El Diario

153 7 7
                                    

Hace semanas que venía confirmándole a mi mujer que había hallado una casa donde podríamos mudarnos. Sí. Había muchas más que tenían una estructura grande y espaciosa; pero hubo una en especial que se robó toda mi atención. Una casa de tejas de color azul marino, con muchos árboles a su alrededor, varias palmeras, y un espacio tan grande que ni yo pude creer. Pues bien; era bonita y, si mal no recuerdo, estaba a un precio totalmente accesible. El antiguo dueño se veía desesperado por vender aquella casa. ¡Imagínense! Fue increíble. Mi mujer aún no lo creía. Pero cuando la vio, una mezcla de emociones se llenaron en su ser. Yo lo vi; una alegría sumada con ternura, con un poco de nostalgia... ¿Quién sabe? De seguro le recordaba alguna novela, y tienen que imaginárselo, fui yo el héroe en aquel momento. Un héroe para mi mujer, pues se abalanzó sobre mí, abrazándome (casi triturándome los huesos) y esparciendo algunas que otras lágrimas sobre mi hombro. Ya se los digo, lloraba de felicidad el día que vio la enorme y bonita casa. Sin embargo, cuando mudamos todas nuestras pertenencias de la vieja a la nueva casa, mi mujer y yo, nos habíamos percatado de que no todo era de un color rosa, por así decirlo.

Todo se encontraba cubierto de telarañas, polvo, moho y algunas suciedades por las paredes que parecían más notorias, que tenían un color negro áspero. Así pues, juntando todo el equipo de limpieza que teníamos (la mayoría de esos equipos eran propiedad de mi mujer; ya se imaginarán las ocasiones en las que quiso lavarme la boca por soltar una que otra palabrota delante de mi suegra) y nos propusimos a limpiar centímetro por centímetro aquellas paredes, techos, estantes y varios muebles que habíamos encontrado en algunas salas. Sí, créanlo, la casa era enorme y tenía varias... ¡Qué digo! Tenía muchas, muchísimas habitaciones. Imagínense el duro trabajo que nos había tocado remover dichas suciedades (a mi mujer le encantó, le resultaba exultante). Al par de dos días limpiando, ya me había cansado bastante. No obstante, mi mujer seguía limpiando como si fuera algo normal. Yo no entendía la diversión que ella sentía al limpiar... tal vez nunca lo sepa.

En un determinado momento, que quizá se imaginen, cuando resbalé por el suelo totalmente húmedo y espumoso, a causa de los detergentes y jabones, recibí un fuerte golpe en la cabeza. No. No quedé inconsciente, el golpe fue sordo y el dolor, rápido. Había caído sobre algo... Algo que se asemejaba a la madera. Estaba en la habitación de huéspedes (así lo llamábamos mi mujer y yo, ya que, ya habíamos ocupado un cuarto especial para nosotros arriba) donde la limpieza, que era realizada por mí, dejaba al descubierto algo que me había impresionado bastante; era una trampilla en el suelo, por la cual mi cabeza había dado al resbalarme. La verdad era que no se notaba totalmente por la cantidad de polvo y moho que había en el suelo antes de la limpieza, pero después de unos jabonasos húmedos, logró distinguirse de manera ínfima.

La abrí. No estaba cerrada con ningún candado o algo semejante. Había una escalera que daba paso a un oscuro lugar. Era increíble. Dicha habitación, donde había hallado la trampilla, se encontraba abajo, cerca de la escalera que conectaba la sala de estar con un pasillo arriba, que a su vez, conectaba con las habitaciones. Pues bien, fui a llamar a mi mujer, la cual vino con una velocidad impresionante, ya que seguramente había pensado que ya había acabado con dicha limpieza para así poder limpiar el patio trasero. Le enseñé la trampilla y aquella escalera que daba paso a un oscuro lugar; parecía un sótano. Fui en busca de una linterna y bajé. Mi mujer me rogaba que no lo hiciera, (no había terminado de limpiar). Cuando estuve abajo, la linterna iluminó totalmente aquel sótano, dando cabida a una visibilidad excepcional. Podía notar varios estantes polvorientos, como los de arriba, unos días antes de haberlos limpiado; unas cuantas mesas con varias sillas blancas alrededor, y un pequeño librito de color azul marino sobre una mesa en especial. Me fijé en todo, en cada rincón. Todo estaba cubierto de polvo. Había un gran nido de tarántulas en una esquina. ¡Qué pocilga! Volví a alumbrar por las mesas y me fijé de nuevo por aquel diminuto libro. Me acerqué lo bastante para verlo; no tenía rotulo alguno. Y cuando lo abrí y comencé a leerlo, solamente unas páginas, supe que no se trataba de un pequeño libro, sino de un diario. En él, podía leer cosas como:

El DiarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora