No hay reglas

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La mano de Keith sube lentamente, cálida y suave, desde el inicio de la rodilla hasta el límite del vestido y un poco más, luego se aleja. Repite la acción unas tres veces, todas lentamente, torturándome.

Mientras mi corazón palpita y enmascaro la furia con una sonrisa tensa el supera el dobladillo del vestido y sube, solo un poco más.                  

No lo veo pero percibo su sonrisa, burlona, a mi lado.  Y sé que sus ojos deben tener ese brillo característico de diversión malvada que los hace más azules, y su pequeño hoyuelo probablemente asome a su mejilla con engañosa ternura. Pero yo le conozco, sé que bajo la brillante sonrisa, los ojos azules y el pelo negro perfectamente despeinado y suave se esconde la estúpida actitud arrogante y altanera que tanto me provoca.

 Veo  a mi madre sonreír al otro lado de la mesa, completamente ajena al descaro de su hijo, que poco a poco se acerca peligrosamente a mi ropa interior verde.

Procuro mantener  la compostura al tiempo que tomo la estúpida mano y la pongo sobre su rodilla, calmando al fin las corrientes eléctricas que me recorren de pies a cabeza.

Con renovada calma, sostengo el vaso de cristal junto al plato con el asado apenas probado y le doy un sorbo al agua. Esta vez, cuando Keith vuelve a tocar mi pierna, no le detengo, por el contrario decido seguirle el juego. Pongo mi mano en su pierna y exactamente dos segundos después el detiene la suya sobre mí muslo. Más veloz que él, llego hasta su entrepierna y dejo descansar allí mi palma, sin presión, sin movimientos, solo tentando con un leve roce.                      

Volteo el rostro, solo un poco, para medir la magnitud de su agonía. Y justo como sospechaba está en pánico, aunque bien lo esconde con su estúpida sonrisa. 

–Rob  –escucho, y sé que es mi madre, porque solo ella me llama de esa forma. En realidad me llamo Robín, si ya lo sé suena como a Robín Hood, y no están muy lejos de acertar,  puesto que me han puesto Robín por la misma película. Pero no  culpo a mi madre por ello, en realidad ella no tiene nada que ver. La culpa recae toda sobre mi querido padre, quien justo después del parto  se las arregló para ponerme el nombre y arruinar mi vida. Sin siquiera dar tiempo a que mi madre recuperara la conciencia después de dar a luz.  Para ese entonces Keith tenía año y medio, su nombre, que según mi padre  era “femenino”  le había sido impuesto por mi madre, y mi progenitor, en venganza, decidió que su hija no tendría un nombre “fresita”.  Por ello heme aquí: Robín West Heller. Aunque le doy puntos por originalidad,  cuando alguien grita Robín sin importar la cantidad de gente a mí alrededor sé que me llaman a mí… gracias papa: nótese el sarcasmo.

–Ya te he dicho que no me llames así  –digo, frunciendo el ceño en su dirección, casi olvidando la mano de Keith en mi muslo y mi mano en su entrepierna, que como era de espera comenzaba a hacerse más y más prominente.

Mi madre, deliberadamente, ignora mi berrinche y continua hablando- No has tocado tu plato, Rob, y ya te he dicho que estas muy flaca, no piensas en…–y hay comienza con la misma perorata de siempre, que si estoy flaca, que si nunca estoy en casa, hay no… que lata,  y yo pensando que era importante.

La observo en silencio, su rostro pasando del pálido  blanco al rosado delicado, su pelo castaño inmaculado leve mente agitado mientras gesticula con ambas manos, su propio plato ya olvidado.

Debo agradecer mi largo pelo color chocolate a los genes de mi madre, y aunque ella se halla ahorrado su figura de reloj de arena para sí misma y a mí me haya engendrado con menos curvas que el número uno, tampoco es que valla a quejarme de mis ojos azules y mis pechos perfectos para unas copas 34b. E igualmente procuro no hostigarme con esas tonterías del cuerpo perfecto, tengo largas piernas y soy delgada, no hay muchas quejas sobre eso.

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⏰ Última actualización: Dec 01, 2013 ⏰

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