Capítulo V

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La fachada de ladrillos se alineaba justo con la calle, o más bien con la carretera. Detrás de la puerta
estaban colgados un abrigo de esclavina, unas bridas de caballo, una gorra de visera de cuero negro y en un
rincón, en el suelo, un par de polainas todavía cubiertas de barro seco. A la derecha estaba la sala, es decir,
la pieza que servía de comedor y de sala de estar. Un papel amarillo canario, orlado en la parte superior por
una guirnalda de flores pálidas, temblaba todo él sobre la tela poco tensa; unas cortinas de calicó blanco,
ribeteadas de una trencilla roja, se entrecruzaban a lo largo de las ventanas, y sobre la estrecha repisa de la
chimenea resplandecía un reloj con la cabeza de Hipócrates entre dos candelabros chapados de plata bajo
unos fanales de forma ovalada. Al otro lado del pasillo estaba el consultorio de Carlos. Pequeña habitación
de unos seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de despacho. Los tomos del Diccionario
de Ciencias Médicas, sin abrir, pero cuya encuadernación en rústica había sufrido en todas las ventas
sucesivas por las que había pasado, llenaban casi ellos solos los seis estantes de una biblioteca de madera
de abeto. El olor de las salsas penetraba a través de la pared durante las consultas, lo mismo que se oía
desde la cocina toser a los enfermos en el despacho y contar toda su historia. Venía después, abierta
directamente al patio, donde se encontraba la caballeriza, una gran nave deteriorada que tenía un horno, y
que ahora servía de leñera, de bodega, de almacén, llena de chatarras, de toneles vacíos, de aperos de
labranza fuera de uso, con cantidad de otras cosas llenas de polvo cuya utilidad era imposible adivinar.
La huerta, más larga que ancha, llegaba, entre dos paredes de adobe cubiertas de albaricoqueros en
espaldera, hasta un seto de espinos que la separaba de los campos. Había en el centro un cuadrante solar de
pizarra sobre un pedestal de mampostería; cuatro macizos de enclenques escaramujos rodeaban
simétricamente el cuadro más útil de las plantaciones serias. A1 fondo de todo, bajo las piceas, una figura
de cura, de escayola, leía su breviario.
Emma subió a las habitaciones. La primera no estaba amueblada; pero la segunda, que era la habitación
de matrimonio, tenía una cama de caoba en una alcoba con colgaduras rojas. Una caja de conchas adornaba
la cómoda y, sobre el escritorio, al lado de la ventana, había en una botella un ramo de azahar atado con
cintas de raso blanco. Era un ramo de novia; ¡el ramo de la otra! Ella lo miró. Carlos se dio cuenta de ello,
lo cogió y fue a llevarlo al desván, mientras que, sentada en una butaca (estaban colocando sus cosas
alrededor de ella), Emma pensaba adónde iría a parar su ramo de novia, que estaba embalado en una caja de
cartón, si por casualidad ella llegase a morir.
Los primeros días se dedicó a pensar en los cambios que iba a hacer en su casa. Retiró los globos de los
candelabros, mandó empapelar de nuevo, pintar la escalera y poner bancos en el jardín, alrededor del reloj
de sol; incluso preguntó qué había que hacer para tener un estanque con surtidor de agua y peces.
Finalmente, sabiendo su marido que a ella le gustaba pasearse en coche, encontró uno de ocasión, que, una
vez puestas linternas nuevas y guardabarros de cuero picado, quedó casi como un tílburi.
Carlos estaba, pues, feliz y sin preocupación alguna. Una comida los dos solos, un paseo por la tarde por
la carretera principal, acariciarle su pelo, contemplar su sombrero de paja, colgado en la falleba de una
ventana, y muchas otras cosas más en las que Carlos jamás había sospechado encontrar placer alguno,
constituían ahora su felicidad ininterrumpida. En cama por la mañana, juntos sobre la almohada, él veía pasar la luz del sol por entre el vello de sus mejillas rubias medio tapadas por las orejeras subidas de su
gorro. Vistos tan de cerca, sus ojos le parecían más grandes, sobre todo cuando abría varias veces sus
párpados al despertarse; negros en la sombra y de un azul oscuro en plena luz, tenían como capas de colores
sucesivos, que, siendo más oscuros en el fondo, iban tomándose claros hacia la superficie del esmalte. La
mirada de Carlos se perdía en estas profundidades, y se veía en pequeño hasta los hombros con el pañuelo,
que le cubría la cabeza y el cuello de la camisa entreabierto. El se levantaba, ella se asomaba a la ventana
para verle salir; y se apoyaba de codos en el antepecho entre dos macetas de geranios, vestida con un salto
de cama que le venía muy holgado. Carlos, en la calle, sujetaba sus espuelas sobre el mojón y ella seguía
hablándole desde arriba, mientras arrancaba con su boca una brizna de flor o de verde que soplaba hacia él,
y que revoloteando, planeando, haciendo en el aire semicírculos como un pájaro, iba antes de caer a aga-
rrarse a las crines mal peinadas de la vieja yegua blanca, inmóvil en la puerta. Carlos, a caballo, le enviaba
un beso; ella respondía con un gesto y volvía a cerrar la ventana. Él partía, y entonces, en la carretera que
extendía sin terminar su larga cinta de polvo, por los caminos hondos donde los árboles se curvaban en
bóveda, en los senderos cuyos trigos le llegaban hasta las rodillas, con el sol sobre sus hombros y el aire
matinal en las aletas de la nariz, el corazón lleno de las delicias de la noche, el ánimo tranquilo, la carne
satisfecha, iba rumiando su felicidad, como los que siguen saboreando, después de la comida, el gusto de
las trufas que digieren.
Hasta el momento, ¿qué había tenido de bueno su vida? ¿Su época de colegio, donde permanecía encerra-
do entre aquellas altas paredes solo en medio de sus compañeros más ricos o más adelantados que él en sus
clases, a quienes hacía reír con su acento, que se burlaban de su atuendo, y cuyas mamás venían al locutorio
con pasteles en sus manguitos? Después, cuando estudiaba medicina y mamá no tenía bastante dinero para
pagar la contradanza a alguna obrerita que llegase a ser su amante. Más tarde había vivido catorce meses
con la viuda, que en la cama tenía los pies fríos como témpanos. Pero ahora poseía de por vida a esta linda
mujer a la que adoraba. El Universo para él no sobrepasaba el contorno sedoso de su falda; y se acusaba de
no amarla, tenía ganas de volver a verla; regresaba pronto a casa, subía la escalera con el corazón palpitan-
te. Emma estaba arreglándose en su habitación; él llegaba sin hacer el mínimo ruido, la besaba en la espal-
da, ella lanzaba un grito.
Él no podía aguantarse sin tocar continuamente su peine, sus sortijas, su pañoleta; algunas veces le daba
en las mejillas grandes besos con toda la boca, o bien besitos en fila a todo lo largo de su brazo desnudo,
desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ella le rechazaba entre sonriente y enfadada, como se hace a
un niño que se te cuelga encima.
Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no ha-
bía llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente
en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros.

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora