—Los ángeles pueden volar —dijo mientras las lágrimas corrían frenéticas por sus mejillas y deslizaba sus zapatillas por el borde de la baranda. Imaginaba el dolor, mientras sentía los lates en el centro del estómago tan punzantes que no la dejaban respirar, mientras sentía el viento raspar sus hombros de manera adversa, pero fue rápido y no hubo dolor.
La mañana se le hizo lenta y calurosa como presagiando el pesar que habría de sentir horas más tarde cuando por fin la noticia llegué a sus manos, cuando llegué el motivo que le podría poner fin a sus días. Sin saber nada aún, pensó en ella, en lo desquiciada que debía estar como para fijarse en una mujer, qué la habría llevado a tomar tremenda decisión, qué la habría hecho realizar semejante cambio en su vida, por qué. Se sentía contrariada, un tanto avergonzada por la manera en que la había tratado antes de que ella saliera al trabajo, después de todo se dio cuenta de que sus palabras fueron muy duras, pero cómo podría aceptar a una hija invertida. ¡Qué asco!
El tránsito vehicular quedó totalmente obstaculizado. Sangre a charcos, el tumulto se hacía cada vez más grande con el pasar incesante de los minutos, sus cabellos enredados y engomados por la sangre al igual que la ropa, los quejidos de las mujeres, las oraciones que murmuraban los ancianos, la incertidumbre que desafiaba a quien viera a esa mujer joven sin identidad y aparentemente sin vida tirada en medio de una de las avenidas más transitadas de Lima.
Atareada por la hora, apuró el quehacer y se dio un tiempo para sacar el celular y llamar a Melo, debía ya de estar cerca, antes de irse en la mañana le aseguro que llegaría a almorzar a casa, y así fue, le dijo que estaba en la avenida Benavides, que llegaba en quince minutos. ¿Acaso habrá finalizado, ya, el turno de ella?— se cuestionaba constantemente—. Sin embargo, su orgullo no le permitió siquiera marcar su número para llamar. Tenía la mesa puesta, llegó Melo, se congregaron todos como de costumbre, todo estaba listo, su plato estaba también servido, sin embargo ella no llegó. Al finalizar el almuerzo, Melo preguntó por ella, se sentía preocupada por la hora, ninguno pudo dar respuesta.
Las personas empezaron a asomarse atónitas, incrédulas, insatisfechas desde los edificios desiguales. La búsqueda de conjeturas, de explicaciones llenaba la avenida que resultaba ahora imparable. El espesor del ambiente se hizo intenso, duro, ingobernable y el horror se reflejaba en todas las miradas. Llegaron los paramédicos con el estupor que los caracteriza, encintaron el lugar, desviaron al tumulto junto con el tránsito vehicular. Las colas intensas de vehículos desquiciaban a sus conductores, las calles de Lima se habían vuelto inexorablemente infernales.
Se levantó con la excusa de servir el refresco, pero no pudo evitar mirar el celular con expectativa, a la espera, con la esperanza de ver un mensaje suyo explicándole el porqué de su tardanza. No había nada, ni lo habría después. Lavó sus manos y en su rostro cariacontecido se dibujó una falsa sonrisa para aparentar tranquilidad y despreocupación ante los presentes. ¿Lo habría logrado? Melo se puso de pie y la tomó por los hombros, se acercó a su oído y le dijo: No seas tan dura contigo misma.
Estaba ahora dentro de una ambulancia, desconocida, callada, convencida, tal vez, de que su decisión serviría, si no para ella, para el resto. Como ejemplo, como un acto de amor, no hacia alguien más, sino hacia ella. Su cuerpo menos cálido peligraba y la compasión dibujada en los ojos que la contemplaban se hicieron adictos a ella, quién sabe el porqué, pero dicen que lo no conocido deslumbra, aun cuando resulta aterrador.