Cinco...

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A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad,

nuestros conciudadanos no se apresuraron a estar contentos. Los

meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su deseo de

liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían

acostumbrado a contar cada vez menos con un próximo fin de la

epidemia. Sin embargo, el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en

el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada.

Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la

peste tenían poco peso al lado de este hecho exorbitante: las

estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que la era de la

salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin

embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto,

aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su

vida después de la peste.

Todo el mundo estaba de acuerdo en creer que las comodidades de la

vida pasada no se recobrarían en un momento y en que era más fácil

destruir que reconstruir. Se imaginaban, en general, que el

aprovisionamiento podría mejorarse un poco y que de este modo

desaparecería la preocupación más apremiante. Pero, en realidad, bajo

esas observaciones anodinas una esperanza insensata se desataba, de

tal modo que nuestros conciudadanos no se daban a veces cuenta de

ello y afirmaban con precipitación que, en todo caso, la liberación no

sería para el día siguiente.

Y así fue; la peste no se detuvo al otro día, pero a las claras se empezó

a debilitar más de prisa de lo que razonablemente se hubiera podido

esperar. Durante los primeros días de enero, el frío se estabilizó con una

persistencia inusitada y pareció cristalizarse sobre la ciudad. Sin

embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Durante días enteros su

esplendor inmutable y helado inundó toda la ciudad con una luz

ininterrumpida. En este aire purificado, la peste, en tres semanas, y

mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres

cada día menos numerosos. Perdió en un corto espacio de tiempo la

casi totalidad de las fuerzas que había tardado meses en acumular.

Viendo cómo se le escapaban presas enteramente sentenciadas como

Grand y la muchacha de Rieux, cómo se exacerbaba en ciertos barrios

durante dos o tres días, mientras desaparecía totalmente en otros, cómo

multiplicaba las víctimas el lunes, y el miércoles las dejaba escapar casi

todas; viéndola desfallecer o precipitarse se hubiera dicho que estaba

Albert Camus La PesteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora