Tres Atardeceres

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Es un verano deslumbrante, de cielos siempre azules y una brisa ligera que sopla a ras de suelo, invitando a tenderse sobre la hierba para escapar del calor. Es un verano que perdurará en la memoria de al menos tres generaciones por la forma en que los melocotones caen por su propio peso y explotan casi con besarlos, llenándote la boca de almíbar. En meses como estos debería estar prohibido trabajar; debería ser pecado inconfesable, algo hecho a oscuras y a escondidas de los vecinos, como una infidelidad.

Liz lleva horas pensando eso mismo, entre asomarse a la pequeña ventana para suspirar y sacar una nueva hornada de pan, hogazas doradas, trenzas perfectas, brillantes, un festín de harina y agua y levadura para la fiesta con la que se celebra el comienzo de la cosecha. Se siente como si hubiera estado trabajando dos días seguidos, sin más alimento que, precisamente, pan y agua.

En realidad solo lleva allí desde algo después del amanecer, y ni siquiera es mediodía aún. Al mediodía el panadero regresará de su viaje, y para entonces el pan tiene que estar listo. Se ha tomado su tiempo viendo salir a los labradores, después la ha distraído el pastor, al que ha dado un beso a cambio de uno de los melones de miel que cultiva su madre, y se ha comido el melón en el obrador a oscuras, con los pies encima de la mesa, para disfrutar del frescor antes de encender el horno. Ahora, la masa que el panadero había dejado preparada empieza a estropearse, el horno está a rebosar, rugiendo, las brasas casi consumidas. La muchacha se ha quedado dormida con la cabeza sobre los brazos y la cara y el pelo manchados de harina, prácticamente cada centímetro de piel al descubierto revestido de una pátina de polvo blanco. Siempre ha podido dormir en cualquier sitio, aunque no siempre puede controlar cuándo se queda dormida.

Por supuesto, esta vez duerme demasiado tiempo, demasiado profundamente. Los bollos de pan, amasados con cuidado especial, alcanzan su punto óptimo y lo pasan, volviéndose marrones y mates. Liz sueña con salir al campo a ver trabajar a los muchachos y con su olor a piel tostada y sudor de verano. La hornada completa crepita, humea, se viene abajo entre ruinas carbonizadas. Solo el instinto más elemental la despierta cuando el humo empieza a extenderse y para cuando apaga las brasas el horno es un desastre y el mediodía está todavía más cerca.

Durante unos segundos, apagado el fuego, arruinado el pan, con la masa impregnada de humo, Liz solo puede respirar hondo. Tose y se frota los ojos. Poco a poco una certeza se instala en su cabeza.

―Me va a matar –susurra. El panadero es un gigante malhumorado que ya la ha amenazado con mandarla de vuelta a lavar al río si comete un solo error más. Estropear más de la mitad del pan es más que un error. En ese momento es un desastre, es el fin del mundo. Si el panadero no la mata seguro que manda al alguacil. Si creía que estar encerrada entre las cuatro paredes del obrador toda la mañana era malo, no puede ni imaginar un día en el calabozo.

Liz se derrumba en el banco de madera y se echa a llorar sobre la mesa, sin importarle que su cara quede impresa en una de las pocas tortas de pasas que todavía no se habían estropeado. Solloza por un milagro y, a falta de milagros, le suplica al horno que la perdone y al pan que se tueste solo. Es algo dada al dramatismo y no tarda en exclamar sus peticiones, en ofrecer su alma inmortal a todos los santos y, finalmente, pronunciar las palabras mágicas.

―¡Te daré lo que quieras, pero arréglalo!

Y de un lugar que suena a la vez muy cerca e inabarcablemente lejos le llega un susurro de respuesta, jadeante:

―¿Lo que quiera?

―¡Lo que sea! –exclama Liz, sin pararse a pensar que, hasta ese momento, estaba sola en el obrador.

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