de ponerse en pie
sobre ella: evidentemente, tenía que hacerlo para llegar al respiradero. La visión
de la caja fuerte, el plato de leche y el látigo con lazo, bastó para disipar las
pocas dudas que pudieran quedarme. El golpe metálico que oyó la señorita
Stoner lo produjo sin duda el padrastro al cerrar apresuradamente la puerta de
la caja fuerte, tras meter dentro a su terrible ocupante. Una vez formada mi
opinión, ya conoce usted las medidas que adopté para ponerla a prueba. Oí el
silbido del animal, como sin duda lo oyó usted también, y al momento encendí
la luz y lo ataqué.
—Con el resultado de que volvió a meterse por el respiradero.
—Y también con el resultado de que, una vez al otro lado, se revolvió
contra su amo. Algunos golpes de mi bastón habían dado en el blanco, y la
serpiente debía estar de muy mal humor, así que atacó a la primera persona que
vio. No cabe duda de que soy responsable indirecto de la muerte del doctor
Grimesby Roylott, pero confieso que es poco probable que mi conciencia se
sienta abrumada por ello.
9. El dedo pulgar del ingeniero
Entre todos los problemas que se sometieron al criterio de mi amigo
Sherlock Holmes durante los años que duró nuestra asociación, sólo hubo dos
que llegaran a su conocimiento por mediación mía, el del pulgar del señor
Hatherley y el de la locura del coronel Warburton. Es posible que este último
ofreciera más campo para un observador agudo y original, pero el otro tuvo un
principio tan extraño y unos detal es tan dramáticos que quizás merezca más ser
publicado, aunque ofreciera a mi amigo menos oportunidades para aplicar los
métodos de razonamiento deductivo con los que obtenía tan espectaculares
resultados. La historia, según tengo entendido, se ha contado más de una vez en
los periódicos, pero, como sucede siempre con estas narraciones, su efecto es
mucho menos intenso cuando se exponen en bloque, en media columna de letra
impresa, que cuando los hechos evolucionan poco a poco ante tus propios ojos y
el misterio se va aclarando progresivamente, a medida que cada nuevo
descubrimiento permite avanzar un paso hacia la verdad completa. En su
momento, las circunstancias del caso me impresionaron profundamente, y el
efecto apenas ha disminuido a pesar de los dos años transcurridos.
Los hechos que me dispongo a resumir ocurrieron en el verano del 89,
poco después de mi matrimonio. Yo había vuelto a ejercer la medicina y había
abandonado por fin a Sherlock Holmes en sus habitaciones de Baker Street,
aunque le visitaba con frecuencia y a veces hasta lograba convencerle de que
renunciase a sus costumbres bohemias hasta el punto de venir a visitarnos. Mi
clientela aumentaba constantemente y, dado que no vivía muy lejos de la
estación de Paddington, tenía algunos pacientes entre los ferroviarios. Uno de
éstos, al que había curado de una larga y dolorosa enfermedad, no se cansaba de
alabar mis virtudes, y tenía como norma enviarme a todo sufriente sobre el que
tuviera la más mínima influencia.
Una mañana, poco antes de las siete, me despertó la doncella, que l amó a
mi puerta para anunciar que dos hombres habían venido a Paddington y
aguardaban en la sala de consulta. Me vestí a toda prisa, porque sabía por
experiencia que los accidentes de ferrocarril casi nunca son leves, y bajé
corriendo las escaleras.
Al llegar abajo, mi viejo aliado el guarda salió de la consulta y cerró con
cuidado la puerta tras él.
—Lo tengo ahí. Está bien —susurró, señalando con el pulgar por encima
del hombro.
—¿De qué se trata? —pregunté, pues su comportamiento parecía dar a
entender que había encerrado en mi consulta a alguna extraña criatura.
—Es un nuevo paciente —siguió susurrando—. Me pareció conveniente
traerlo yo mismo; así no se escaparía. Ahí lo tiene, sano y salvo. Ahora tengo que
irme, doctor. Tengo mis obligaciones, lo mismo que usted —y el leal
intermediario se largó sin darme ni tiempo para agradecerle sus servicios.
Entré en mi consultorio y encontré un cabal ero sentado junto a la mesa.
Iba discretamente vestido, con un traje de tweed y una gorra de paño que había
dejado encima de mis libros. Llevaba una mano envuelta en un pañuelo, todo
manchado de sangre. Era joven, yo diría que no pasaría de veinticinco, con un
rostro muy varonil, pero estaba sumamente pálido y me dio la impresión de que
sufría una terrible agitación, que sólo podía controlar aplicando toda su fuerza
de voluntad.
—Lamento molestarle tan temprano, doctor —dijo—, pero he sufrido un
grave accidente durante la noche. He llegado en tren esta mañana y, al
preguntar en Paddington dónde podría encontrar un médico, este tipo tan
amable me acompañó hasta aquí. Le di una tarjeta a la doncella, pero veo que se
la ha dejado aquí en esta mesa.
Cogí la tarjeta y leí: «Victor Hatherley, ingeniero hidráulico, 16A Victoria
Street (3.er piso) ». Aquéllos eran el nombre, profesión y domicilio de mi
visitante matutino.
—Siento haberle hecho esperar —dije, sentándome en mi sillón de
despacho—. Supongo que acaba de terminar un servicio nocturno, que ya de por
sí es una ocupación monótona.
—Oh, esta noche no ha tenido nada de monótona —dijo, rompiendo a reír.
Se reía con toda el alma, en tono estridente, echándose hacia atrás en su asiento
y agitando los costados. Todos mis instintos médicos se alzaron contra aquella
risa.
—¡Pare! —grité—. ¡Contrólese! —y le escancié un poco de agua de una
garrafa.
No sirvió de nada. Era víctima de uno de esos ataques histéricos que sufren
las personas de carácter fuerte después de haber pasado una grave crisis. Por fin
consiguió serenarse, quedando exhausto y sonrojadísimo.
—Estoy haciendo el ridículo —jadeó.
—Nada de eso. Beba esto —añadí al agua un poco de brandy y el color
empezó a regresar a sus mejillas.
—Ya me siento mejor —dijo—. Y ahora, doctor, quizás pueda usted mirar
mi dedo pulgar, o más bien el sitio donde antes estaba mi pulgar.
Desenrolló el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos
se estremecieron al mirarla. Tenía cuatro dedos extendidos y una horrible
superficie roja y esponjosa donde debería haber estado el pulgar. Se lo habían
cortado o arrancado de cuajo.
—¡Cielo santo! —exclamé—. Es una herida espantosa. Tiene que haber
sangrado mucho.
—Ya lo creo. En el primer momento me desmayé, y creo que debí
permanecer mucho tiempo sin sentido. Cuando recuperé el conocimiento,
todavía estaba sangrando, así que me até un extremo del pañuelo a la muñeca y
lo apreté por medio de un palito.
—¡Excelente! Usted debería haber sido médico.
—Verá usted, es una cuestión de hidráulica, así que entraba dentro de mi
especialidad.
—Esto se ha hecho con un instrumento muy pesado y cortante —dije,
examinando la herida.
—Algo así como una cuchilla de carnicero —dijo él. —Supongo que fue un
accidente.
—Nada de eso.
—¡Cómo! ¿Un ataque criminal?
—Ya lo creo que fue criminal.
—Me horroriza usted.
Pasé una esponja por la herida, la limpié, la curé y, por último, la envolví
en algodón y vendajes carbolizados. Él se dejó hacer sin pestañear, aunque se
mordía el labio de vez en cuando.
—¿Qué tal? —pregunté cuando hube terminado.
—¡Fenomenal! ¡Entre el brandy y el vendaje, me siento un hombre nuevo!
Estaba muy débil, pero es que lo he pasado muy mal.
—Quizás sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que le altera los
nervios.
—Oh, no; ahora ya no. Tendré que contárselo todo a la policía; pero, entre
nosotros, si no fuera por la convincente evidencia de esta herida mía, me
sorprendería que creyeran mi declaración, pues se trata de una historia
extraordinaria y no dispongo de gran cosa que sirva de prueba para respaldarla.
E, incluso si me creyeran, las pistas que puedo darles son tan imprecisas que
difícilmente podrá hacerse justicia.
—¡Vaya! —exclamé—. Si tiene usted algo parecido a un problema que desea
ver resuelto, le recomiendo encarecidamente que acuda a mi amigo, el señor
Sherlock Holmes, antes de recurrir a la policía.
—Ya he oído hablar de ese tipo —respondió mi visitante—, y me gustaría
mucho que se ocupase del asunto, aunque desde luego tendré que ir también a
la policía. ¿Podría usted darme una nota de presentación?
—Haré algo mejor. Le acompañaré yo mismo a verle.
—Le estaré inmensamente agradecido.
—Llamaré a un coche e iremos juntos. Llegaremos a tiempo de tomar un
pequeño desayuno con él. ¿Se siente usted en condiciones?
—Sí. No estaré tranquilo hasta que haya contado mi historia.
—Entonces, mi doncella irá a buscar un coche y yo estaré con usted en un
momento —corrí escaleras arriba, le expliqué el asunto en pocas palabras a mi
esposa, y en menos de cinco minutos estaba dentro de un coche con mi nuevo
conocido, rumbo a Baker Street.
Tal como yo había esperado, Sherlock Holmes estaba haraganeando en su
sala de estar, cubierto con un batín, leyendo la columna de sucesos del Times y
fumando su pipa de antes del desayuno, compuesta por todos los residuos que
habían quedado de las pipas del día anterior, cuidadosamente secados y
reunidos en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su habitual
amabilidad tranquila, pidió más tocino y más huevos y compartimos un
sustancioso desayuno.
Al terminar instaló a nuestro nuevo conocimiento en el sofá, y puso al
alcance de su mano una copa de brandy con agua.
—Se ve con facilidad que ha pasado por una experiencia poco corriente,
señor Hatherley—dijo—. Por favor, recuéstese ahí y considérese por completo en
su casa. Cuéntenos lo que pueda, pero párese cuando se fatigue, y recupere
fuerzas con un poco de estimulante.
—Gracias —dijo mi paciente—, pero me siento otro hombre desde que el
doctor me vendó, y creo que su desayuno ha completado la cura. Procuraré
abusar lo menos posible de su valioso tiempo, así que empezaré
inmediatamente a narrar mi extraordinaria experiencia.
Holmes se sentó en su butacón, con la expresión fatigada y somnolienta
que enmascaraba su temperamento agudo y despierto, mientras yo me sentaba
enfrente de él, y ambos escuchamos en silencio el extraño relato que nuestro
visitante nos fue contando.
—Deben ustedes saber —dijo— que soy huérfano y soltero, y vivo solo en
un apartamento de Londres. Mi profesión es la de ingeniero hidráulico, y
adquirí una considerable experiencia de la misma durante los siete años de
aprendizaje que pasé en Venner & Matheson, la conocida empresa de
Greenwich. Hace dos años, habiendo cumplido mi contrato, y disponiendo
además de una buena suma de dinero que heredé a la muerte de mi pobre
padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un despacho en Victoria
Street.
»Supongo que, al principio, emprender un negocio independiente es una
experiencia terrible para todo el mundo. Para mí fue excepcionalmente duro.
Durante dos años no he tenido más que tres consultas y un trabajo de poca
monta, y eso es absolutamente todo lo que mi profesión me ha proporcionado.
Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete libras y diez chelines. Todos los días,
de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, aguardaba en mi pequeño cubil,
hasta que por fin empecé a desanimarme y llegué a creer que nunca encontraría
clientes.
»Sin embargo, ayer, justo cuando yo estaba pensando en dejar la oficina,
mi secretario entró a decir que había un caballero esperando para verme por
una cuestión de negocios. Traía además una tarjeta con el nombre "Coronel
Lysander Stark" grabado. Pisándole los talones entró el coronel mismo, un
hombre de estatura muy superior a la media, pero extraordinariamente flaco.
No creo haber visto nunca un hombre tan delgado. Su cara estaba afilada hasta
quedar reducida a la nariz y la barbilla, y la piel de sus mejillas estaba
completamente tensa sobre sus huesos salientes. Sin embargo, esta escualidez
parecía natural en él, no debida a una enfermedad, porque su mirada era
brillante, su paso vivo y su porte firme. Iba vestido con sencillez pero con
pulcritud, y su edad me pareció más cercana a los cuarenta que a los treinta.
»—¿El señor Hatherley? —preguntó con un ligero acento alemán—. Me ha
sido usted recomendado, señor Hatherley, como persona que no sólo es
competente en su profesión, sino también discreta y capaz de guardar un
secreto.
»Hice una inclinación, sintiéndome tan halagado como se sentiría
cualquier joven ante semejante introducción. »—¿Puedo preguntar quién ha
dado esa imagen tan favorable de mí? —pregunté.
»—Bueno, quizás sea mejor que no se lo diga por el momento. He sabido,
por la misma fuente, que es usted huérfano y soltero, y que vive solo en Londres.
»—Eso es completamente cierto —dije—, pero perdone que le diga que no
entiendo qué relación puede tener eso con mi competencia profesional. Tengo
entendido que quería usted verme por un asunto profesional.
»—En efecto. Pero ya verá usted que todo lo que digo guarda relación con
el o. Tengo un encargo profesional para usted, pero el secreto absoluto es
completamente esencial. Secreto ab-so-lu-to, ¿comprende usted? Y, por
supuesto, es más fácil conseguirlo de un hombre que viva solo que de otro que
viva en el seno de una familia.
»—Si yo prometo guardar un secreto —dije—, puede estar absolutamente
seguro de que así lo haré.
»Mientras yo hablaba, él me miraba muy fijamente, y me pareció que
jamás había visto una mirada tan inquisitiva y recelosa como la suya.
»—Entonces, ¿lo promete?
»—Sí, lo prometo.
»—¿Silencio completo y absoluto, antes, durante y después? ¿Ningún
comentario sobre el asunto, ni de palabra ni por escrito?
»—Ya le he dado mi palabra.
»—Muy bien —de pronto se levantó, atravesó la habitación como un rayo y
abrió la puerta de par en par. El pasillo estaba vacío.
»—Todo va bien —dijo, mientras volvía a sentarse—. Sé que a veces los
empleados sienten curiosidad por los asuntos de sus jefes. Ahora podemos
hablar con tranquilidad —arrimó su silla a la mía y comenzó a escudriñarme con
la misma mirada inquisitiva y dudosa.
»Yo empezaba a experimentar una sensación de repulsión y de algo
parecido al miedo ante las extrañas manías de aquel hombre esquelético. Ni
siquiera el temor a perder un cliente impedía que diera muestras de
impaciencia.
»—Le ruego que exponga su asunto, señor —dije—. Mi tiempo es valioso.
»—Que Dios me perdone esta última frase, pero las palabras salieron solas
de mis labios.
»—¿Qué le parecerían cincuenta guineas por una noche de trabajo? —
preguntó.
»—De maravilla.
»—He dicho una noche de trabajo, pero una hora sería más aproximado.
Simplemente, quiero su opinión acerca de una prensa hidráulica que se ha
estropeado. Si nos dice en qué consiste la avería, nosotros mismos la
arreglaremos.
¿Qué le parece el encargo?
»—El trabajo parece ligero, y la paga generosa.
»—Exacto. Nos gustaría que viniera esta noche, en el último tren.
»—¿Adónde?
»—A Eyford, en Berkshire. Es un pueblecito cerca de los límites de
Oxfordshire y a menos de siete millas de Reading. Hay un tren desde
Paddington que le dejará allí a las once y cuarto aproximadamente.
»—Muy bien.
»—Yo iré a esperarle con un coche.
»—Entonces, ¿hay que ir más lejos?
»—Sí, nuestra pequeña empresa está fuera del pueblo, a más de siete
millas de la estación de Eyford.
»—Entonces, no creo que podamos llegar antes de la medianoche.
Supongo que no habrá posibilidad de regresar en tren y que tendré que pasar
allí la noche.
»—Sí, no tendremos problema alguno para prepararle una cama.
»—Resulta bastante incómodo. ¿No podría ir a otra hora más conveniente?
»—Nos ha parecido mejor que venga usted de noche. Para compensarle
por la incomodidad es por lo que le estamos pagando a usted, una persona joven
y desconocida, unos honorarios con los que podríamos obtener el dictamen de
las figuras más prestigiosas de su profesión. No obstante, si usted prefiere
desentenderse del asunto, aún tiene tiempo de sobra para hacerlo.
»Pensé en las cincuenta guineas y en lo bien que me vendrían.
»—Nada de eso —dije—. Tendré mucho gusto en acomodarme a sus
deseos.
Sin embargo, me gustaría tener una idea más clara de lo que ustedes
quieren que haga.
»—Desde luego. Es muy natural que la promesa de secreto que le hemos
exigido despierte su curiosidad. No tengo intención de comprometerle en nada
sin antes habérselo explicado todo. Supongo que estamos completamente a
salvo de oídos indiscretos.
»—Por completo.
»—Entonces, el asunto es el siguiente: probablemente está usted enterado
de que la tierra de batán es un producto valioso, que sólo se encuentra en uno o
dos lugares de Inglaterra.
»—Eso he oído.
»—Hace algún tiempo adquirí una pequeña propiedad, muy pequeña, a
diez mil as de Reading, y tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos
había un yacimiento de tierra de batán. Sin embargo, al examinarlo comprobé
que se trataba de un yacimiento relativamente pequeño, pero que formaba como
un puente entre otros dos, mucho mayores, situados en terrenos de mis vecinos.
Esta buena gente ignoraba por completo que su tierra contuviera algo
prácticamente tan valioso como una mina de oro. Naturalmente, me interesaba
comprar sus tierras antes de que descubrieran su auténtico valor; pero, por
desgracia, carecía de capital para hacerlo.
Confié el secreto a unos pocos amigos y éstos propusieron explotar, sin que
nadie se enterara, nuestro pequeño yacimiento, y de ese modo reunir el dinero
que nos permitiría comprar los campos vecinos. Así lo hemos venido haciendo
desde hace algún tiempo, y para ayudarnos en nuestro trabajo instalamos una
prensa hidráulica.
Esta prensa, como ya le he explicado, se ha estropeado, y deseamos que
usted nos aconseje al respecto. Sin embargo, guardamos nuestro secreto
celosamente, y si se llegara a saber que a nuestra casa vienen ingenieros
hidráulicos, alguien podría sentirse curioso; y si salieran a relucir los hechos,
adiós a la posibilidad de hacernos con los campos y llevar a cabo nuestros
planes. Por eso le he hecho prometer que no le dirá a nadie que esta noche va a
ir a Eyford. Espero haberme explicado con claridad.
»—He comprendido perfectamente —dije—. Lo único que no acabo de
entender es para qué les sirve una prensa hidráulica en la extracción de la tierra,
que, según tengo entendido, se extrae como grava de un pozo.
»—¡Ah! —dijo como sin darle importancia—. Es que tenemos métodos
propios. Comprimimos la tierra en forma de ladrillos para así poder sacarlos sin
que se sepa qué son. Pero ésos son detalles sin importancia. Ahora ya se lo he
revelado todo, señor Hatherley, demostrándole que confío en usted —se levantó
mientras hablaba—. Así pues, le espero en Eyford a las once y cuarto.
» —Estaré allí sin falta.
»—Y no le diga una palabra a nadie —me dirigió una última mirada, larga e
inquisitiva, y después, estrechándome la mano con un apretón frío y húmedo,
salió con prisas del despacho.
»Pues bien, cuando me puse a pensar en todo aquello con la cabeza fría,
me sorprendió mucho, como podrán ustedes comprender, este repentino
trabajo que se me había encomendado. Por una parte, como es natural, estaba
contento, porque los honorarios eran, como mínimo, diez veces superiores a lo
que yo habría pedido de haber tenido que poner precio a mis propios servicios, y
era posible que a consecuencia de este encargo me surgieran otros. Pero por otra
parte, el aspecto y los modales de mi cliente me habían causado una
desagradable impresión, y no acababa de convencerme de que su explicación
sobre el asunto de la tierra bastara para justificar el hacerme ir a medianoche, y
su machacona insistencia en que no le hablara a nadie del trabajo. Sin embargo,
acabé por disipar todos mis temores, me tomé una buena cena, cogí un coche
para Paddington y emprendí el viaje, habiendo obedecido al pie de la letra la
orden de contener la lengua.
»En Reading tuve que cambiar no sólo de tren, sino también de estación,
pero llegué a tiempo de coger el último tren a Eyford, a cuya estación, mal
iluminada, llegamos pasadas las once. Fui el único pasajero que se apeó al í, y en
el andén no había nadie, a excepción de un mozo medio dormido con un farol.
Sin embargo, al salir por la puerta vi a mi conocido de por la mañana, que me
esperaba entre las sombras al otro lado de la calle. Sin decir una palabra, me
cogió del brazo y me hizo entrar a toda prisa en un coche que aguardaba con la
puerta abierta. Levantó la ventanilla del otro lado, dio unos golpecitos en la
madera y salimos a toda la velocidad de que era capaz el caballo.
—¿Un solo cabal o? —interrumpió Holmes.
—Sí, sólo uno.
—¿Se fijó usted en el color?
—Lo vi a la luz de los faroles cuando subía al coche. Era castaño.
—¿Parecía cansado o estaba fresco?
—Oh, fresco y reluciente.
—Gracias. Lamento haberle interrumpido. Por favor, continúe su
interesantísima exposición.
—Como le decía, salimos disparados y rodamos durante una hora por lo
menos. El coronel Lysander Stark había dicho que estaba a sólo siete mil as,
pero a juzgar por la velocidad que parecíamos llevar y por el tiempo que duró el
trayecto, yo diría que más bien eran doce. Permaneció durante todo el tiempo
sentado a mi lado sin decir palabra; y más de una vez, al mirar en su dirección,
me di cuenta de que él me miraba con gran intensidad. Las carreteras rurales no
parecían encontrarse en muy buen estado en esa parte del mundo, porque
dábamos terribles botes y bandazos. Intenté mirar por las ventanillas para ver
por dónde íbamos, pero eran de cristal esmerilado y no se veía nada, excepto
alguna luz borrosa y fugaz de vez en cuando. En un par de ocasiones, aventuré
algún comentario para romper la monotonía del viaje, pero el coronel me
respondió sólo con monosílabos, y pronto decaía la conversación. Por fin, el
traqueteo del camino fue sustituido por la lisa uniformidad de un sendero de
grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysander Stark saltó del coche y
cuando yo me apeé tras él, me arrastró rápidamente hacia un porche que se
abría ante nosotros. Podría decirse que pasamos directamente del coche al
vestíbulo, de modo que no pude echar ni un vistazo a la fachada de la casa. En
cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró de golpe a nuestras espaldas, y oí el
lejano traqueteo de las ruedas del coche que se alejaba.
»El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo, y el coronel buscó
a tientas unas cerillas, murmurando en voz baja. De pronto se abrió una puerta
al otro extremo del pasil o y un largo rayo de luz dorada se proyectó hacia
nosotros. Se hizo más ancho y apareció una mujer con un farol en la mano,
levantándolo por encima de la cabeza y adelantando la cara para mirarnos. Pude
observar que era bonita y por el brillo que provocaba la luz en su vestido negro,
comprendí que la tela era de calidad. Dijo unas pocas palabras en un idioma
extranjero, que por el tono parecían una pregunta, y cuando mi acompañante
respondió con un ronco monosílabo, se llevó tal sobresalto que casi se le cae el
farol de la mano. El coronel Stark corrió hacia ella, le susurró algo al oído y
luego, tras empujarla a la habitación de donde había salido, volvió hacia mí con
el farol en la mano.
»—¿Tendría usted la amabilidad de aguardar en esta habitación unos
minutos? —dijo, abriendo otra puerta. Era una habitación pequeña y recogida,
amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, sobre la cual había
unos cuantos libros en alemán. El coronel Stark colocó el farol encima de un
armonio situado junto a la puerta—. No le haré esperar casi nada —dijo,
desapareciendo en la oscuridad.
»Eché una ojeada a los libros que había sobre la mesa y, a pesar de mi
desconocimiento del alemán, pude darme cuenta de que dos de ellos eran
tratados científicos, y que los demás eran de poesía. Me acerqué a la ventana
con la esperanza de ver algo del campo, pero estaba cerrada con postigos de
roble y barras de hierro. Reinaba en la casa un silencio sepulcral. En algún lugar
del pasillo se oía el sonoro tic tac de un viejo reloj, pero por lo demás el silencio
era de muerte.
Empezó a apoderarse de mí una vaga sensación de inquietud. ¿Quiénes
eran aquellos alemanes y qué estaban haciendo, viviendo en aquel lugar extraño
y apartado? ¿Y dónde estábamos? A unas millas de Eyford, eso era todo lo que
sabía, pero ignoraba si al norte, al sur, al este o al oeste. Por otra parte, Reading
y posiblemente otras poblaciones de cierto tamaño, se encontraban dentro de
aquel radio, por lo que cabía la posibilidad de que la casa no estuviera tan
aislada, después de todo. Sin embargo, el absoluto silencio no dejaba lugar a
dudas de que nos encontrábamos en el campo. Me paseé de un lado a otro de la
habitación, tarareando una canción entre dientes para elevar los ánimos, y
sintiendo que me estaba ganando a fondo mis honorarios de cincuenta guineas.
»De pronto, sin ningún sonido preliminar en medio del silencio absoluto,
la puerta de mi habitación se abrió lentamente. La mujer apareció en el hueco,
con la oscuridad del vestíbulo a sus espaldas y la luz amarilla de mi farol
cayendo sobre su hermoso y angustiado rostro. Se notaba a primera vista que
estaba enferma de miedo, y el advertirlo me provocó escalofríos. Levantó un
dedo tembloroso para advertirme que guardara silencio y me susurró algunas
palabras en inglés defectuoso, mientras sus ojos miraban como los de un caballo
asustado a la oscuridad que tenía detrás.
»—Yo que usted me iría —dijo, me pareció que haciendo un gran esfuerzo
por hablar con calma—. Yo me iría. No me quedaría aquí. No es bueno para
usted.
»—Pero, señora —dije—, aún no he hecho lo que vine a hacer. No puedo
marcharme en modo alguno hasta haber visto la máquina.
»—No vale la pena que espere —continuó—. Puede salir por la puerta;
nadie se lo impedirá —y entonces, viendo que yo sonreía y negaba con la cabeza,
abandonó de pronto toda reserva y avanzó un paso con las manos
entrelazadas—.
¡Por amor de Dios! —susurró—. ¡Salga de aquí antes de que sea demasiado
tarde!
»Pero yo soy algo testarudo por naturaleza, y basta que un asunto presente
algún obstáculo para que sienta más ganas de meterme en él. Pensé en mis
cincuenta guineas, en el fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía
esperarme. ¿Y todo aquello por nada? ¿Por qué habría de escaparme sin haber
realizado mi trabajo y sin la paga que me correspondía? Aquella mujer, por lo
que yo sabía, bien podía estar loca. Así que, con una expresión firme, aunque su
comportamiento me había afectado más de lo que estaba dispuesto a confesar,
volví a negar con la cabeza y declaré mi intención de quedarme donde estaba.
Ella estaba a punto de insistir en sus súplicas cuando sonó un portazo en el piso
de arriba y se oyó ruido de pasos en las escaleras. La mujer escuchó un instante,
levantó las manos en un gesto de desesperación y se esfumó tan súbita y
silenciosamente como había venido.
»Los que venían eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y
rechoncho, con una barba que parecía una piel de chinchilla creciendo entre los
pliegues de su papada, que me fue presentado como el señor Ferguson.
»—Éste es mi secretario y administrador —dijo el coronel—. Por cierto,
tenía la impresión de haber dejado esta puerta cerrada. Le habrá entrado frío.
»—Al contrario —dije yo—. La abrí yo, porque me sentía un poco agobiado.
»Me dirigió una de sus miradas recelosas.
»—En tal caso —dijo—, quizás lo mejor sea poner manos a la obra. El señor
Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina.
»—Tendré que ponerme el sombrero.
»—Oh, no hace falta, está en la casa.
»—¿Cómo? ¿Extraen ustedes la tierra en la casa?
»—No, no, aquí sólo la comprimimos. Pero no se preocupe de eso. Lo único
que queremos es que examine la máquina y nos diga lo que anda mal.
»Subimos juntos al piso de arriba, primero el coronel con la lámpara,
después el obeso administrador, y yo cerrando la marcha. La casa era un
verdadero laberinto, con pasillos, corredores, estrechas escaleras de caracol y
puertecillas bajas, con los umbrales desgastados por las generaciones que
habían pasado por ellas. Por encima de la planta baja no había alfombras ni
rastro de muebles, el revoco se desprendía de las paredes y la humedad
producía manchones verdes y malsanos. Procuré adoptar un aire tan
despreocupado como me fue posible, pero no había olvidado las advertencias de
la mujer, a pesar de no haber hecho caso de ellas, y no les quitaba el ojo de
encima a mis dos acompañantes. Ferguson parecía un hombre huraño y callado,
pero, por lo poco que había dicho, pude notar que por lo menos era un
compatriota.
»Por fin, el coronel Lysander Stark se detuvo ante una puerta baja y abrió
el cierre. Daba a un cuartito cuadrado en el que apenas había sitio para los tres.
Ferguson se quedó fuera y el coronel me hizo entrar.
»—Ahora —dijo— estamos dentro de la prensa hidráulica, y sería bastante
desagradable que alguien la pusiera en funcionamiento. El techo de este cuartito
es, en realidad, el extremo del émbolo, que desciende sobre este suelo metálico
con una fuerza de muchas toneladas. Ahí fuera hay pequeñas columnas
hidráulicas laterales, que reciben la fuerza y la transmiten y multiplican de la
manera que usted sabe. La verdad es que la máquina funciona, pero con cierta
rigidez, y ha perdido un poco de fuerza. ¿Tendrá usted la amabilidad de echarle
un vistazo y explicarnos cómo podemos arreglarla?
»Cogí la lámpara de su mano y examiné a conciencia la máquina. Era
verdaderamente gigantesca y capaz de ejercer una presión enorme. Sin
embargo, cuando salí y accioné las palancas de control, supe al instante, por el
siseo que producía, que existía una pequeña fuga de agua por uno de los
cilindros laterales.
Un nuevo examen reveló que una de las bandas de caucho que rodeaban la
cabeza de un eje se había encogido y no llenaba del todo el tubo por el que se
deslizaba.
Aquélla, evidentemente, era la causa de la pérdida de potencia y así se lo
hice ver a mis acompañantes, que escucharon con gran atención mis palabras e
hicieron varias preguntas de tipo práctico sobre el modo de corregir la avería.
Después de explicárselo con toda claridad, volví a entrar en la cámara de la
máquina y le eché un buen vistazo para satisfacer mi propia curiosidad. Se
notaba a primera vista que la historia de la tierra de batán era pura fábula,
porque sería absurdo utilizar una máquina tan potente para unos fines tan
inadecuados. Las paredes eran de madera, pero el suelo era una gran plancha de
hierro, y cuando me agaché a examinarlo pude advertir una capa de sedimento
metálico por toda su superficie. Estaba en cuclillas, rascándolo para ver qué era
exactamente, cuando oí mascullar una exclamación en alemán y vi el rostro
cadavérico del coronel que me miraba desde arriba.
»—¿Qué está usted haciendo? —preguntó.
»Yo estaba irritado por haber sido engañado con una historia tan
descabellada como la que me había contado, y contesté:
»—Estaba admirando su tierra de batán. Creo que podría aconsejarle
mejor acerca de su máquina si conociera el propósito exacto para el que la
utiliza.
»En el mismo instante de pronunciar aquellas palabras, lamenté haber
hablado con tanto atrevimiento. Su expresión se endureció y en sus ojos se
encendió una luz siniestra.
»—Muy bien —dijo—. Va usted a saberlo todo acerca de la máquina.
»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla e hizo girar la llave en la
cerradura. Yo me lancé sobre la puerta y tiré del picaporte, pero estaba bien
trabado y la puerta resistió todas mis patadas y empujones.
»—¡Oiga! —grité—. ¡Eh, coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el silencio de la noche, oí de pronto un sonido que me
puso el corazón en la boca. Era el chasquido de las palancas y el siseo del
cilindro defectuoso. Habían puesto en funcionamiento la máquina. La lámpara
seguía en el suelo, donde yo la había dejado para examinar el piso. A su luz pude
ver que el techo negro descendía sobre mí, despacio y con sacudidas, pero, como
yo sabía mejor que nadie, con una fuerza que en menos de un minuto me
reduciría a una pulpa informe. Me arrojé contra la puerta gritando y ataqué la
cerradura con las uñas. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el
implacable chasquido de las palancas ahogó mis gritos. El techo ya sólo estaba a
uno o dos palmos por encima de mi cabeza, y levantando la mano podía palpar
su dura y rugosa superficie.
Entonces se me ocurrió de pronto que mi muerte sería más o menos
dolorosa según la posición en que me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, el
peso caería sobre mi columna vertebral, y me estremecí al pensar en el terrible
crujido. Tal vez fuera mejor ponerse al revés, pero ¿tendría la suficiente sangre
fría para quedarme tumbado, viendo descender sobre mí aquella mortífera
sombra negra? Ya me resultaba imposible permanecer de pie, cuando mis ojos
captaron algo que inyectó en mi corazón un chorro de esperanza.
»Ya he dicho que, aunque el suelo y el techo eran de hierro, las paredes
eran de madera. Al echar una última y urgente mirada a mi alrededor, descubrí
una fina línea de luz amarillenta entre dos de las tablas, que se iba ensanchando
cada vez más al retirarse hacia atrás un pequeño panel. Durante un instante,
casi no pude creer que allí se abría una puerta por la que podría escapar de la
muerte. Pero al instante siguiente me lancé a través de ella y caí, casi
desmayado, al otro lado. El panel se había vuelto a cerrar detrás de mí, pero el
crujido de la lámpara y, unos instantes después, el choque de las dos planchas
de metal, me hicieron comprender por qué poco había escapado.
»Un frenético tirón de la muñeca me hizo volver en mí, y me encontré
caído en el suelo de piedra de un estrecho pasillo. Una mujer se inclinaba sobre
mí y tiraba de mi brazo con la mano izquierda, mientras sostenía una vela en la
derecha. Era la misma buena amiga cuyas advertencias había rechazado tan
estúpidamente.
»—¡Vamos! ¡Vamos! —me gritaba sin aliento—. ¡Estarán aquí dentro de un
momento! ¡Verán que no está usted ahí! ¡No pierda un tiempo tan precioso!
¡Venga!
Al menos esta vez no me burlé de sus consejos. Me puse en pie, un poco
tambaleante, y corrí con ella por el pasillo, bajando luego por una escalera de
caracol que conducía a otro corredor más ancho. Justo cuando llegábamos a
éste, oímos ruido de pies que corrían y gritos de dos voces, una de ellas
respondiendo a la otra, en el piso en el que estábamos y en el de abajo. Mi guía
se detuvo y miró a su alrededor como sin saber qué hacer. Entonces abrió una
puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana se veía brillar la luna.
»—¡Es su única oportunidad! —dijo—. Está bastante alto, pero quizás
pueda saltar.
»Mientras ella hablaba, apareció una luz en el extremo opuesto del
corredor y vi la flaca figura del coronel Lysander Stark corriendo hacia nosotros
con un farol en una mano y un arma parecida a una cuchilla de carnicero en la
otra. Atravesé corriendo la habitación, abrí la ventana y miré al exterior. ¡Qué
tranquilo, acogedor y saludable se veía el jardín a la luz de la luna! Y no podía
estar a más de diez metros de distancia hacia abajo. Me encaramé al antepecho,
pero no me decidí a saltar hasta haber oído lo que sucedía entre mi salvadora y
el rufián que me perseguía. Si intentaba maltratarla, estaba decidido a volver en
su ayuda, costara lo que costara.
Apenas había tenido tiempo de pensar esto cuando él llegó a la puerta,
apartando de un empujón a la mujer; pero ella le echó los brazos al cuello e
intentó detenerlo.
»—¡Fritz! ¡Fritz! —gritaba en inglés—. Recuerda lo que me prometiste
después de la última vez. Dijiste que no volvería a ocurrir. ¡No dirá nada! ¡De
verdad que no dirá nada!
»—¡Estás loca, Elisa! —grito él, forcejeando para desembarazarse de ella—.
¡Será nuestra ruina! Este hombre ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te
digo!
»La arrojó a un lado y, corriendo a la ventana, me atacó con su pesada
arma.
Yo me había descolgado y estaba agarrado con los dedos a la ranura de la
ventana, con las manos sobre el alféizar, cuando cayó el golpe. Sentí un dolor
apagado, mi mano se soltó y caí al jardín.
»La caída fue violenta, pero no sufrí ningún daño. Me incorporé, pues, y
corrí entre los arbustos tan deprisa como pude, pues me daba cuenta de que aún
no estaba fuera de peligro, ni mucho menos. Pero de pronto, mientras corría, se
apoderó de mí un terrible mareo y casi me desmayé. Me miré la mano, que
palpitaba dolorosamente, y entonces vi por vez primera que me habían cortado
el dedo pulgar y que la sangre brotaba a chorros de la herida. Intenté
vendármela con un pañuelo, pero entonces sentí un repentino zumbido en los
oídos y al instante siguiente caí desvanecido entre los rosales.
»No podría decir cuánto tiempo permanecí inconsciente. Tuvo que ser
bastante tiempo, porque cuando recuperé el sentido la luna se había ocultado y
empezaba a despuntar la mañana. Tenía las ropas empapadas de rocío y la
manga de la chaqueta toda manchada de sangre de la herida. El dolor de la
misma me hizo recordar en un instante todos los detalles de mi aventura
nocturna, y me puse en pie de un salto, con la sensación de que aún no me
encontraba a salvo de mis perseguidores. Pero me llevé una gran sorpresa al
mirar a mi alrededor y comprobar que no había ni rastro de la casa ni del jardín.
Había estado tumbado en un rincón del seto, al lado de la carretera, y un poco
más abajo había un edificio largo, que al acercarme a él resultó ser la misma
estación a la que había llegado la noche antes.
De no ser por la fea herida de mi mano, habría pensado que todo lo
ocurrido durante aquellas terribles horas había sido una pesadilla.
»Medio atontado, llegué a la estación y pregunté por el tren de la mañana.
Salía uno para Reading en menos de una hora. Vi que estaba de servicio el
mismo mozo que había visto al llegar. Le pregunté si había oído alguna vez
hablar del coronel Lysander Stark. El nombre no le decía nada. ¿Se había fijado,
la noche anterior, en el coche que me esperaba? No, no se había fijado. ¿Había
una comisaría de policía cerca de la estación? Había una, a unas tres millas.
»Era demasiado lejos para mí, con lo débil y maltrecho que estaba. Decidí
esperar hasta llegar a Londres para contarle mi historia a la policía. Eran poco
más de las seis cuando llegué, fui antes que nada a que me curaran la herida, y
luego el doctor tuvo la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos,
y haré exactamente lo que usted me aconseje.
Ambos guardamos silencio durante unos momentos después de escuchar
este extraordinario relato. Entonces Sherlock Holmes cogió de un estante uno
de los voluminosos libros en los que guardaba sus recortes.
—Aquí hay un anuncio que puede interesarle —dijo—. Apareció en todos
los periódicos hace aproximadamente un año. Escuche: «Desaparecido el 9 del
corriente, el señor Jeremiah Hayling, ingeniero hidráulico de 26 años. Salió de
su domicilio a las diez de la noche y no se le ha vuelto a ver. Vestía, etc.». ¡Ajá!
Imagino que ésta fue la última vez que el coronel tuvo necesidad de
reparar su máquina.
—¡Cielo santo! —exclamó mi paciente—. ¡Eso explica lo que dijo la mujer!
—Sin duda alguna. Es evidente que el coronel es un hombre frío y
temerario, absolutamente decidido a que nada se interponga en su juego, como
aquel os piratas desalmados que no dejaban supervivientes en los barcos que
abordaban.
Bueno, no hay tiempo que perder, así que, si se siente usted capaz, nos
pasaremos ahora mismo por Scotland Yard, como paso previo a nuestra visita a
Eyford.
Unas tres horas después, nos encontrábamos todos en el tren que salía de
Reading con destino al pueblecito de Berkshire. «Todos» éramos Sherlock
Holmes, el ingeniero hidráulico, el inspector Bradstreet de Scodand Yard, un
policía de paisano y yo. Bradstreet había desplegado sobre el asiento un mapa
militar de la región y estaba muy ocupado con sus compases, trazando un
círculo con Eyford como centro.
—Aquí lo tienen —dijo—. Este círculo tiene un radio de diez mil as a partir
del pueblo. El sitio que buscamos tiene que estar en algún punto cercano a esta
línea.
Dijo usted diez millas, ¿no es así, señor?
—Fue un trayecto de una hora, a buena velocidad.
—¿Y piensa usted que lo trajeron de vuelta mientras se encontraba
inconsciente?
—Tuvo que ser así. Conservo un vago recuerdo de haber sido levantado y
llevado a alguna parte.
—Lo que no acabo de entender —dije yo— es por qué no lo mataron
cuando lo encontraron sin sentido en el jardín. Puede que el asesino se
ablandara ante las súplicas de la mujer.
—No me parece probable. Jamás en mi vida vi un rostro tan implacable.
—Bueno, pronto aclararemos eso —dijo Bradstreet—. Y ahora, una vez
trazado el círculo, me gustaría saber en qué punto del mismo podremos
encontrar a la gente que andamos buscando.
—Creo que podría señalarlo con el dedo —dijo Holmes tranquilamente.
—¡Válgame Dios! —exclamó el inspector—. ¡Ya se ha formado una opinión!
Está bien, veamos quién está de acuerdo. Yo digo que está al sur, porque la
región está menos poblada por esa parte.
—Y yo digo que al este —dijo mi paciente.
—Yo voto por el oeste —apuntó el policía de paisano—. Por esa parte hay
varios pueblecitos muy tranquilos.
—Y yo voto por el norte —dije yo—, porque por ahí no hay colinas, y
nuestro amigo ha dicho que no observó que el coche pasara por ninguna.
—Bueno —dijo el inspector echándose a reír—. No puede haber más
diversidad de opiniones. Hemos recorrido toda la brújula. ¿A quién apoya usted
con el voto decisivo?
—Todos se equivocan.
—Pero no es posible que nos equivoquemos todos.
—Oh, sí que lo es. Yo voto por este punto —colocó el dedo en el centro del
círculo—. Aquí es donde los encontraremos.
—¿Y el recorrido de doce millas? —alegó Hatherley.
—Seis de ida y seis de vuelta. No puede ser más sencillo. Usted mismo dijo
que el cabal o se encontraba fresco y reluciente cuando usted subió al coche.
¿Cómo podía ser eso si había recorrido doce millas por caminos
accidentados?
—Desde luego, es un truco bastante verosímil —comentó Bradstreet,
pensativo—. Y, por supuesto, no hay dudas sobre a qué se dedica esa banda.
—Absolutamente ninguna —corroboró Holmes—. Son falsificadores de
moneda a gran escala, y utilizan la máquina para hacer la amalgama con la que
sustituyen a la plata.
—Hace bastante tiempo que sabemos de la existencia de una banda muy
hábil —dijo el inspector—. Están poniendo en circulación monedas de media
corona a mil ares. Les hemos seguido la pista hasta Reading, pero no pudimos
pasar de ahí; han borrado sus huellas de una manera que indica que se trata de
verdaderos expertos. Pero ahora, gracias a este golpe de suerte, creo que les
echaremos el guante.
Pero el inspector se equivocaba, porque aquellos criminales no estaban
destinados a caer en manos de la justicia.
Cuando entrábamos en la estación de Eyford vimos una gigantesca
columna de humo que ascendía desde detrás de una pequeña arboleda cercana,
cerniéndose sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz.
—¿Un incendio en una casa? —preguntó Bradstreet, mientras el tren
arrancaba de nuevo para seguir su camino.
—Sí, señor —dijo el jefe de estación.
—¿A qué hora se inició?
—He oído que durante la noche, señor, pero ha ido empeorando y ahora
toda la casa está en l amas.
—¿De quién es la casa?
—Del doctor Becher.
—Dígame —interrumpió el ingeniero—, ¿este doctor Becher es alemán,
muy flaco y con la nariz larga y afilada?
El jefe de estación se echó a reír de buena gana.
—No, señor; el doctor Becher es inglés, y no hay en toda la parroquia un
hombre con el chaleco mejor forrado. Pero en su casa vive un cabal ero, creo que
un paciente, que sí que es extranjero y al que, por su aspecto, no le vendría mal
un buen filete de Berkshire.
Aún no había terminado de hablar el jefe de estación, y ya todos corríamos
en dirección al incendio. La carretera remontaba una pequeña colina, y desde lo
alto pudimos ver frente a nosotros un gran edificio encalado que vomitaba
llamas por todas sus ventanas y aberturas, mientras en el jardín tres bombas de
incendios se esforzaban en vano por dominar el fuego.
—¡Ésa es! —gritó Hatherley, tremendamente excitado—. ¡Ahí está el
sendero de grava, y ésos son los rosales donde me caí. Aquella ventana del
segundo piso es desde donde salté.
—Bueno, por lo menos ha conseguido usted vengarse —dijo Holmes—. No
cabe duda de que fue su lámpara de aceite, al ser aplastada por la prensa, la que
prendió fuego a las paredes de madera; pero ellos estaban tan ocupados
persiguiéndole que no se dieron cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos, por
si puede reconocer entre toda esa gente a sus amigos de anoche, aunque mucho
me temo que a estas horas se encuentran por lo menos a cien millas de aquí.
Los temores de Holmes se vieron confirmados, porque hasta la fecha no se
ha vuelto a saber ni una palabra de la hermosa mujer, el siniestro alemán y el
sombrío inglés. A primera hora de aquella mañana, un campesino se había
cruzado con un coche que rodaba apresuradamente en dirección a Reading,
cargado con varias personas y varias cajas muy voluminosas, pero al í se perdió
la pista de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de
descubrir el menor indicio de su paradero.
Los bomberos se sorprendieron mucho ante los extraños dispositivos que
encontraron en la casa, y aún más al descubrir un pulgar humano recién cortado
en el alféizar de una ventana del segundo piso. Hacia el atardecer sus esfuerzos
dieron por fin resultados y lograron dominar el fuego, pero no sin que antes se
desplomara el tejado y la casa entera quedara tan absolutamente reducida a
ruinas que, exceptuando algunos cilindros retorcidos y algunas tuberías de
hierro, no quedaba ni rastro de la maquinaria que tan cara había costado a
nuestro desdichado ingeniero. En un cobertizo adyacente se encontraron
grandes cantidades de níquel y estaño, pero ni una sola moneda, lo cual podría
explicar aquellas cajas tan abultadas que ya hemos mencionado.
La manera en que nuestro ingeniero hidráulico fue trasladado desde el
jardín hasta el punto donde recuperó el conocimiento habría quedado en el
misterio, de no ser por el mantillo del jardín, que nos reveló una sencilla
historia. Era evidente que había sido transportado por dos personas, una de
ellas con los pies muy pequeños y la otra con pies extraordinariamente grandes.
En conjunto, parecía bastante probable que el silencioso inglés, menos audaz o
menos asesino que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a trasladar al
hombre inconsciente fuera del peligro.
—¡Bonito negocio he hecho! —dijo nuestro ingeniero en tono de queja
mientras ocupábamos nuestros asientos para regresar a Londres—. He perdido
un dedo, he perdido unos honorarios de cincuenta guineas... ¿y qué es lo que he
ganado?
—Experiencia —dijo Holmes, echándose a reír—. En cierto modo, puede
resultarle muy valiosa. No tiene más que ponerla en forma de palabras para
ganarse una reputación de persona interesante para el resto de su vida.
10. El aristócrata solterón
Hace ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simon y la curiosa
manera en que terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos
en los que se mueve el infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y
sus detal es más picantes han acaparado las murmuraciones, desviándolas de
este drama que ya tiene cuatro años de antigüedad. No obstante, como tengo
razones para creer que los hechos completos no se han revelado nunca al
público en general, y dado que mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un
importante papel en el esclarecimiento del asunto, considero que ninguna
biografía suya estaría completa sin un breve resumen de este notable episodio.
Pocas semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con
Holmes el apartamento de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un
paseo y encontró una carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había
quedado en casa todo el día, porque el tiempo se había puesto de repente muy
lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala que me había traído dentro del
cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán palpitaba con monótona
persistencia. Tumbado en una poltrona con una pierna encima de otra, me
había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado al fin de noticias,
los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte, contemplando el escudo y las
iniciales del sobre que había encima de la mesa, y preguntándome
perezosamente quién sería aquel noble que escribía a mi amigo.
—Tiene una carta de lo más elegante —comenté al entrar él—. Si no
recuerdo mal, las cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero
del puerto.
—Sí, desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad —
respondió él, sonriendo—. Y, por lo general, las más humildes son las más
interesantes. Ésta parece una de esas molestas convocatorias sociales que le
obligan a uno a aburrirse o a mentir.
Rompió el lacre y echó un vistazo al contenido.
—¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante!
—¿No es un acto social, entonces?
—No; estrictamente profesional.
—¿Y de un cliente noble?
—Uno de los grandes de Inglaterra.
—Querido amigo, le felicito.
—Le aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me
importa mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es
posible que esta nueva investigación no carezca de interés. Ha leído usted con
atención los últimos periódicos, ¿no es cierto?
—Eso parece —dije melancólicamente, señalando un enorme montón que
había en un rincón—. No tenía otra cosa que hacer.
—Es una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo
más que los sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre
instructivos.
Pero si usted ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído
acerca de lord St. Simon y su boda.
—Oh, sí, y con el mayor interés.
—Estupendo. La carta que tengo en la mano es de lord St. Simon. Se la voy
a leer y, a cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que
tenga que ver con el asunto. Esto es lo que dice:
«Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura que puedo
confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una
visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación
con mi boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en
el asunto, pero me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted
coopere, e incluso cree que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a las
cuatro de la tarde, y le agradecería que aplazara cualquier otro compromiso que
pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es de trascendental importancia. Suyo
afectísimo, ROBERT ST. SIMON.»
—Está fechada en Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el
noble señor ha tenido la desgracia de mancharse de tinta la parte de fuera de su
meñique derecho —comentó Holmes, volviendo a doblar la carta.
—Dice que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga.
—Entonces, tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al
corriente del tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden de
fechas, mientras yo miro quién es nuestro cliente —sacó un volumen de tapas
rojas de una hilera de libros de referencia que había junto a la repisa de la
chimenea—.
Aquí está —dijo, sentándose y abriéndolo sobre las rodillas—. «Robert
Walsingham de Vere St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral»... ¡Hum!
Escudo: Campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido
en 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse.
Fue subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque, su
padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado
sangre de los Plantagenet por vía directa y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá!
Bueno, en todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo
de usted, Watson, para obtener datos más sólidos.
—Me resultará muy fácil encontrar lo que busco —dije yo—, porque los
hechos son bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin
embargo, no me atrevía a hablarle del tema, porque sabía que tenía una
investigación entre manos y que no le gusta que se entrometan otras cosas.
—Ah, se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de
Grosvenor Square. Eso ya está aclarado de sobra... aunque la verdad es que era
evidente desde un principio. Por favor, deme los resultados de su selección de
prensa.
—Aquí está la primera noticia que he podido encontrar. Está en la columna
personal del MorningPost y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha
concertado una boda», dice, «que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar
dentro de muy poco, entre lord Robert St. Simon, segundo hijo del duque de
Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de Aloysius Doran, de San
Francisco, California, EE.UU.» Eso es todo.
—Escueto y al grano —comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus
largas y delgadas piernas.
—En la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo
ampliando lo anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas
de protección sobre el mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre
comercio parece actuar decididamente en contra de nuestro producto nacional.
Una tras otra, las grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en
manos de nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico. Durante la última
semana se ha producido una importante incorporación a la lista de premios
obtenidos por estas encantadoras invasoras. Lord St. Simon, que durante más
de veinte años se había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha
anunciado de manera oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la
fascinante hija de un millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva
figura y bello rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House,
es hija única y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y
que aún podría aumentar en el futuro.
Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que el duque de Balmoral se
ha visto obligado a vender su colección de pintura en los últimos años, y que
lord St. Simon carece de propiedades, si exceptuamos la pequeña finca de
Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no es la única que sale
ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil y habitual transición
de dama republicana a aristócrata británica».
—¿Algo más? —preguntó Holmes, bostezando.
—Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Morning Post diciendo que la boda
sería un acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en
Hanover Square, que sólo se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que
luego todos se reunirían en una casa amueblada de Lancaster Gate, alquilada
por el señor Aloysius Doran. Dos días después... es decir, el miércoles pasado...
hay una breve noticia de que la boda se ha celebrado y que los novios pasarían la
luna de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Éstas son todas las
noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia.
—¿Antes de qué? —preguntó Holmes con sobresalto.
—De la desaparición de la dama.
—¿Y cuándo desapareció?
—Durante el almuerzo de boda.
—Caramba. Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más
dramático.
—Sí, a mí me pareció un poco fuera de lo corriente.
—Muchas novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra
durante la luna de miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor,
déme detalles.
—Le advierto que son muy incompletos.
—Quizás podamos hacer que lo sean menos.
—Lo poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado
ayer por la mañana, que voy a leerle. Se titula «Extraño incidente en una boda
de alta sociedad».
«La familia de lord Robert St. Simon ha quedado sumida en la mayor
consternación por los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con su
boda. La ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de ayer, se
celebró anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible confirmar
los extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar de los
esfuerzos de los amigos por silenciar el asunto, éste ha atraído de tal modo la
atención del público que de nada serviría fingir desconocimiento de un tema
que está en todas las conversaciones.»
La ceremonia, que se celebró en la iglesia de San Jorge, en Hanover
Square, tuvo lugar en privado, asistiendo tan sólo el padre de la novia, señor
Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral, lord Backwater, lord Eustace y lady
Clara St. Simon (hermano menor y hermana del novio), y lady Alicia
Whittington. A continuación, el cortejo se dirigió a la casa del señor Aloysius
Doran, en Lancaster Gate, donde se había preparado un almuerzo. Parece que
allí se produjo un pequeño incidente, provocado por una mujer cuyo nombre no
se ha podido confirmar, que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras el
cortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones que tenía que hacerle a lord St.
Simon. Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo
consiguieron expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado en la
casa antes de esta desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con
los demás cuando se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su
habitación.
Como su prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre
fue a buscarla; pero la doncella le dijo que sólo había entrado un momento en su
habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a toda
prisa por el pasil o. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la casa a una
señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se negaba a creer que
fuera la novia, por estar convencido de que ésta se encontraba con los invitados.
Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius Doran,
acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin pérdida de
tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas investigaciones, que
probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso asunto. Sin embargo, a
últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada del paradero de la dama
desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice que la policía ha detenido
a la mujer que provocó el incidente, en la creencia de que, por celos o algún otro
motivo, pueda estar relacionada con la misteriosa desaparición de la novia.»
—¿Y eso es todo?
—Sólo hay una notita en otro de los periódicos, pero bastante sugerente.
—¿Qué dice?
—Que la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había
sido detenida. Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al
novio desde hace varios años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus
manos... Al menos, tal como lo ha expuesto la prensa.
—Y parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería
por nada del mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el
reloj marca poco más de las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro
aristocrático cliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porque me interesa
mucho tener un testigo, aunque sólo sea para confirmar mi propia memoria.
—El señor Robert St. Simon —anunció nuestro botones, abriendo la puerta
de par en par, para dejar entrar a un cabal ero de rostro agradable y expresión
inteligente, altivo y pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y
con la mirada firme y abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar
y ser obedecido. Aunque sus movimientos eran vivos, su aspecto general daba
una errónea impresión de edad, porque iba ligeramente encorvado y se le
doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al quitarse el sombrero de ala
ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y empezaban a clarear
en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con la
afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos
de charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la
cabeza de izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del
que colgaban sus gafas con montura de oro.
—Buenos días, lord St. Simon —dijo Holmes, levantándose y haciendo una
reverencia—. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es mi amigo y
colaborador, el doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del
asunto.
—Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar,
señor Holmes. Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que
usted ya ha intervenido en varios casos delicados, parecidos a éste, aunque
supongo que no afectarían a personas de la misma clase social.
—En efecto, voy descendiendo.
—¿Cómo dice?
—Mi último cliente de este tipo fue un rey.
—¡Caramba! No tenían¡ idea. ¿Y qué rey?
—El rey de Escandinavia.
—¿Cómo? ¿También desapareció su esposa?
—Como usted comprenderá —dijo Holmes suavemente—, aplico a los
asuntos de mis otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los
suyos.
—¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En
cuanto a mi caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que
pueda ayudarle a formarse una opinión.
—Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más.
Supongo que puedo considerarlo correcto... Por ejemplo, este artículo sobre la
desaparición de la novia.
El señor St. Simon le echó un vistazo.
—Sí, es más o menos correcto en lo que dice.
—Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien
pueda adelantar una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los
hechos sería preguntarle a usted.
—Adelante.
—¿Cuándo conoció usted a la señorita Hatty Doran?
—Hace un año, en San Francisco.
—¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando se prometieron?
—No.
—¿Pero su relación era amistosa?
—A mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me
divertía.
—¿Es muy rico su padre?
—Dicen que es el hombre más rico de la Costa Oeste.
—¿Y cómo adquirió su fortuna?
—Con las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró
oro, invirtió y subió como un cohete.
—Veamos: ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita... es
decir, de su esposa?
El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.
—Verá usted, señor Holmes —dijo—. Mi esposa tenía ya veinte años
cuando su padre se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un
campamento minero y vagando por bosques y montañas, de manera que su
educación debe más a la naturaleza que a los maestros de escuela. Es lo que en
Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter fuerte, impetuoso y
libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa... hasta diría que
volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por
otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar —soltó
una tosecilla solemne— si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que
es capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.
—¿Tiene una fotografía suya?
—He traído esto.
Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No
se trataba de una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista
había sacado el máximo partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y
oscuros y la exquisita boca. Holmes lo miró con gran atención durante un buen
rato. Luego cerró el medallón y se lo devolvió a lord St. Simon.
—Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
—Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos
varias veces, nos prometimos y por fin nos casamos.
—Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable.
—Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.
—Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un
hecho consumado.
—La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.
—Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?
—Sí.
—¿Estaba ella de buen humor?
—Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el
futuro.
—Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?
—Estaba animadísima... Por lo menos, hasta después de la ceremonia.
—¿Y después observó usted algún cambio en ella? —Bueno, a decir verdad,
fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su temperamento es un
poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para
mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso.
—A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.
—Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo.
Pasaba en aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó
en uno de el os. Hubo un instante de demora, pero el caballero del reclinatorio
se lo devolvió y no parecía que se hubiera estropeado con la caída. Aun así,
cuando le mencioné el asunto, me contestó bruscamente; y luego, en el coche,
camino de casa, parecía absurdamente agitada por aquella insignificancia.
—Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según
eso, había algo de público en la boda, ¿no?
—Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.
—El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?
—No, no; le he llamado caballero por cortesía, pero era una persona
bastante vulgar. Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos
desviando del tema.
—Así pues, la señora St. Simon regresó dula boda en un estado de ánimo
menos jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su
padre?
—La vi mantener una conversación con su doncella.
—¿Y quién es esta doncella?
—Se llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella.
—¿Una doncella de confianza?
—Quizás demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas
libertades. Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo
diferente.
—¿Cuánto tiempo estuvo hablando con esta Alice?
—Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar.
—¿No oyó usted lo que decían?
—La señora St. Simon dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía
utilizar esa jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso
decir con eso.
—A veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su
esposa cuando terminó de hablar con la doncella?
—Entró en el comedor.
—¿Del brazo de usted?
—No, sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como ésa.
Y luego, cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas,
murmuró unas palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a
ver.
—Pero, según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su
esposa fue a su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de
novia, se caló un sombrero y salió de la casa.
—Exactamente. Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía
de Flora Millar, una mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un
incidente en casa del señor Doran aquella misma mañana.
—Ah, sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus
relaciones con usted.
Lord St. Simon se encogió de hombros y levantó las cejas.
—Durante algunos años hemos mantenido relaciones amistosas... podría
decirse que muy amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con
generosidad, y no tiene ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya
sabe usted cómo son las mujeres, señor Holmes. Flora era encantadora, pero
demasiado atolondrada, y sentía devoción por mí. Cuando se enteró de que me
iba a casar, me escribió unas cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la
boda se celebrara en la intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la
iglesia. Se presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros
acabábamos de volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases
muy injuriosas contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había
previsto la posibilidad de que ocurriera algo semejante, y había dado
instrucciones al servicio, que no tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto
vio que no sacaría nada con armar alboroto.
—¿Su esposa oyó todo esto?
—No, gracias a Dios, no lo oyó.
—¿Pero más tarde la vieron paseando con esta misma mujer?
—Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree
que Flora atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.
—Bueno, es una suposición que entra dentro de lo posible.
—¿También usted lo cree?
—No dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted?
—Yo no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca.
—No obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter.
¿Podría decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?
—Bueno, en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer
la mía. Le he dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo
decirle que se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la
boda y la conciencia de haber dado un salto social tan inmenso le hayan
provocado a mi esposa algún pequeño trastorno nervioso de naturaleza
transitoria.
—En pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura.
—Bueno, la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda... no digo a
mí, sino a algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito... me resulta difícil
hallar otra explicación.
—Bien, desde luego, también es una hipótesis concebible —dijo Holmes
sonriendo—. Y ahora, lord St. Simon, creo que ya dispongo de casi todos los
datos.
¿Puedo preguntar si en la mesa estaban ustedes sentados de modo que
pudieran ver por la ventana?
—Podíamos ver el otro lado de la calle, y el parque. —Perfecto. En tal caso,
creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en comunicación
con usted.
—Si es que tiene la suerte de resolver el problema —dijo nuestro cliente,
levantándose de su asiento.
—Ya lo he resuelto.
—¿Eh? ¿Cómo dice?
—Digo que ya lo he resuelto.
—Entonces, ¿dónde está mi esposa?
—Ése es un detal e que no tardaré en proporcionarle. Lord St. Simon
meneó la cabeza.
—Me temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía —
comentó, y tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la
habitación.
—El bueno de lord St. Simon me hace un gran honor al colocar mi cabeza
al mismo nivel que la suya —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Después
de tanto interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había
sacado mis conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la
habitación.
—¡Pero Holmes!
—Tengo en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes,
ninguno tan precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para
convertir mis conjeturas en certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial
resulta muy convincente, como cuando uno se encuentra una trucha en la leche,
por citar el ejemplo de Thoreau.
—Pero yo he oído todo lo que ha oído usted.
—Pero sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí
me ha sido muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en
Munich, al año siguiente de la guerra franco—prusiana, ocurrió algo muy
parecido.
Es uno de esos casos... Pero ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes,
Lestrade. Encontrará usted otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja
tiene cigarros.
El inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban
un aspecto decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona
negra. Con un breve saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Holmes con un brillo malicioso en los
ojos—. Parece usted descontento.
—Y estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simon. No le
encuentro ni pies ni cabeza al asunto.
—¿De verdad? Me sorprende usted.
—¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren
entre los dedos. He estado todo el día trabajando en el o.
—Y parece que ha salido mojadísimo del empeño —dijo Holmes, tocándole
la manga de la chaqueta marinera.
—Sí, es que he estado dragando el Serpentine.
—¿Y para qué, en nombre de todos los santos?
—En busca del cuerpo de lady St. Simon.
Sherlock Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas.
—¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square?
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Pues que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un
sitio como en otro.
Lestrade le dirigió a mi compañero una mirada de furia.
—Supongo que usted ya lo sabe todo —se burló.
—Bueno, acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una
conclusión.
—¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el
asunto.
—Lo considero muy improbable.
—Entonces, tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que
encontramos esto en él —y diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su
contenido; un vestido de novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso
blanco, una guirnalda y un velo de novia, todo ello descolorido y empapado.
Encima del montón colocó un anillo de boda nuevo—. Aquí tiene, maestro
Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez.
—Vaya, vaya —dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado—.
¿Ha encontrado usted todo eso al dragar el Serpentine?
—No, lo encontró un guarda del parque, flotando cerca de la orilla. Han
sido identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que si la
ropa estaba allí, el cuerpo no se encontraría muy lejos.
—Según ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse
cerca de un armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con
todo esto?
—Alguna prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición.
—Me temo que le va a resultar difícil.
—¿Conque eso se teme, eh? —exclamó Lestrade, algo picado—. Pues yo me
temo, Holmes, que sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa.
Ha metido dos veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la
señorita Flora Millar.
—¿Y de qué manera?
—En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el
tarjetero hay una nota. Y aquí está la nota —la plantó de un manotazo en la
mesa, delante de él—. Escuche esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado.
Ven en seguida.
F H. M.». Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido que lady St.
Simon fue atraída con engaños por Flora Millar, y que ésta, sin duda con ayuda
de algunos cómplices, es responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus
iniciales, está la nota que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y que
sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.
—Muy bien, Lestrade —dijo Holmes, riendo—. Es usted fantástico. Déjeme
verlo —cogió el papel con indiferencia, pero algo le l amó la atención al instante,
haciéndole emitir un grito de satisfacción.
—¡Esto sí que es importante! —dijo.
—¡Vaya! ¿Le parece a usted?
—Ya lo creo. Le felicito calurosamente.
Lestrade se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar.
—¡Pero...! —exclamó—. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado!
—Al contrario, éste es el lado bueno.
—¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!
—Pero por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel,
que es lo que me interesa, y mucho.
—Eso no significa nada. Ya me había fijado —dijo Lestrade—. «4 de
octubre, habitación 8 chelines, desayuno 2 chelines y 6 peniques, cóctel l chelín,
comida 2 chelines y 6 peniques, vaso de jerez 8 peniques.» Yo no veo nada ahí.
—Probablemente, no. Pero aun así, es muy importante. También la nota es
importante, o al menos lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo.
—Ya he perdido bastante tiempo —dijo Lestrade, poniéndose en pie—. Yo
creo en el trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas
teorías. Buenos días, señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del
asunto —recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la
puerta.
—Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade —dijo Holmes lentamente—.
Voy a decirle la verdadera solución del asunto. Lady St. Simon es un mito. No
existe ni existió nunca semejante persona.
Lestrade miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio
tres golpecitos en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con
prisas.
Apenas se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se
levantó y se puso su abrigo.
—Algo de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de
campo —comentó—. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarle algún tiempo
solo con sus periódicos.
Eran más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve
tiempo de aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un
recadero con una gran caja plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un
muchacho que le acompañaba. Al poco rato, y con gran asombro por mi parte,
sobre nuestra modesta mesa de caoba se desplegaba una cena fría totalmente
epicúrea. Había un par de cuartos de becada fría, un faisán, un pastel de foiegras
y varias botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todas
aquellas delicias, los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de las
Mil y Una Noches, sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban
pagadas y que les habían encargado llevarlas a nuestra dirección.
Poco antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala.
Traía una expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo
pensar que no le habían fallado sus suposiciones.
—Veo que han traído la cena —dijo, frotándose las manos.
—Parece que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco
personas.
—Sí, me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita —dijo—
. Me sorprende que lord St. Simon no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus
pasos en la escalera.
Era, en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una
tromba, balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión
de absoluto desconcierto en sus aristocráticas facciones.
—Veo que mi mensajero dio con usted —dijo Holmes.
—Sí, y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente
perplejo. ¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice?
—El mejor que se podría tener.
Lord St. Simon se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente.
—¿Qué dirá el duque —murmuró— cuando se entere de que un miembro
de su familia ha sido sometido a semejante humillación?
—Ha sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación.
—Ah, usted mira las cosas desde otro punto de vista.
—Yo no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía
actuar de otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda,
lamentable. Al carecer de madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.
—Ha sido un desaire, señor, un desaire público —dijo lord St. Simon,
tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Debe usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una
situación tan sin precedentes.
—Nada de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido
víctima de un abuso vergonzoso.
—Creo que ha sonado el timbre —dijo Holmes—. Sí, se oyen pasos en el
vestíbulo. Si yo no puedo convencerle de que considere el asunto con mejores
ojos, lord St. Simon, he traído un abogado que quizás tenga más éxito.
Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y a un cabal ero.
—Lord St. Simon —dijo—: permítame que le presente al señor Francis Hay
Moulton y señora. A la señora creo que ya la conocía.
Al ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un
salto y permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la
pechera de su levita, convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La
dama se había adelantado rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió
negándose a levantar la vista. Posiblemente, ello le ayudó a mantener su
resolución, pues la mirada suplicante de la mujer era difícil de resistir.
—Estás enfadado, Robert —dijo ella—. Bueno, supongo que te sobran
motivos.
—Por favor, no te molestes en ofrecer disculpas —dijo lord St. Simon en
tono amargado.
—Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado
contigo antes de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a
Frank, no supe lo que hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí
desmayada delante mismo del altar.
—¿Desea usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la
habitación mientras usted se explica?
—Si se me permite dar una opinión —intervino el caballero desconocido—,
ya ha habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que
Europa y América enteras oyeran las explicaciones.
Era un hombre de baja estatura, fibroso, tostado por el sol, de expresión
avispada y movimientos ágiles. —Entonces, contaré nuestra historia sin más
preámbulo —dijo la señora—. Frank y yo nos conocimos en el 81, en el
campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas, donde papá explotaba
una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá dio con una buena
veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una mina que fue a
menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacia papá, más pobre era Frank;
llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso siguiera
adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido y me
siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido, se
habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank dijo
que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que tuviera
tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos, y juré
que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo: «¿Por
qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré que soy
tu marido hasta que vuelva a reclamarte».
En fin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con
un cura esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y después,
Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví con papá.
»Lo siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí
que andaba buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde
Nuevo México. Y un día apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un
campamento minero atacado por los indios apaches, y al í estaba el nombre de
mi Frank entre las víctimas. Caí desmayada y estuve muy enferma durante
meses.
Papá pensó que estaba tísica y me llevó a la mitad de los médicos de San
Francisco. Durante más de un año no llegaron más noticias, y ya no dudé de que
Frank estuviera muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord St.
Simon, nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy
contento, pero yo seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría
ocupar en mi corazón el puesto de mi pobre Frank.
»Aun así, de haberme casado con lord St. Simon, yo le habría sido leal. No
tenemos control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él
al altar con la intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible.
Pero puede usted imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la
mirada hacia atrás y vi a Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al
principio, lo tomé por un fantasma; pero cuando lo miré de nuevo seguía al í,
como preguntándome con la mirada si me alegraba de verlo o lo lamentaba. No
sé cómo no caí al suelo.
Sé que todo me daba vueltas, y las palabras del sacerdote me sonaban en
los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir
la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo, y me pareció
que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a los labios
para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y
supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio,
camino de la salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la
mano al devolverme las flores. Eran sólo unas palabras diciéndome que me
reuniera con él cuando él me diera la señal. Por supuesto, ni por un momento
dudé de que mi principal obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer
cualquier cosa que él me indicara.
»Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido
en California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que
preparase mi abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que
habérselo dicho a lord St. Simon, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de
su madre y de todos aquellos grandes personajes. Decidí largarme primero y dar
explicaciones después.
No llevaba ni diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la
ventana, al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el
parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me acercó
una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. John... Por lo poco que
entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la
boda... Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en
un coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y
allí se celebró mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había
caído prisionero de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó
que yo le había dado por muerto y me había venido a Inglaterra, me siguió hasta
aquí, y me encontró la mañana misma de mi segunda boda.
—Lo leí en un periódico —explicó el norteamericano—. Venía el nombre y
la iglesia, pero no la dirección de la novia.
—Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de
revelarlo todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no
volver a ver a nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber
que estaba viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquel os personajes de
la nobleza, sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y
demás cosas de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio
donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más
seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el
señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo
estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar
nuestra situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con
lord St. Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora,
Robert, ya sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y
espero que no pienses muy mal de mí.
Lord St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y
había escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.
—Perdonen —dijo—, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos
personales más íntimos de una manera tan pública.
—Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me
vaya?
—Oh, desde luego, si eso le causa algún placer —extendió la mano y
estrechó fríamente la que le tendían.
—Tenía la esperanza —surgió Holmes— de que me acompañaran en una
cena amistosa.
—Creo que eso ya es pedir demasiado —respondió su señoría—. Quizás no
me quede más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no
esperarán que me ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a
despedirme.
Muy buenas noches a todos —hizo una amplia reverencia que nos abarcó a
todos y salió a grandes zancadas de la habitación.
—Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía —
dijo Sherlock Holmes—. Siempre es un placer conocer a un norteamericano,
señor Moulton; soy de los que opinan que la estupidez de un monarca y las
torpezas de un ministro en tiempos lejanos no impedirán que nuestros hijos
sean algún día ciudadanos de una única nación que abarcará todo el mundo,
bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las Barras y
Estrellas.
—Ha sido un caso interesante —comentó Holmes cuando nuestros
visitantes se hubieron marchado—, porque demuestra con toda claridad lo
sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece
casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no
encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos
narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si
se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland
Yard.
—Así pues, no se equivocaba usted.
—Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos.
El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro,
que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente,
algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué
podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo
estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía
que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco
tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal
influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente
de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de
que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por
qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía
tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes
muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de
escuchar el relato de lord St. Simon.
Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de
humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer
un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la
significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros
significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación
se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este
hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía
lo último.
—¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?
—Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos
una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy
importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una
semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más
selectos de Londres.
—¿De dónde sacó lo de selecto?
—Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho
peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles
más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo
que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el
señor Francis H.
Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al
examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en
la copia.
Había dejado dicho que se le enviara ?a correspondencia al 226 de Gordon
Square, así que al á me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja
de enamorados y me atrevía ofrecerles algunos consejos paternales,
indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un
poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en
particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que
también él acudiera a la cita.
—Pero con resultados no demasiado buenos —comenté yo—. Desde luego,
la conducta del caballero no ha sido muy elegante.
—¡Ah, Watson! —dijo Holmes sonriendo—. Puede que tampoco usted se
comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa
echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de
fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar
gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a
encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el
único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas
veladas de otoño.
11. La corona de berilos
— Holmes —dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde
nuestro mirador—, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje
salir solo!
Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro,
con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y
luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada
sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro
de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja
terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras
aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y
barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían
menos peatones que de costumbre.
En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía
nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había
llamado la atención.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de
aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una
figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra,
sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla
de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo
contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr,
dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco
acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y
bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las
más extraordinarias contorsiones.
—¿Qué demonios puede pasarle? —pregunté—. Está mirando los números
de las casas.
—Me parece que viene aquí —dijo Holmes, frotándose las manos.
—¿Aquí?
—Sí, y yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconocer
los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? —mientras Holmes hablaba, el hombre,
jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla
hasta que las llamadas resonaron en toda la casa.
Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía
resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y
desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se trasformaron al instante en
espanto y compasión.
Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de
un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá
de los límites de la razón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la
cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y
arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Holmes le empujó hacia una
butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando
tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y
que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.
—Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? —decía—. Ha venido
con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y
entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que
tenga a bien plantearme.
El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho
agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la
frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros.
—¿Verdad que me han tomado por un loco? —dijo.
—Se nota que tiene usted algún gran apuro —respondió Holmes.
—¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene totalmente trastornada la
razón, una desgracia inesperada y terrible! Podría haber soportado la deshonra
pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia
privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, y de una manera
tan espantosa, han conseguido destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo
solo.
Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le
encuentre una salida a este horrible asunto.
—Serénese, por favor —dijo Holmes—, y explíqueme con claridad quién es
usted y qué le ha ocurrido.
—Es posible que mi nombre les resulte familiar —respondió nuestro
visitante—. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, de
Threadneedle Street.
Efectivamente, conocíamos bien aquel nombre, perteneciente al socio más
antiguo del segundo banco más importante de la City de Londres. ¿Qué podía
haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más prominentes de Londres
quedara reducido a aquella patética condición? Aguardamos llenos de
curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió fuerzas para contar su
historia.
—Opino que el tiempo es oro —dijo—, y por eso vine corriendo en cuanto el
inspector de policía sugirió que procurara obtener su cooperación. He venido en
Metro hasta Baker Street, y he tenido que correr desde la estación porque los
coches van muy despacio con esta nieve. Por eso me he quedado sin aliento, ya
que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora ya me siento mejor y le
expondré los hechos del modo más breve y más claro que me sea posible.
»Naturalmente, ustedes ya saben que para la buena marcha de una
empresa bancaria, tan importante es saber invertir provechosamente nuestros
fondos como ampliar nuestra clientela y el número de depositarios. Uno de los
sistemas más lucrativos de invertir dinero es en forma de préstamos, cuando la
garantía no ofrece dudas. En los últimos años hemos hecho muchas operaciones
de esta clase, y son muchas las familias de la aristocracia a las que hemos
adelantado grandes sumas de dinero, con la garantía de sus cuadros, bibliotecas
o vajillas de plata.
»Ayer por la mañana, me encontraba en mi despacho del banco cuando
uno de los empleados me trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nombre, que
era nada menos que... bueno, quizá sea mejor que no diga más, ni siquiera a
usted...
Baste con decir que se trata de un nombre conocido en todo el mundo...
uno de los nombres más importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra.
Me sentí abrumado por el honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue
directamente al grano del negocio, con el aire de quien quiere despachar cuanto
antes una tarea desagradable.
»—Señor Holder —dijo—, se me ha informado de que presta usted dinero.
»—La firma lo hace cuando la garantía es buena —respondí yo.
»—Me es absolutamente imprescindible —dijo él— disponer al momento
de cincuenta mil libras. Por supuesto, podría obtener una suma diez veces
superior a esa insignificancia pidiendo prestado a mis amigos, pero prefiero
llevarlo como una operación comercial y ocuparme del asunto personalmente.
Como comprenderá usted, en mi posición no conviene contraer ciertas
obligaciones.
»—¿Puedo preguntar durante cuánto tiempo necesitará usted esa suma? —
pregunté.
»—El lunes que viene cobraré una cantidad importante, y entonces podré,
con toda seguridad, devolverle lo que usted me adelante, más los intereses que
considere adecuados. Pero me resulta imprescindible disponer del dinero en el
acto.
»—Tendría mucho gusto en prestárselo yo mismo, de mi propio bolsillo y
sin más trámites, pero la cantidad excede un poco a mis posibilidades. Por otra
parte, si lo hago en nombre de la firma, entonces, en consideración a mi socio,
tendría que insistir en que, aun tratándose de usted, se tomaran todas las
garantías pertinentes.
»—Lo prefiero así, y con mucho —dijo él, alzando una caja de tafilete negro
que había dejado junto a su silla—. Supongo que habrá oído hablar de la corona
de berilos.
»—Una de las más preciadas posesiones públicas del Imperio —respondí
yo.
»—En efecto —abrió la caja y allí, embutida en blando terciopelo de color
carne, apareció la magnífica joya que acababa de nombrar—. Son treinta y nueve
berilos enormes —dijo—, y el precio de la montura de oro es incalculable. La
tasación más baja fijará el precio de la corona en más del doble de la suma que
le pido. Estoy dispuesto a dejársela como garantía.
»Tomé en las manos el precioso estuche y miré con cierta perplejidad a mi
ilustre cliente.
»—¿Duda usted de su valor? —preguntó.
»—En absoluto. Sólo dudo...
»—... de que yo obre correctamente al dejarla aquí. Puede usted estar
tranquilo. Ni en sueños se me ocurriría hacerlo si no estuviese absolutamente
seguro de poder recuperarla en cuatro días. Es una mera formalidad. ¿Le parece
suficiente garantía?
»—Más que suficiente.
»—Se dará usted cuenta, señor Holder, de que con esto le doy una enorme
prueba de la confianza que tengo en usted, basada en las referencias que me han
dado. Confío en que no sólo será discreto y se abstendrá de todo comentario
sobre el asunto, sino que además, y por encima de todo, cuidará de esta corona
con toda clase de precauciones, porque no hace falta que le diga que se
organizaría un escándalo tremendo si sufriera el menor daño. Cualquier
desperfecto sería casi tan grave como perderla por completo, ya que no existen
en el mundo berilos como éstos, y sería imposible reemplazarlos. No obstante,
se la dejo con absoluta confianza, y vendré a recuperarla personalmente el lunes
por la mañana.
»Viendo que mi cliente estaba deseoso de marcharse, no dije nada más;
llamé al cajero y le di orden de que pagara cincuenta mil libras en billetes. Sin
embargo, cuando me quedé solo con el precioso estuche encima de la mesa,
delante de mí, no pude evitar pensar con cierta inquietud en la inmensa
responsabilidad que había contraído. No cabía duda de que, por tratarse de una
propiedad de la nación, el escándalo sería terrible si le ocurriera alguna
desgracia. Empecé a lamentar el haber aceptado quedarme con ella, pero ya era
demasiado tarde para cambiar las cosas, así que la guardé en mi caja de
seguridad privada, y volví a mi trabajo.
»Al llegar la noche, me pareció que sería una imprudencia dejar un objeto
tan valioso en el despacho. No sería la primera vez que se fuerza la caja de un
banquero. ¿Por qué no habría de pasarle a la mía? Así pues, decidí que durante
los días siguientes llevaría siempre la corona conmigo, para que nunca estuviera
fuera de mi alcance. Con esta intención, llamé a un coche y me hice conducir a
mi casa de Streatham, llevándome la joya. No respiré tranquilo hasta que la
hube subido al piso de arriba y guardado bajo llave en el escritorio de mi
gabinete.
»Y ahora, unas palabras acerca del personal de mi casa, señor Holmes,
porque quiero que comprenda perfectamente la situación. Mi mayordomo y mi
lacayo duermen fuera de casa, y se les puede descartar por completo. Tengo tres
doncellas, que llevan bastantes años conmigo, y cuya honradez está por encima
de toda sospecha. Una cuarta doncella, Lucy Parr, lleva sólo unos meses a mi
servicio.
Sin embargo, traía excelentes referencias y siempre ha cumplido a la
perfección. Es una muchacha muy bonita, y de vez en cuando atrae a
admiradores que rondan por la casa. Es el único inconveniente que le hemos
encontrado, pero por lo demás consideramos que es una chica excelente en
todos los aspectos.
»Eso en cuanto al servicio. Mi familia es tan pequeña que no tardaré
mucho en describirla. Soy viudo y tengo un solo hijo, Arthur, que ha sido una
decepción para mí, señor Holmes, una terrible decepción. Sin duda, toda la
culpa es mía. Todos dicen que le he mimado demasiado, y es muy probable que
así sea. Cuando falleció mi querida esposa, todo mi amor se centró en él. No
podía soportar que la sonrisa se borrara de su rostro ni por un instante. Jamás
le negué ningún capricho. Tal vez habría sido mejor para los dos que yo me
hubiera mostrado más severo, pero lo hice con la mejor intención.
»Naturalmente, yo tenía la intención de que él me sucediera en el negocio,
pero no tenía madera de financiero. Era alocado, indisciplinado y, para ser
sincero, no se le podían confiar sumas importantes de dinero. Cuando era joven
se hizo miembro de un club aristocrático, y allí, gracias a su carácter simpático,
no tardó en hacer amistades con gente de bolsa bien repleta y costumbres caras.
Se aficionó a jugar a las cartas y apostar en las carreras, y continuamente acudía
a mí, suplicando que le diese un adelanto de su asignación para poder saldar sus
deudas de honor. Más de una vez intentó romper con aquellas peligrosas
compañías, pero la influencia de su amigo sir George Burnwell le hizo volver en
todas las ocasiones.
»A decir verdad, a mí no me extrañaba que un hombre como sir George
Burnwell tuviera tanta influencia sobre él, porque lo trajo muchas veces a casa e
incluso a mí me resultaba difícil resistirme a la fascinación de su trato. Es mayor
que Arthur, un hombre de mundo de pies a cabeza, que ha estado en todas
partes y lo ha visto todo, conversador brillante y con un gran atractivo personal.
Sin embargo, cuando pienso en él fríamente, lejos del encanto de su presencia,
estoy convencido, por su manera cínica de hablar y por la mirada que he
advertido en sus ojos, de que no se puede confiar en él. Eso es lo que pienso, y
así piensa también mi pequeña Mary, que posee una gran intuición femenina
para la cuestión del carácter.
»Y ya sólo queda ella por describir. Mary es mi sobrina; pero cuando
falleció mi hermano hace cinco años, dejándola sola, yo la adopté y desde
entonces la he considerado como una hija. Es el sol de la casa..., dulce, cariñosa,
guapísima, excelente administradora y ama de casa, y al mismo tiempo tan
tierna, discreta y gentil como puede ser una mujer. Es mi mano derecha. No sé
lo que haría sin ella.
Sólo en una cosa se ha opuesto a mis deseos. Mi hijo le ha pedido dos veces
que se case con él, porque la ama apasionadamente, pero ella le ha rechazado las
dos veces. Creo que si alguien puede volverlo al buen camino es ella; y ese
matrimonio podría haber cambiado por completo la vida de mi hijo. Pero, ¡ay!,
ya es demasiado tarde. ¡Demasiado tarde, sin remedio!
»Y ahora que ya conoce usted a la gente que vive bajo mi techo, señor
Holmes, proseguiré con mi doloroso relato. »Aquella noche, después de cenar,
mientras tomábamos café en la sala de estar, les conté a Arthur y Mary lo
sucedido y les hablé del precioso tesoro que teníamos en casa, omitiendo
únicamente el nombre de mi cliente. Estoy seguro de que Lucy Parr, que nos
había servido el café, había salido ya de la habitación; pero no puedo asegurar
que la puerta estuviera cerrada. Mary y Arthur se mostraron muy interesados y
quisieron ver la famosa corona, pero a mí me pareció mejor dejarla en paz.
»—¿Dónde la has guardado? —preguntó Arthur.
»—En mi escritorio.
»—Bueno, Dios quiera que no entren ladrones en casa esta noche —dijo.
»—Está cerrado con llave —indiqué.
—Bah, ese escritorio se abre con cualquier llave vieja. Cuando era pequeño,
yo la abría con la llave del armario del trastero.
»Ésa era su manera normal de hablar, así que no presté mucha atención a
lo que decía. Sin embargo, aquella noche me siguió a mi habitación con una
expresión muy seria.
»—Escucha, papá —dijo con una mirada baja—. ¿Puedes dejarme
doscientas libras?
»—¡No, no puedo! —respondí irritado—. ¡Ya he sido demasiado generoso
contigo en cuestiones de dinero!
»—Has sido muy amable —dijo él—, pero necesito ese dinero, o jamás
podré volver a asomar la cara por el club.
»—¡Pues me parece estupendo! —exclamé yo.
»—Sí, papá, pero no querrás que quede deshonrado —dijo—. No podría
soportar la deshonra. Tengo que reunir ese dinero como sea, y si tú no me lo
das, tendré que recurrir a otros medios.
»Yo me sentía indignado, porque era la tercera vez que me pedía dinero en
un mes.
»—¡No recibirás de mí ni medio penique! —grité, y él me hizo una
reverencia y salió de mi cuarto sin decir una palabra más.
»Después de que se fuera, abrí mi escritorio, comprobé que el tesoro
seguía a salvo y lo volví a cerrar con llave. Luego hice una ronda por la casa para
verificar que todo estaba seguro. Es una tarea que suelo delegar en Mary, pero
aquella noche me pareció mejor realizarla yo mismo. Al bajar las escaleras
encontré a Mary junto a la ventana del vestíbulo, que cerró y aseguró al
acercarme yo.
»—Dime, papá —dijo algo preocupada, o así me lo pareció—. ¿Le has dado
permiso a Lucy, la doncella, para salir esta noche?
»—Desde luego que no.
»—Acaba de entrar por la puerta de atrás. Estoy segura de que sólo ha ido
hasta la puerta lateral para ver a alguien, pero no me parece nada prudente y
habría que prohibírselo.
»—Tendrás que hablar con ella por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré
yo.
¿Estás segura de que todo está cerrado?
»—Segurísima, papá.
»—Entonces, buenas noches —le di un beso y volví a mi habitación, donde
no tardé en dormirme.
»Señor Holmes, estoy esforzándome por contarle todo lo que pueda tener
alguna relación con el caso, pero le ruego que no vacile en preguntar si hay
algún detal e que no queda claro.
—Al contrario, su exposición está siendo extraordinariamente lúcida.
—Llego ahora a una parte de mi historia que quiero que lo sea
especialmente.
Yo no tengo el sueño pesado y, sin duda, la ansiedad que sentía hizo que
aquella noche fuera aún más ligero que de costumbre. A eso de las dos de la
mañana, me despertó un ruido en la casa. Cuando me desperté del todo ya no se
oía, pero me había dado la impresión de una ventana que se cerrara con
cuidado. Escuché con toda mi alma. De pronto, con gran espanto por mi parte,
oí el sonido inconfundible de unos pasos sigilosos en la habitación de al lado.
Me deslicé fuera de la cama, temblando de miedo, y miré por la esquina de la
puerta del gabinete.
»—¡Arthur! —grité—. ¡Miserable ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar esa
corona?
»La luz de gas estaba a media potencia, como yo la había dejado, y mi
desdichado hijo, vestido sólo con camisa y pantalones, estaba de pie junto a la
luz, con la corona en las manos. Parecía estar torciéndola o aplastándola con
todas sus fuerzas. Al oír mi grito la dejó caer y se puso tan pálido como un
muerto. La recogí y la examiné. Le faltaba uno de los extremos de oro, con tres
de los berilos.
»—¡Canal a! —grité, enloquecido de rabia—. ¡La has roto! ¡Me has
deshonrado para siempre! ¿Dónde están las joyas que has robado?
»—¡Robado! —exclamó.
»—¡Sí, ladrón! —rugí yo, sacudiéndolo por los hombros.
»—No falta ninguna. No puede faltar ninguna.
»—¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué ha sido de ellas! ¿Tengo que l amarte
mentiroso, además de ladrón? ¿Acaso no te acabo de ver intentando arrancar
otro trozo?
»—Ya he recibido suficientes insultos —dijo él—. No pienso aguantarlo
más.
Puesto que prefieres insultarme, no diré una palabra más del asunto. Me
iré de tu casa por la mañana y me abriré camino por mis propios medios.
»—¡Saldrás de casa en manos de la policía! —grité yo, medio loco de dolor
y de ira—. ¡Haré que el asunto se investigue a fondo!
»—Pues por mi parte no averiguarás nada —dijo él, con una pasión de la
que no le habría creído capaz—. Si decides llamar a la policía, que averigüen el
os lo que puedan.
»Para entonces, toda la casa estaba alborotada, porque yo, llevado por la
cólera, había alzado mucho la voz. Mary fue la primera en entrar corriendo en la
habitación y, al ver la corona y la cara de Arthur, comprendió todo lo sucedido y,
dando un grito, cayó sin sentido al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía
y puse inmediatamente la investigación en sus manos. Cuando el inspector y un
agente de uniforme entraron en la casa, Arthur, que había permanecido todo el
tiempo taciturno y con los brazos cruzados, me preguntó si tenía la intención de
acusarle de robo. Le respondí que había dejado de ser un asunto privado para
convertirse en público, puesto que la corona destrozada era propiedad de la
nación.
Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta el final.
»—Al menos —dijo—, no me hagas detener ahora mismo. Te conviene
tanto como a mí dejarme salir de casa cinco minutos.
»—Sí, para que puedas escaparte, o tal vez para poder esconder lo que has
robado —respondí yo.
»Y a continuación, dándome cuenta de la terrible situación en la que se
encontraba, le imploré que recordara que no sólo estaba en juego mi honor, sino
también el de alguien mucho más importante que yo; y que su conducta podía
provocar un escándalo capaz de conmocionar a la nación entera. Podía evitar
todo aquello con sólo decirme qué había hecho con las tres piedras que faltaban.
»—Más vale que afrontes la situación —le dije—. Te han cogido con las
manos en la masa, y confesar no agravará tu culpa. Si procuras repararla en la
medida de lo posible, diciéndonos dónde están los berilos, todo quedará
perdonado y olvidado.
»—Guárdate tu perdón para el que te lo pida —respondió, apartándose de
mí con un gesto de desprecio.
»Me di cuenta de que estaba demasiado maleado como para que mis
palabras le influyeran. Sólo podía hacer una cosa. Llamé al inspector y lo puse
en sus manos.
Se llevó a cabo un registro inmediato, no sólo de su persona, sino también
de su habitación y de todo rincón de la casa donde pudiera haber escondido las
gemas.
Pero no se encontró ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijo se negó a
abrir la boca, a pesar de todas nuestras súplicas y amenazas. Esta mañana lo
han encerrado en una celda, y yo, tras pasar por todas las formalidades de la
policía, he venido corriendo a verle a usted, para rogarle que aplique su talento a
la resolución del misterio. La policía ha confesado sin reparos que por ahora no
sabe qué hacer.
Puede usted incurrir en los gastos que le parezcan necesarios. Ya he
recibido una recompensa de mil libras. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? He perdido
mi honor, mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué puedo hacer!
Se llevó las manos ala cabeza y empezó a oscilar de delante a atrás,
parloteando consigo mismo, como un niño que no encuentra palabras para
expresar su dolor.
Sherlock Holmes permaneció callado unos minutos, con el ceño fruncido y
los ojos clavados en el fuego de la chimenea.
—¿Recibe usted muchas visitas? —preguntó por fin.
—Ninguna, exceptuando a mi socio con su familia y, de vez en cuando,
algún amigo de Arthur. Sir George Burnwel ha estado varias veces en casa
últimamente.
Y me parece que nadie más.
—¿Sale usted mucho?
—Arthur sale. Mary y yo nos quedamos en casa. A ninguno de los dos nos
gustan las reuniones sociales.
—Eso es poco corriente en una joven.
—Es una chica muy tranquila. Además, ya no es tan joven. Tiene ya
veinticuatro años.
—Por lo que usted ha dicho, este suceso la ha afectado mucho.
—¡De un modo terrible! ¡Está más afectada aun que yo!
—¿Ninguno de ustedes dos duda de la culpabilidad de su hijo?
—¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo le vi con mis propios ojos con la
corona en la mano?
—Eso no puede considerarse una prueba concluyente. ¿Estaba estropeado
también el resto de la corona?
—Sí, estaba toda retorcida.
—¿Y no cree usted que es posible que estuviera intentando enderezarla?
—¡Dios le bendiga! Está usted haciendo todo lo que puede por él y por mí.
Pero es una tarea desmesurada. Al fin y al cabo, ¿qué estaba haciendo allí?
Y si sus intenciones eran honradas, ¿por qué no lo dijo?
—Exactamente. Y si era culpable, ¿por qué no inventó una mentira? Su
silencio me parece un arma de dos filos. El caso presenta varios detal es muy
curiosos. ¿Qué opinó la policía del ruido que le despertó a usted?
—Opinan que pudo haberlo provocado Arthur al cerrar la puerta de su
alcoba.
—¡Bonita explicación! Como si un hombre que se propone cometer un robo
fuera dando portazos para despertar a toda la casa. ¿Y qué han dicho de la
desaparición de las piedras?
—Todavía están sondeando las tablas del suelo y agujereando muebles con
la esperanza de encontrarlas.
—¿No se les ha ocurrido buscar fuera de la casa?
—Oh, sí, se han mostrado extraordinariamente diligentes. Han examinado
el jardín pulgada a pulgada.
—Dígame, querido señor —dijo Holmes—, ¿no le empieza a parecer
evidente que este asunto tiene mucha más miga que la que usted o la policía
pensaron en un principio? A usted le parecía un caso muy sencillo; a mí me
parece enormemente complicado. Considere usted todo lo que implica su teoría:
usted supone que su hijo se levantó de la cama, se arriesgó a ir a su gabinete,
forzó el escritorio, sacó la corona, rompió un trocito de la misma, se fue a algún
otro sitio donde escondió tres de las treinta y nueve gemas, tan hábilmente que
nadie ha sido capaz de encontrarlas, y luego regresó con las treinta y seis
restantes al gabinete, donde se exponía con toda seguridad a ser descubierto.
Ahora yo le pregunto: ¿se sostiene en pie esa teoría?
—Pero ¿qué otra puede haber? —exclamó el banquero con un gesto de
desesperación—. Si sus motivos eran honrados, ¿por qué no los explica?
—En averiguarlo consiste nuestra tarea —replicó Holmes—. Así pues,
señor Holder, si le parece bien iremos a Streatham juntos y dedicaremos una
hora a examinar más de cerca los detalles.
Mi amigo insistió en que yo los acompañara en la expedición, a lo cual
accedí de buena gana, pues la historia que acababa de escuchar había
despertado mi curiosidad y mi simpatía. Confieso que la culpabilidad del hijo
del banquero me parecía tan evidente como se lo parecía a su infeliz padre, pero
aun así, era tal la fe que tenía en el buen criterio de Holmes que me parecía que,
mientras él no se mostrara satisfecho con la explicación oficial, aún existía base
para concebir esperanzas. Durante todo el trayecto al suburbio del sur, Holmes
apenas pronunció palabra, y permaneció todo el tiempo con la barbilla sobre el
pecho, sumido en profundas reflexiones. Nuestro cliente parecía haber cobrado
nuevos ánimos con el leve destello de esperanza que se le había ofrecido, e
incluso se enfrascó en una inconexa charla conmigo acerca de sus asuntos
comerciales. Un rápido trayecto en ferrocarril y una corta caminata nos llevaron
a Fairbank, la modesta residencia del gran financiero.
Fairbank era una mansión cuadrada de buen tamaño, construida en piedra
blanca y un poco retirada de la carretera. Atravesando un césped cubierto de
nieve, un camino de dos pistas para carruajes conducía a las dos grandes
puertas de hierro que cerraban la entrada. A la derecha había un bosquecillo del
que salía un estrecho sendero con dos setos bien cuidados a los lados, que
llevaba desde la carretera hasta la puerta de la cocina, y servía como entrada de
servicio. A la izquierda salía un sendero que conducía a los establos, y que no
formaba parte de la finca, sino que se trataba de un camino público, aunque
poco transitado. Holmes nos abandonó ante la puerta y empezó a caminar muy
despacio: dio la vuelta a la casa, volvió a la parte delantera, recorrió el sendero
de los proveedores y dio la vuelta al jardín por detrás, hasta llegar al sendero
que llevaba a los establos. Tardó tanto tiempo que el señor Holder y yo
entramos al comedor y esperamos junto a la chimenea a que regresara. Allí nos
encontrábamos, sentados en silencio, cuando se abrió una puerta y entró una
joven. Era de estatura bastante superiora la media, delgada, con el cabello y los
ojos oscuros, que parecían aún más oscuros por el contraste con la absoluta
palidez de su piel. No creo haber visto nunca una palidez tan mortal en el rostro
de una mujer. También sus labios parecían desprovistos de sangre, pero sus ojos
estaban enrojecidos de tanto l orar. Al avanzar en silencio por la habitación,
daba una sensación de sufrimiento que me impresionó mucho más que la
descripción que había hecho el banquero por la mañana, y que resultaba
especialmente sorprendente en ella, porque se veía claramente que era una
mujer de carácter fuerte, con inmensa capacidad para dominarse. Sin hacer caso
de mi presencia, se dirigió directamente a su tío y le pasó la mano por la cabeza,
en una dulce caricia femenina.
—Habrás dado orden de que dejen libre a Arthur, ¿verdad, papá? —
preguntó.
—No, hija mía, no. El asunto debe investigarse a fondo.
—Pero estoy segura de que es inocente. Ya sabes cómo es la intuición
femenina. Sé que no ha hecho nada malo.
—¿Y por qué cal a, si es inocente?
—¿Quién sabe? Tal vez porque le indignó que sospecharas de él.
—¿Cómo no iba a sospechar, si yo mismo le vi con la corona en las manos?
—¡Pero si sólo la había cogido para mirarla! ¡Oh, papá, créeme, por favor,
es inocente! Da por terminado el asunto y no digas más. ¡Es tan terrible pensar
que nuestro querido Arthur está en la cárcel!
—No daré por terminado el asunto hasta que aparezcan las piedras. ¡No lo
haré, Mary! Tu cariño por Arthur te ciega, y no te deja ver las terribles
consecuencias que esto tendrá para mí. Lejos de silenciar el asunto, he traído de
Londres a un caballero para que lo investigue más a fondo.
—¿Este caballero? —preguntó ella, dándose la vuelta para mirarme.
—No, su amigo. Ha querido que le dejáramos solo. Ahora anda por el
sendero del establo.
—¿El sendero del establo? —la muchacha enarcó las cejas—. ¿Qué espera
encontrar ahí? Ah, supongo que es este señor. Confío, caballero, en que logre
usted demostrar lo que tengo por seguro que es la verdad: que mi primo Arthur
es inocente de este robo.
—Comparto plenamente su opinión, señorita, y, lo mismo que usted, yo
también confío en que lograremos demostrarlo —respondió Holmes,
retrocediendo hasta el felpudo para quitarse la nieve de los zapatos—. Creo que
tengo el honor de dirigirme a la señorita Mary Holder. ¿Puedo hacerle una o dos
preguntas?
—Por favor, hágalas, si con ello ayudamos a aclarar este horrible embrollo.
—¿No oyó usted nada anoche?
—Nada, hasta que mi tío empezó a hablar a gritos. Al oír eso, acudí
corriendo.
—Usted se encargó de cerrar las puertas y ventanas. ¿Aseguró todas las
ventanas?
—Sí.
—¿Seguían bien cerradas esta mañana?
—Sí.
—¿Una de sus doncellas tiene novio? Creo que usted le comentó a su tío
que anoche había salido para verse con él. —Sí, y es la misma chica que sirvió en
la sala de estar, y pudo oír los comentarios de mi tío acerca de la corona.
—Ya veo. Usted supone que ella salió para contárselo a su novio, y que
entre los dos planearon el robo.
—¿Pero de qué sirven todas esas vagas teorías? —exclamó el banquero con
impaciencia—. ¿No le he dicho que vi a Arthur con la corona en las manos?
—Aguarde un momento, señor Holder. Ya llegaremos a eso. Volvamos a
esa muchacha, señorita Holder. Me imagino que la vio usted volver por la puerta
de la cocina.
—Sí; cuando fui a ver si la puerta estaba cerrada, me tropecé con ella que
entraba. También vi al hombre en la oscuridad.
—¿Le conoce usted?
—Oh, sí; es el verdulero que nos trae las verduras. Se llama Francis
Prosper.
—¿Estaba a la izquierda de la puerta... es decir, en el sendero y un poco
alejado de la puerta?
—En efecto.
—¿Y tiene una pata de palo?
Algo parecido al miedo asomó en los negros y expresivos ojos de la
muchacha.
—Caramba, ni que fuera usted un mago —dijo—. ¿Cómo sabe eso?
La muchacha sonreía, pero en el rostro enjuto y preocupado de Holmes no
apareció sonrisa alguna.
—Ahora me gustaría mucho subir al piso de arriba —dijo—. Probablemente
tendré que volver a examinar la casa por fuera. Quizá sea mejor que, antes de
subir, eche un vistazo a las ventanas de abajo.
Caminó rápidamente de una ventana a otra, deteniéndose sólo en la más
grande, que se abría en el vestíbulo y daba al sendero de los establos. La abrió y
examinó atentamente el alféizar con su potente lupa.
—Ahora vamos arriba —dijo por fin.
El gabinete del banquero era un cuartito amueblado con sencillez, con una
alfombra gris, un gran escritorio y un espejo alargado. Holmes se dirigió en
primer lugar al escritorio y examinó la cerradura.
—¿Qué llave se utilizó para abrirlo? —preguntó.
—La misma que dijo mi hijo: la del armario del trastero.
—¿La tiene usted aquí?
—Es esa que hay encima de la mesita.
Sherlock Holmes cogió la llave y abrió el escritorio.
—Es un cierre silencioso —dijo—. No me extraña que no le despertara.
Supongo que éste es el estuche de la corona. Tendremos que echarle un
vistazo.
Abrió la caja, sacó la diadema y la colocó sobre la mesa. Era un magnífico
ejemplar del arte de la joyería, y sus treinta y seis piedras eran las más hermosas
que yo había visto. Uno de sus lados tenía el borde torcido y roto, y le faltaba
una esquina con tres piedras.
—Ahora, señor Holder —dijo Holmes—, aquí tiene la esquina simétrica a la
que se ha perdido tan lamentablemente. Haga usted el favor de arrancarla.
El banquero retrocedió horrorizado.
—Ni en sueños me atrevería a intentarlo —dijo.
—Entonces, lo haré yo —con un gesto repentino, Holmes tiró de la esquina
con todas sus fuerzas, pero sin resultado—. Creo que la siento ceder un poco —
dijo—, pero, aunque tengo una fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría
muchísimo tiempo en romperla. Un hombre de fuerza normal sería incapaz de
hacerlo. ¿Y qué cree usted que sucedería si la rompiera, señor Holder? Sonaría
como un pistoletazo. ¿Quiere usted hacerme creer que todo esto sucedió a pocos
metros de su cama, y que usted no oyó nada?
—No sé qué pensar. Me siento a oscuras.
—Puede que se vaya iluminando a medida que avanzamos. ¿Qué piensa
usted, señorita Holder?
—Confieso que sigo compartiendo la perplejidad de mi tío.
—Cuando vio usted a su hijo, ¿llevaba éste puestos zapatos o zapatillas?
—No llevaba más que los pantalones y la camisa.
—Gracias. No cabe duda de que hemos tenido una suerte extraordinaria en
esta investigación, y si no logramos aclarar el asunto será exclusivamente por
culpa nuestra. Con su permiso, señor Holder, ahora continuaré mis
investigaciones en el exterior.
Insistió en salir solo, explicando que toda pisada innecesaria haría más
difícil su tarea. Estuvo ocupado durante más de una hora, y cuando por fin
regresó traía los pies cargados de nieve y la expresión tan inescrutable como
siempre.
—Creo que ya he visto todo lo que había que ver, señor Holder —dijo—. Le
resultaré más útil si regreso a mis habitaciones.
—Pero las piedras, señor Holmes, ¿dónde están?
—No puedo decírselo.
El banquero se retorció las manos.
—¡No las volveré a ver! —gimió—. ¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas?
—Mi opinión no se ha alterado en nada.
—Entonces, por amor de Dios, ¿qué siniestro manejo ha tenido lugar en mi
casa esta noche?
—Si se pasa usted por mi domicilio de Baker Street mañana por la mañana,
entre las nueve y las diez, tendré mucho gusto en hacer lo posible por aclararlo.
Doy por supuesto que me concede usted carta blanca para actuar en su nombre,
con tal de que recupere las gemas, sin poner límites a los gastos que yo le haga
pagar.
—Daría toda mi fortuna por recuperarlas.
—Muy bien. Seguiré estudiando el asunto mientras tanto. Adiós. Es posible
que tenga que volver aquí antes de que anochezca.
Para mí, era evidente que mi compañero se había formado ya una opinión
sobre el caso, aunque ni remotamente conseguía imaginar a qué conclusiones
habría llegado. Durante nuestro viaje de regreso a casa, intenté varias veces
sondearle al respecto, pero él siempre desvió la conversación hacia otros temas,
hasta que por fin me di por vencido. Todavía no eran las tres cuando llegamos
de vuelta a nuestras habitaciones. Holmes se metió corriendo en la suya y salió a
los pocos minutos, vestido como un vulgar holgazán. Con una chaqueta astrosa
y llena de brillos, el cuello levantado, corbata roja y botas muy gastadas, era un
ejemplar perfecto de la especie.
—Creo que esto servirá —dijo mirándose en el espejo que había sobre la
chimenea—. Me gustaría que viniera usted conmigo, Watson, pero me temo que
no puede ser. Puede que esté sobre la buena pista, y puede que esté siguiendo
un fuego fatuo, pero pronto saldremos de dudas. Espero volver en pocas horas.
Cortó una rodaja de carne de una pieza que había sobre el aparador, la
metió entre dos rebanadas de pan y, guardándose la improvisada comida en el
bolsillo, emprendió su expedición.
Yo estaba terminando de tomar el té cuando regresó; se notaba que venía
de un humor excelente, y traía en la mano una vieja bota de elástico. La tiró a un
rincón y se sirvió una taza de té.
—Sólo vengo de pasada —dijo—. Tengo que marcharme en seguida.
—¿Adónde?
—Oh, al otro lado del West End. Puede que tarde algo en volver. No me
espere si se hace muy tarde.
—¿Qué tal le ha ido hasta ahora?
—Así, así. No tengo motivos de queja. He vuelto a estar en Streatham, pero
no llamé a la casa. Es un problema precioso, y no me lo habría perdido por nada
del mundo. Pero no puedo quedarme aquí chismorreando; tengo que quitarme
estas deplorables ropas y recuperar mi respetable personalidad.
Por su manera de comportarse, se notaba que tenía más motivos de
satisfacción que lo que daban a entender sus meras palabras. Le brillaban los
ojos e incluso tenía un toque de color en sus pálidas mejillas. Subió corriendo al
piso de arriba, y a los pocos minutos oí un portazo en el vestíbulo que me indicó
que había reemprendido su apasionante cacería.
Esperé hasta la medianoche, pero como no daba señales de regresar me
retiré a mi habitación. No era nada raro que, cuando seguía una pista, estuviera
ausente durante días enteros, así que su tardanza no me extrañó. No sé a qué
hora llegó, pero cuando bajé a desayunar, allí estaba Holmes con una taza de
café en una mano y el periódico en la otra, tan flamante y acicalado como el que
más.
—Perdone que haya empezado a desayunar sin usted, Watson —dijo—,
pero ya recordará que estamos citados con nuestro cliente a primera hora.
—Pues son ya más de las nueve —respondí—. No me extrañaría que el que
llega fuera él. Me ha parecido oír la campanilla.
Era, en efecto, nuestro amigo el financiero. Me impresionó el cambio que
había experimentado, pues su rostro, normalmente amplio y macizo, se veía
ahora deshinchado y fláccido, y sus cabellos parecían un poco más blancos.
Entró con un aire fatigado y letárgico, que resultaba aún más penoso que la
violenta entrada del día anterior, y se dejó caer pesadamente en la butaca que
acerqué para él.
—No sé qué habré hecho para merecer este castigo —dijo—. Hace tan sólo
dos días, yo era un hombre feliz y próspero, sin una sola preocupación en el
mundo.
Ahora me espera una vejez solitaria y deshonrosa. Las desgracias vienen
una tras otra. Mi sobrina Mary me ha abandonado.
—¿Que le ha abandonado?
—Sí. Esta mañana vimos que no había dormido en su cama; su habitación
estaba vacía, y en la mesita del vestíbulo había una nota para mí. Anoche,
movido por la pena y no en tono de enfado, le dije que si se hubiera casado con
mi hijo, éste no se habría descarriado. Posiblemente fue una insensatez decir tal
cosa. En la nota que me dejó hace alusión a este comentario mío: «Queridísimo
tío: Me doy cuenta de que yo he sido la causa de que sufras este disgusto y de
que, si hubiera obrado de diferente manera, esta terrible desgracia podría no
haber ocurrido. Con este pensamiento en la cabeza, ya no podré ser feliz
viviendo bajo tu techo, y considero que debo dejarte para siempre. No te
preocupes por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y, sobre todo, no me
busques, pues sería tarea inútil y no me favorecería en nada. En la vida o en la
muerte, te quiere siempre MARY». ¿Qué quiere decir esta nota, señor Holmes?
¿Cree usted que se propone suicidarse?
—No, no, nada de eso. Quizá sea ésta la mejor solución. Me parece, señor
Holder, que sus dificultades están a punto de terminar.
—¿Cómo puede decir eso? ¡Señor Holmes! ¡Usted ha averiguado algo,
usted sabe algo! ¿Dónde están las piedras?
—¿Le parecería excesivo pagar mil libras por cada una?
—Pagaría diez mil.
—No será necesario. Con tres mil bastará. Y supongo que habrá que añadir
una pequeña recompensa. ¿Ha traído usted su talonario? Aquí tiene una pluma.
Lo mejor será que extienda un cheque por cuatro mil libras.
Con expresión atónita, el banquero extendió el cheque solicitado. Holmes
se acercó a su escritorio, sacó un trozo triangular de oro con tres piedras
preciosas, y lo arrojó sobre la mesa.
Nuestro cliente se apoderó de él con un alarido de júbilo.
—¡Lo tiene! —jadeó—. ¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado!
La reacción de alegría era tan apasionada como lo había sido su
desconsuelo anterior, y apretaba contra el pecho las gemas recuperadas.
—Todavía debe usted algo, señor Holder —dijo Sherlock Holmes en tono
más bien severo.
—¿Qué debo? —cogió la pluma—. Diga la cantidad y la pagaré.
—No, su deuda no es conmigo. Le debe usted las más humildes disculpas a
ese noble muchacho, su hijo, que se ha comportado en todo este asunto de un
modo que a mí me enorgullecería en mi propio hijo, si es que alguna vez llego a
tener uno.
—Entonces, ¿no fue Arthur quien las robó?
—Se lo dije ayer y se lo repito hoy: no fue él.
—¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso, ¡vayamos ahora mismo a decirle
que ya se ha descubierto la verdad!
—Él ya lo sabe. Después de haberlo resuelto todo, tuve una entrevista con
él y, al comprobar que no estaba dispuesto a explicarme lo sucedido, se lo
expliqué yo a él, ante lo cual no tuvo más remedio que reconocer que yo tenía
razón, y añadir los poquísimos detalles que yo aún no veía muy claros. Sin
embargo, cuando le vea a usted esta mañana quizá rompa su silencio.
—¡Por amor del cielo, explíqueme todo este extraordinario misterio!
—Voy a hacerlo, explicándole además los pasos por los que llegué a la
solución. Y permítame empezar por lo que a mí me resulta más duro decirle y a
usted le resultará más duro escuchar: sir George Burnwell y su sobrina Mary se
entendían, y se han fugado juntos.
—¿Mi Mary? ¡Imposible!
—Por desgracia, es más que posible; es seguro. Ni usted ni su hijo conocían
la verdadera personalidad de este hombre cuando lo admitieron en su círculo
familiar. Es uno de los hombres más peligrosos de Inglaterra... un jugador
arruinado, un canal a sin ningún escrúpulo, un hombre sin corazón ni
conciencia. Su sobrina no sabía nada sobre esta clase de hombres. Cuando él le
susurró al oído sus promesas de amor, como había hecho con otras cien antes
que con ella, ella se sintió halagada, pensando que había sido la única en llegar a
su corazón. El diablo sabe lo que le diría, pero acabó convirtiéndola en su
instrumento, y se veían casi todas las noches.
—¡No puedo creerlo, y me niego a creerlo! —exclamó el banquero con el
rostro ceniciento.
—Entonces, le explicaré lo que sucedió en su casa aquella noche. Cuando
pensó que usted se había retirado a dormir, su sobrina bajó a hurtadillas y habló
con su amante a través de la ventana que da al sendero de los establos. El
hombre estuvo allí tanto tiempo que dejó pisadas que atravesaban toda la capa
de nieve.
Ella le habló de la corona. Su maligno afán de oro se encendió al oír la
noticia, y sometió a la muchacha a su voluntad. Estoy seguro de que ella le
quería a usted, pero hay mujeres en las que el amor de un amante apaga todos
los demás amores, y me parece que su sobrina es de esta clase. Apenas había
acabado de oír las órdenes de sir George, vio que usted bajaba por las escaleras,
y cerró apresuradamente la ventana; a continuación, le habló de la escapada de
una de las doncellas con su novio el de la pata de palo, que era absolutamente
cierta.
»En cuanto a su hijo Arthur, se fue a la cama después de hablar con usted,
pero no pudo dormir a causa de la inquietud que le producía su deuda en el
club. A mitad de la noche, oyó unos pasos furtivos junto a su puerta; se levantó a
asomarse y quedó muy sorprendido al ver a su prima avanzando con gran sigilo
por el pasillo, hasta desaparecer en el gabinete. Petrificado de asombro, el
muchacho se puso encima algunas ropas y aguardó en la oscuridad para ver
dónde iba a parar aquel extraño asunto. Al poco rato, ella salió de la habitación
y, a la luz de la lámpara del pasillo, su hijo vio que llevaba en las manos la
preciosa corona. La muchacha bajó a la planta baja, y su hijo, temblando de
horror, corrió a esconderse detrás de la cortina que hay junto a la puerta de la
habitación de usted, desde donde podía ver lo que ocurría en el vestíbulo. Así vio
cómo ella abría sin hacer ruido la ventana, le entregaba la corona a alguien que
aguardaba en la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana, regresaba a toda
prisa a su habitación, pasando muy cerca de donde él estaba escondido detrás
de la cortina.
»Mientras ella estuvo a la vista, él no se atrevió a hacer nada, pues ello
comprometería de un modo terrible a la mujer que amaba. Pero en el instante
en que ella desapareció, comprendió la tremenda desgracia que aquello
representaba para usted y se propuso remediarlo a toda costa. Descalzo como
estaba, echó a correr escaleras abajo, abrió la ventana, saltó a la nieve y corrió
por el sendero, donde distinguió una figura oscura que se alejaba a la luz de la
luna. Sir George Burnwell intentó escapar, pero Arthur le alcanzó y se entabló
un forcejeo entre el os, su hijo tirando de un lado de la corona y su oponente del
otro. En la pelea, su hijo golpeó a sir George y le hizo una herida encima del ojo.
Entonces, se oyó un fuerte chasquido y su hijo, viendo que tenía la corona en las
manos, corrió de vuelta a la casa, cerró la ventana, subió al gabinete y allí
advirtió que la corona se había torcido durante el forcejeo. Estaba intentando
enderezarla cuando usted apareció en escena.
—¿Es posible? —dijo el banquero, sin aliento.
—Entonces, usted le irritó con sus insultos, precisamente cuando él
opinaba que merecía su más encendida gratitud. No podía explicar la verdad de
lo ocurrido sin delatar a una persona que, desde luego, no merecía tanta
consideración por su parte. A pesar de todo, adoptó la postura más caballerosa y
guardó el secreto para protegerla.
—¡Y por eso ella dio un grito y se desmayó al ver la corona! —exclamó el
señor Holder—. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué ciego y estúpido he sido! ¡Y él pidiéndome
que le dejara salir cinco minutos! ¡Lo que quería el pobre muchacho era ver si el
trozo que faltaba había quedado en el lugar de la lucha! ¡De qué modo tan cruel
le he malinterpretado!
—Cuando yo llegué a la casa —continuó Holmes—, lo primero que hice fue
examinar atentamente los alrededores, por si había huellas en la nieve que
pudieran ayudarme. Sabía que no había nevado desde la noche anterior, y que la
fuerte helada habría conservado las huellas. Miré el sendero de los proveedores,
pero lo encontré todo pisoteado e indescifrable. Sin embargo, un poco más allá,
al otro lado de la puerta de la cocina, había estado una mujer hablando con un
hombre, una de cuyas pisadas indicaba que tenía una pata de palo. Se notaba
incluso que los habían interrumpido, porque la mujer había vuelto corriendo a
la puerta, como demostraban las pisadas con la punta del pie muy marcada y el
talón muy poco, mientras Patapalo se quedaba esperando un poco, para después
marcharse. Pensé que podía tratarse de la doncella de la que usted me había
hablado y su novio, y un par de preguntas me lo confirmaron. Inspeccioné el
jardín sin encontrar nada más que pisadas sin rumbo fijo, que debían ser de la
policía; pero cuando llegué al sendero de los establos, encontré escrita en la
nieve una larga y complicada historia.
»Había una doble línea de pisadas de un hombre con botas, y una segunda
línea, también doble, que, como comprobé con satisfacción, correspondían a un
hombre con los pies descalzos. Por lo que usted me había contado, quedé
convencido de que pertenecían a su hijo. El primer hombre había andado a la
ida y a la venida, pero el segundo había corrido a gran velocidad, y sus huellas,
superpuestas a las de las botas, demostraban que corría detrás del otro. Las
seguí en una dirección y comprobé que llegaban hasta la ventana del vestíbulo,
donde el de las botas había permanecido tanto tiempo que dejó la nieve
completamente pisada. Luego las seguí en la otra dirección, hasta unos cien
metros sendero adelante. Allí, el de las botas se había dado la vuelta, y las
huellas en la nieve parecían indicar que se había producido una pelea. Incluso
habían caído unas gotas de sangre, que confirmaban mi teoría. Después, el de
las botas había seguido corriendo por el sendero; una pequeña mancha de
sangre indicaba que era él el que había resultado herido. Su pista se perdía al
llegar a la carretera, donde habían limpiado la nieve del pavimento.
»Sin embargo, al entrar en la casa, recordará usted que examiné con la
lupa el alféizar y el marco de la ventana del vestíbulo, y pude advertir al instante
que alguien había pasado por ella. Se notaba la huella dejada por un pie mojado
al entrar. Ya podía empezar a formarme una opinión de lo ocurrido. Un hombre
había aguardado fuera de la casa junto a la ventana. Alguien le había entregado
la joya; su hijo había sido testigo de la fechoría, había salido en persecución del
ladrón, había luchado con él, los dos habían tirado de la corona y la
combinación de sus esfuerzos provocó daños que ninguno de ellos habría
podido causar por sí solo. Su hijo había regresado con la corona, pero dejando
un fragmento en manos de su adversario. Hasta ahí, estaba claro. Ahora la
cuestión era: ¿quién era el hombre de las botas y quién le entregó la corona?
»Una vieja máxima mía dice que, cuando has eliminado lo imposible, lo
que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad. Ahora
bien, yo sabía que no fue usted quien entregó la corona, así que sólo quedaban
su sobrina y las doncellas. Pero si hubieran sido las doncellas, ¿por qué iba su
hijo a permitir que lo acusaran a él en su lugar? No tenía ninguna razón posible.
Sin embargo, sabíamos que amaba a su prima, y al í teníamos una excelente
explicación de por qué guardaba silencio, sobre todo teniendo en cuenta que se
trataba de un secreto deshonroso. Cuando recordé que usted la había visto junto
a aquella misma ventana, y que se había desmayado al ver la corona, mis
conjeturas se convirtieron en certidumbre.
»¿Y quién podía ser su cómplice? Evidentemente, un amante, porque
¿quién otro podría hacerle renegar del amor y gratitud que sentía por usted? Yo
sabía que ustedes salían poco, y que su círculo de amistades era reducido; pero
entre ellas figuraba sir George Burnwell. Yo ya había oído hablar de él, como
hombre de mala reputación entre las mujeres. Tenía que haber sido él el que
llevaba aquellas botas y el que se había quedado con las piedras perdidas. Aun
sabiendo que Arthur le había descubierto, se consideraba a salvo porque el
muchacho no podía decir una palabra sin comprometer a su propia familia.
»En fin, ya se imaginará usted las medidas que adopté a continuación. Me
dirigí, disfrazado de vago, a la casa de sir George, me las arreglé para entablar
conversación con su lacayo, me enteré de que su señor se había hecho una
herida en la cabeza la noche anterior y, por último, al precio de seis chelines,
conseguí la prueba definitiva comprándole un par de zapatos viejos de su amo.
Me fui con el os a Streatham y comprobé que coincidían exactamente con las
huellas.
—Ayer por la tarde vi un vagabundo harapiento por el sendero —dijo el
señor Holder.
—Precisamente. Ése era yo. Ya tenía a mi hombre, así que volví a casa y me
cambié de ropa. Tenía que actuar con mucha delicadeza, porque estaba claro
que había que prescindir de denuncias para evitar el escándalo, y sabía que un
canal a tan astuto como él se daría cuenta de que teníamos las manos atadas por
ese lado.
Fui a verlo. Al principio, como era de esperar, lo negó todo. Pero luego,
cuando le di todos los detalles de lo que había ocurrido, se puso gallito y cogió
una cachiporra de la pared. Sin embargo, yo conocía a mi hombre y le apliqué
una pistola a la sien antes de que pudiera golpear. Entonces se volvió un poco
más razonable. Le dije que le pagaríamos un rescate por las piedras que tenía en
su poder: mil libras por cada una. Aquel o provocó en él las primeras señales de
pesar. «¡Maldita sea! —
dijo—. ¡Y yo que he vendido las tres por seiscientas!» No tardé en
arrancarle la dirección del comprador, prometiéndole que no presentaríamos
ninguna denuncia.
Me fui a buscarlo y, tras mucho regateo, le saqué las piedras a mil libras
cada una.
Luego fui a visitar a su hijo, le dije que todo había quedado aclarado, y por
fin me acosté a eso de las dos, después de lo que bien puedo llamar una dura
jornada.
—¡Una jornada que ha salvado a Inglaterra de un gran escándalo público!
—dijo el banquero, poniéndose en pie—. Señor, no encuentro palabras para
darle las gracias, pero ya comprobará usted que no soy desagradecido. Su
habilidad ha superado con creces todo lo que me habían contado de usted. Y
ahora, debo volver al lado de mi querido hijo para pedirle perdón por lo mal que
lo he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, lo que usted me ha contado me ha
llegado al alma. Supongo que ni siquiera usted, con todo su talento, puede
informarme de dónde se encuentra ahora.
—Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos —replicó Holmes —
que está al í donde se encuentre sir George Burnwell. Y es igualmente seguro
que, por graves que sean sus pecados, pronto recibirán un castigo más que
suficiente.
12. El misterio de Copper Beeches
—El hombre que ama el arte por el arte —comentó Sherlock Holmes,
dejando a un lado la hoja de anuncios del Daily Telegraph— suele encontrar los
placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos
importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted
esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha
tenido la bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos
puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célèbres y procesos
sensacionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que pueden
haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de
deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.
—Y, sin embargo —dije yo, sonriendo—, no me considero definitivamente
absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis
crónicas.
—Tal vez haya cometido un error —apuntó él, tomando una brasa con las
pinzas y encendiendo con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de
arcilla cuando se sentía más dado a la polémica que a la reflexión—. Quizá se
haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de
limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en
realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.
—Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia —comenté, algo
fríamente, porque me repugnaba la egolatría que, como había observado más de
una vez, constituía un importante factor en el singular carácter de mi amigo.
—No, no es cuestión de vanidad o egoísmo —dijo él, respondiendo, como
tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras—. Si reclamo
plena justicia para mi arte, es porque se trata de algo impersonal... algo que está
más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por
tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado
lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de
cuentos.
Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno
nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo
apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se extendía entre las hileras de
casas parduzcas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones
oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas,
que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún
no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la
mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de anuncios de una
larga serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su
búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla
sobre mis defectos literarios.
—Por otra parte —comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole
chupadas a su larga pipa y contemplando el fuego—, difícilmente se le puede
acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido
la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún
delito, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al
rey de Bohemia, la curiosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el
problema del hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble,
fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo
sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.
—Puede que el desenlace lo fuera —respondí—, pero sostengo que los
métodos fueron originales e interesantes.
—Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público
despistado, que sería incapaz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un
cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más delicados del
análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa
suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo
menos el criminal, ha perdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde
consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices
extraviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos
tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi
punto cero. Léala —me tiró una carta arrugada.
Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía:
«Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si
debería o no aceptar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene
inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima,
Violet HUNTER.»
—¿Conoce usted a esta joven? —pregunté.
—De nada.
—Pues ya son las diez y media.
—Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta.
—Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del
asunto del carbunclo azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó
convirtiendo en una investigación seria. Puede que ocurra lo mismo en este
caso.
—¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me
equivoco, o aquí la tenemos.
Mientras él hablaba se abrió la puerta y una j oven entró en la habitación.
Iba vestida de un modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo
e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y actuaba con los modales
desenvueltos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.
—Estoy segura de que me perdonará que le moleste —dijo mientras mi
compañero se levantaba para saludarla—. Pero me ha ocurrido una cosa muy
extraña y, como no tengo padres ni familiares a los que pedir consejo, pensé que
tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.
—Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo
que pueda para servirla.
Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado favorablemente los
modales y la manera de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo
inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a escuchar su caso con los
párpados caídos y las puntas de los dedos juntas.
—He trabajado cinco años como institutriz —dijo— en la familia del
coronel Spence Munro, pero hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax,
Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de modo que me encontré sin
empleo.
Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a
acabárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber
qué hacer.
»Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida,
llamada Westway's, por la que solía pasarme una vez a la semana para ver si
había surgido algo que pudiera convenirme. Westway era el apellido del
fundador de la empresa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper.
Se sienta en un pequeño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan
en una antesala y van pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira a ver
si tiene algo que pueda interesarlas.
»Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar
en el despacho como de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba
sola.
Junto a ella se sentaba un hombre prodigiosamente gordo, de rostro muy
sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello;
llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres
que iban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió
rápidamente hacia la señorita Stoper.
»—¡Ésta servirá! —dijo—. No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda!
¡Estupenda!
»—Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la manera más alegre.
Se trataba de un hombre de aspecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
»—¿Busca usted trabajo, señorita? —preguntó.
»—Sí, señor.
»—¿Como institutriz?
»—Sí, señor.
»—¿Y qué salario pide usted?
»—En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba
cuatro libras al mes.
»—¡Puf? ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! —exclamó, elevando en
el aire sus rollizas manos, como arrebatado por la indignación—. ¿Cómo se le
puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y
cualidades?
»—Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted
imagina
—dije yo—. Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...
»—¡Puf, puf? —exclamó—. Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es
si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si
no los posee, entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día
puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación. Pero si las
tiene, ¿cómo podría un cabal ero pedirle que condescendiera a aceptar nada por
debajo de tres cifras? Si trabaja usted para mí, señora, comenzará con un salario
de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo
estaba, aquella oferta me pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin
embargo, el caballero, advirtiendo tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su
cartera y sacó un billete.
»—Es también mi costumbre —dijo, sonriendo del modo más amable,
hasta que sus ojos quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los
pliegues blancos de su cara —pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes
empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y el
vestuario.
»Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan
considerado. Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto
me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural
que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme.
»—¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? —dije.
»—En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, l amado Copper
Beeches, cinco millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida
señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente maravillosa.
»—¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.
»—Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que
verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plaf! ¡Tres muertas en
un abrir y cerrar de ojos! —se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse
hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño,
pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
»—Entonces, mi única tarea —dije— sería ocuparme de este niño.
»—No, no, no la única, querida señorita, no la única —respondió—. Su
tarea consistirá, como sin duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las
pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre que se trate de órdenes
que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún
inconveniente en ello, ¿verdad?
»—Estaré encantada de poder ser útil.
»—Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo
maniáticos, ¿sabe usted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se
pusiera un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a
nuestro capricho, ¿verdad?
»—No —dije yo, bastante sorprendida por sus palabras. »—O que se
sentara en un sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»—Oh, no.
»—O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra
casa...
»Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor
Holmes, mi pelo es algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han
llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de
buenas a primeras.
»—Me temo que eso es del todo imposible —dije. Él me estaba observando
atentamente con sus ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una
sombra por su rostro.
»—Y yo me temo que es del todo esencial —dijo—. Se trata de un pequeño
capricho de mi esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de
las damas hay que satisfacerlos. ¿No está dispuesta a cortarse el pelo?
»—No, señor, la verdad es que no —respondí con firmeza.
»—Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque
en todos los demás aspectos habría servido de maravilla. Dadas las
circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a algunas más de sus
señoritas.
»La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista
ocupada con sus papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en
aquel momento me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar
sospechar que mi negativa le había hecho perder una espléndida comisión.
»—¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas?
—preguntó.
»—Si no tiene inconveniente, señorita Stoper.
»—Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que
rechaza usted las ofertas más ventajosas —dijo secamente—. No esperará usted
que nos esforcemos por encontrarle otra ganga como ésta. Buenos días, señorita
Hunter —hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me acompañó
a la salida.
»Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio
vacía y dos o tres facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría
cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y
esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al menos estaban
dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en
Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A
muchas mujeres les favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día
siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un día después
estaba plenamente convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta
el punto de regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible,
cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer:
"The Copper Beeches, cerca de Winchester.
Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de
darme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado
su posición. Mi esposa tiene mucho interés en que venga, pues le agradó mucho
la descripción que yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pagarle treinta
libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas
molestias que puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco
exigimos demasiado. A mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le
gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo,
no tiene que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno
perteneciente a mi querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le
sentaría muy bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar
los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle
molestias. Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima,
especialmente si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza
durante nuestra breve entrevista, pero me temo que debo mantenerme firme en
este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle
de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le
ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester.
Hágame saber en qué tren llega. Suyo afectísimo,
Jephro RUCASTLE.”
»Ésta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la
decisión de aceptar. Sin embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo
debía someter el asunto a su consideración.
—Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el
asunto —dijo Holmes sonriente.
—¿Usted no me aconsejaría rehusar?
—Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo.
—¿Qué significa todo esto, señor Holmes?
—¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna
opinión?
—Bueno, a mí me parece que sólo existe una explicación posible. El señor
Rucastle parecía ser un hombre muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su
esposa esté loca, que él desee mantenerlo en secreto por miedo a que la internen
en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una
crisis?
—Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más
probable. Pero, en cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una
joven.
—Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero?
—Sí, desde luego, la paga es buena... demasiado buena. Eso es lo que me
inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices
para elegir por cuarenta? Tiene que existir una razón muy poderosa.
—Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo entendería si más
adelante solicitara su ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendo que una
persona como usted me cubre las espaldas.
—Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pequeño problema
promete ser el más interesante que se me ha presentado en varios meses.
Algunos aspectos resultan verdaderamente originales. Si tuviera usted dudas o
se viera en peligro...
—¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? Holmes meneó la cabeza muy
serio.
—Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro —dijo—. Pero a
cualquier hora, de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su
ayuda.
—Con eso me basta —se levantó muy animada de su asiento, habiéndose
borrado la ansiedad de su rostro—. Ahora puedo ir a Hampshire mucho más
tranquila. Escribiré de inmediato al señor Rucastle, sacrificaré mi pobre
cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana —con unas frases de
agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.
—Por lo menos —dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras
abajo—, parece una jovencita perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
—Y le va a hacer falta —dijo Holmes muy serio—. O mucho me equivoco, o
recibiremos noticias suyas antes de que pasen muchos días.
No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Transcurrieron dos
semanas, durante las cuales pensé más de una vez en ella, preguntándome en
qué extraño callejón de la experiencia humana se había introducido aquella
mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del
trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal, aunque estaba fuera de mis
posibilidades determinar si se trataba de una manía inofensiva o de una
conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes,
observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el
ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo
descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos!» —exclamaba con
impaciencia—. «¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempre
acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera
aceptado semejante empleo.
El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me
disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de los experimentos
nocturnos en los que frecuentemente se enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo
dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo, y lo
encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana.
Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.
—Mire el horario de trenes en la guía —dijo, volviéndose a enfrascar en sus
experimentos químicos.
La l amada era breve y urgente:
«Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester mañana a mediodía.
¡No deje de venir! No sé qué hacer.
HUNTER.»
—¿Viene usted conmigo?
—Me gustaría.
—Pues mire el horario.
—Hay un tren a las nueve y media —dije, consultando la guía—. Llega a
Winchester a las once y media.
—Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las
acetonas, porque mañana puede que necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua
capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los
periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los
dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera,
con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban
de oeste a este.
Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor
estimulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campiña, hasta las
ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las
granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
—¡Qué hermoso y lozano se ve todo! —exclamé con el entusiasmo de quien
acaba de escapar de las nieblas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
—Ya sabe usted, Watson —dijo—, que una de las maldiciones de una mente
como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi
especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su
belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo
aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
—¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un
crimen con estas preciosas casitas?
—Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción,
Watson, basada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y
miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terrible como el
de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
—¡Me horroriza usted!
—Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión
pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan
miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un
marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y
además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una
palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el
delito y el banquillo.
Pero fíjese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su
mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley.
Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden
cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama
que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería
por ella. Son las cinco mil as de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta
claro que no se encuentra amenazada personalmente.
—No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.
—Exacto. Se mueve con libertad.
—Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna
explicación?
—Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales
tiene en cuenta los pocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso
sólo puede determinarlo la nueva información que sin duda nos aguarda.
Bueno, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la
señorita Hunter tiene que contarnos.
El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy
poca distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había
reservado una habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.
—¡Cómo me alegro de que hayan venido! —dijo fervientemente—. Los dos
han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos
tienen un valor inmenso para mí.
—Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido.
—Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor
Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir ala ciudad
esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido.
—Oigámoslo todo por riguroso orden —dijo Holmes, estirando hacia el
fuego sus largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar.
—En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora
Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me
siento tranquila con ellos.
—¿Qué es lo que no entiende?
—Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió.
Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a
Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa
en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo
manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres
lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de
Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal.
Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor
forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas
cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el
carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que
nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor
Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho
más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no
puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que
llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la
única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está
en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó
porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos
veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven
esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No
me cayó ni bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que
siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos grises pasaban
continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y
anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y
exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer
tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos,
con una expresión tristísima en el rostro.
Más de una vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el
carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido
criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con
una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en
una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único
concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más
débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de
ratones, pajaril os e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes,
que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia.
—Me gusta oír todos los detalles —comentó mi amigo—, tanto si le parecen
relevantes como si no.
—Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la
casa, que me l amó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los
sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre
tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a licor.
Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho,
pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta
y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho
menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me
paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno
junto a otro en una esquina del edificio.
»Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida
transcurrió muy tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente
después del desayuno y le susurró algo al oído a su marido.
»—Oh, sí —dijo él, volviéndose hacia mí—. Le estamos muy agradecidos,
señorita Hunter, por acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el
pelo.
Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará
extendido sobre la cama de su habitación, y si tiene la bondad de ponérselo se lo
agradeceremos muchísimo.
»El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante
curiosa. El material era excelente, una especie de lana cruda, pero presentaba
señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sentado mejor ni aunque
me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se
mostraron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su
vehemencia. Estaban aguardándome en la sala de estar, que es una habitación
muy grande, que ocupa la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el
suelo.
Cerca del ventanal del centro habían instalado una silla, con el respaldo
hacia fuera.
Me pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Rucastle
empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de
los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo
cómico que estuvo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora
Rucastle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni siquiera llegó a
sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza
y ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor
Rucastle comentó de pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y
que debía cambiarme de vestido y acudir al cuarto del pequeño Edward.
»Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias
exactamente iguales. Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la
sil a y volví a partirme de risa con los graciosísimos chistes de mi patrón, que
parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo inimitable. A
continuación, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco
mi silla hacia un lado, de manera que mi sombra no cayera sobre las páginas,
me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, comenzando
en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me ordenó que lo
dejara y que me cambiara de vestido.
»Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca
del significado de estas extravagantes representaciones. Me di cuenta de que
siempre ponían mucho cuidado en que yo estuviera de espaldas a la ventana, y
empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al
principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de
conseguirlo. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de
esconder un pedacito de espejo en el pañuelo. A la siguiente ocasión, en medio
de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las
arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada.
No había nada.
»Al menos, ésa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo
me di cuenta de que había un hombre parado en la carretera de Southampton;
un hombre de baja estatura, barbudo y con un traje gris, que parecía estar
mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber
gente por ella.
Sin embargo, este hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro
campo, y miraba con mucho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la
señora Rucastle fijos en mí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo
nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un espejo en la
mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante.
»—Jephro —dijo—, hay un impertinente en la carretera que está mirando a
la señorita Hunter.
»—¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? —preguntó él.
»—No; no conozco a nadie por aquí.
»—¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y
hacerle un gesto para que se vaya.
»—¿No sería mejor no darnos por enterados?
»—No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga
el favor de darse la vuelta e indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana.
Esto sucedió hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la
ventana ni me he puesto el vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera. —
Continúe, por favor —dijo Holmes—. Su narración promete ser de lo más
interesante.
—Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que
exista poca relación entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día
que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo
situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el
sonido de un animal grande que se movía.
»—Mire por aquí —dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre
dos tablas—. ¿No es una preciosidad?
»Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa
agazapada en la oscuridad.
»—No se asuste —dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto—. Es
solamente Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede
controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al
día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una salsa
picante.
Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que
le hinque el diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies
fuera de casa por la noche, porque se jugaría usted la vida.
»No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches
después se me ocurrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la
madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se
veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba absorta en la
apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras
de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro
gigantesco, tan grande como un ternero, de piel leonada, carril os colgantes,
hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el césped y
desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela
me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me
corté el pelo en Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo
de mi baúl.
Una noche, después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles
de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con
los dos cajones superiores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había
llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar;
como es natural, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que
quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté
abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no
había más que una cosa, pero estoy segura de que jamás adivinaría usted qué
era. Era mi mata de pelo.
»La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la misma textura. Pero
entonces se me hizo patente la imposibilidad de aquel o. ¿Cómo podía estar mi
pelo guardado en aquel cajón? Con las manos temblándome, abrí mi baúl,
volqué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloqué una junto a
otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí
desconcertada e incapaz de comprender el significado de todo aquel o. Volví a
meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les dije nada a los Rucastle,
pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado
cerrado.
»Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy observadora por
naturaleza, y no tardé en trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda
la casa. Sin embargo, había un ala que parecía completamente deshabitada.
Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a este
sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al
subir las escaleras, me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella
puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo convertía en
una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo estaba
acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las
venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin
mirarme ni dirigirme la palabra.
»Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el
niño, me acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de
la casa.
Eran cuatro en hilera, tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada
con postigos. Evidentemente, al í no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a
otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia
mí, tan alegre y jovial como de costumbre.
»—¡Ah! —dijo—. No me considere un maleducado por haber pasado junto
a usted sin saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de
negocios.
»—Le aseguro que no me ha ofendido —respondí—. Por cierto, parece que
tiene usted ahí una serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y
canto.
»—Uno de mis hobbies es la fotografía —dijo—, y allí tengo instalado mi
cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en
suerte!
¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habría creído?
»Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí
en el os sospecha y disgusto, pero nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo
en aquellas habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en
ellas.
No se trataba de simple curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más
bien una especie de sentido del deber... Tenía la sensación de que de mi entrada
allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina;
posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor
oportunidad de traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta
ayer.
Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer
tienen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller
entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller
está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando
subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió olvidarla allí. El
señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con
ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la
llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin
alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta
esquina había tres puertas seguidas; la primera y la tercera estaban abiertas, y
las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas, una
con dos ventanas y la otra sólo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz
crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro
estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de
hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la
pared, y el otro atado con una cuerda.
También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba allí.
Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que
yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por
debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había
una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo
mirando aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de
pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de
un lado a otro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver
aquel o, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable, señor Holmes. Mis
nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de repente, di media vuelta y eché
a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espantosa tratando de
agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasil o, crucé la puerta y fui a parar
directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.
»—¡Vaya! —dijo sonriendo—. ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la
puerta abierta.
»—¡Estoy asustadísima! —gemí.
»—¡Querida señorita! ¡Querida señorita! —no se imagina usted con qué
dulzura y amabilidad lo decía—. ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?
»Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excediendo. Al instante
me puse en guardia contra él.
»—Fui tan tonta que me metí en el ala vacía —respondí—. Pero está todo
tan solitario y tan siniestro con esta luz mortecina que me asusté y eché a correr.
¡Hay al í un silencio tan terrible!
»—¿Sólo ha sido eso? —preguntó, mirándome con insistencia.
»—¿Pues qué se había creído? —pregunté a mi vez.
»—¿Por qué cree usted que tengo cerrada esta puerta?
»—Le aseguro que no lo sé.
»—Pues para que no entren los que no tienen nada que hacer ahí.
¿Entiende?
—seguía sonriendo de la manera más amistosa.
»—Le aseguro que de haberlo sabido...
»—Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral... —en un
instante, la sonrisa se endureció hasta convertirse en una mueca de rabia y me
miró con cara de demonio—... la echaré al mastín.
»Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo
hasta mi habitación. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirada en mi cama,
temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No
podía seguir viviendo al í sin que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa,
el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si
pudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la
casa, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar
una decisión: enviarle a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, me
acerqué a la oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al
regresar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la
terrible sospecha de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller
se había emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la
única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía
atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante
media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve
ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana,
pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora
Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que
cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá
pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.
Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraordinario relato. Al
llegar a este punto, mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la
habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad
en su rostro.
—¿Está Toller todavía borracho? —preguntó.
—Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía
hacer nada con él.
—Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a salir esta tarde?
—Sí.
—¿Hay algún sótano con una buena cerradura?
—Sí, la bodega.
—Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha comportado usted
como una mujer valiente y sensata. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña
más? No se lo pediría si no la considerara una mujer bastante excepcional.
—Lo intentaré. ¿De qué se trata?
—Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los
Rucastle estarán fuera y Toller, si tenemos suerte, seguirá incapaz. Sólo queda la
señora Toller, que podría dar la alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega
con cualquier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría inmensamente
las cosas.
—Lo haré.
—¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por
supuesto, sólo existe una explicación posible. La han llevado a usted allí para
suplantar a alguien, y este alguien está prisionero en esa habitación. Hasta aquí,
resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de
que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le
dijeron que se había marchado a América. Está claro que la eligieron a usted
porque se parece a ella en la estatura, la figura y el color del cabello. A ella se lo
habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y,
naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad,
encontró usted su cabellera.
El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente
su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó
convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de desprecio, de que la
señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al
perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con
ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter
del niño.
—¿Qué demonios tiene que ver eso? —exclamé.
—Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está
continuamente sacando deducciones sobre las tendencias de los niños,
mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el procedimiento inverso
es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indicios
fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este
niño es anormalmente cruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha
heredado de su sonriente padre, que es lo más probable, como si lo heredó de su
madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se encuentra en su
poder.
—Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Holmes —exclamó
nuestra cliente—. Me han venido a la cabeza mil detal es que me convencen de
que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y vayamos a ayudar a
esta pobre mujer!
—Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrentamos con un hombre
muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con
usted, y no tardaremos mucho en resolver el misterio.
Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto,
tras dejar nuestro carricoche en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas
hojas oscuras brillaban como metal bruñido a la luz del sol poniente, habría
bastado para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado
aguardando sonriente en el umbral de la puerta.
—¿Lo ha conseguido? —preguntó Holmes.
Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los sótanos.
—Ésa es la señora Toller desde la bodega —dijo la señorita Hunter—. Su
marido sigue roncando, tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son
duplicados de las del señor Ruscastle.
—¡Lo ha hecho usted de maravilla! —exclamó Holmes con entusiasmo—.
Indíquenos el camino y pronto veremos el final de este siniestro enredo.
Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos
encontramos ante la puerta atrancada que la señorita Hunter había descrito.
Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A continuación, probó varias llaves
en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún
sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.
—Espero que no hayamos llegado demasiado tarde —dijo—. Creo, señorita
Hunter, que será mejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson, arrime el
hombro y veamos si podemos abrirnos paso.
Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer intento.
Nos precipitamos juntos en la habitación y la encontramos desierta. No había
más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa blanca. La
claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido.
—Aquí se ha cometido alguna infamia —dijo Holmes—. Nuestro amigo
adivinó las intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra
parte.
—Pero ¿cómo?
—Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló —se izó hasta el
tejado—. ¡Ah, sí! —exclamó—. Aquí veo el extremo de una escalera de mano
apoyada en el alero. Así es como lo hizo.
—Pero eso es imposible —dijo la señorita Hunter—. La escalera no estaba
ahí cuando se marcharon los Rucastle.
—Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me
sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos.
Creo, Watson, que más vale que tenga preparada su pistola.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un
hombre en la puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con
un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se
encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo
frente.
—¿Dónde está su hija, canalla? —dijo.
El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.
—¡Soy yo quien hace las preguntas! —chilló—. ¡Ladrones! ¡Espías y
ladrones!
¡Pero os he cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! —dio media
vuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa como pudo.
—¡Ha ido a por el perro! —gritó la señorita Hunter.
—Tengo mi revólver —dije yo.
—Más vale que cerremos la puerta principal —gritó Holmes, y todos
bajamos corriendo las escaleras.
Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro
y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba
espanto escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las
piernas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin
comer! ¡Deprisa, deprisa, o será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con
Toller siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el
hocico hundido en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando
alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y
afilados dientes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo
separarlos.
Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo
tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras enviar a Toler, que se había
despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude
por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido
cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y demacrada.
—¡Señora Toller! —exclamó la señorita Hunter.
—Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes
de subir a por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de
sus planes, porque yo podía haberle dicho que se molestaba en vano.
—¿Ah, sí? —dijo Holmes, mirándola intensamente—. Está claro que la
señora Toller sabe más del asunto que ninguno de nosotros.
—Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.
—Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detal
es en los que debo confesar que aún estoy a oscuras.
—Pronto se lo aclararé todo —dijo ella—. Y lo habría hecho antes si hubiera
podido salir de la bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces,
recuerden ustedes que yo fui la única que les ayudó, y que también era amiga de
la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se
volvió a casar. Se la menospreciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero
cuando las cosas se le pusieron verdaderamente mal fue después de conocer al
señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita
Alice tenía ciertos derechos propios en el testamento, pero como era tan callada
y paciente, nunca dijo una palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del
señor Rucastle. Él sabía que no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto
surgió la posibilidad de que se presentara un marido a reclamar lo que le
correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin
a la situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a
disponer de su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella se negó, él
siguió acosándola hasta que la pobre chica enfermó de fiebre cerebral y pasó seis
semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a
una sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquel o no
supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda
serlo un hombre.
—Ah —dijo Holmes—. Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de
contarnos aclara bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo
que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro.
—Sí, señor.
—Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la
desagradable insistencia del señor Fowler.
—Así es, señor.
—Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen marino, puso sitio a
la casa, habló con usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro
tipo, consiguió convencerla de que sus intereses coincidían con los de usted.
—El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso —dijo la señora
Toller tranquilamente.
—Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y
para que hubiera una escalera preparada en el momento en que sus señores se
ausentaran.
—Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice.
—Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller —dijo Holmes—. Nos
ha aclarado sin lugar a dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan
el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson, que lo mejor será que
acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me parece
que nuestro locus standi es bastante discutible en estos momentos.
Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas
frente a la puerta. El señor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozado para
siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa.
Siguen viviendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto
sobre el pasado de Rucastle que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor
Fowler y la señorita Rucastle se casaron en Southampton con una licencia
especial al día siguiente de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial
en la isla Mauricio.
En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Holmes, con gran
desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven
dejó de constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una
escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito.