Mi cabeza pesaba mucho, mis piernas apenas se sostenían. No era de extrañar, gajes del oficio.
Y pensar que sigo aquí; después de tantos años.
Esta mañana había sido especialmente agotadora. Oía el gemido de mis fatigados compañeros, consumidos por el dolor de aquel constante látigo, dando punzadas en la superficie de sus espaldas. Sabía lo que era, lo había vivido miles de veces. Sin embargo; aquel día, no era lo mismo. El nuevo comandante llevaba su propio flagelo. Todos huían de aquel terrible hombre, carcomido por la avaricia.
Mientras que les maltrataban, algo terrible me sucedió, mis muñecas fallaron debido a mi edad, y mi herramienta cayó estrepitosamente al suelo, provocando un gran estruendo por todo el túnel. La pared tembló; pero, no tanto como el semblante de rabia de aquel hombre.
Me fui corriendo tan rápido como mis piernas me permitieron. Y bajé por las escaleras de mano hasta el nivel más profundo.
Era agonizante; la atmósfera ardía e intoxicaba el apenas irrespirable aire.
Oía los acelerados pasos encima mía, lo que provocó una sacudida, un oleaje de rocas taponó la entrada, más bien, mi única salida. Seguí adelante y encontré una zona un poco más elevada, en donde el calor estaba en tregua. Me acomodé sobre la inerte pared.
Giré la cabeza, agotado.
Lo que vi me dejó sin habla.
Una hermosa roca con tonalidades turquesa palpitaba sobre la agrietada y rojiza pared.
Mis frágiles huesos del brazo, se movieron hacia aquel fenómeno. Inmediatamente, me detuve. Contemplé por primera vez aquella pila de cadáveres que estaban esparcidos sobre el rocoso suelo.
Tuve una idea, decidí tomar el viejo pañuelo de mi padre, y envolver aquella roca, que con suerte estaba ligeramente desprendida del muro.
La guardé en mi pequeño zurrón.
No escribiré más si es que no metece la pena. De todas formas, no me moveré de aquí.