hu-hu 9

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  Y, en efecto, el viejo parecía ya a punto de irritarse y de iniciar un largo discursoacerca de la falta de respeto de los niños actuales, así como acerca de la triste suerte de lahumanidad, vuelta a la barbarie de los primeros tiempos. -Sigue, abuelo -insinuó Hu-Hu, en tono conciliador. El viejo se decidió. . -En aquel tiempo -dijo-, el mundo estaba muy poblado. Solamente en San Francisco,había cuatro millones de habitantes... -¿Qué es un millón? -interrumpió Edwin. El viejo le arrojó una mirada oblicua y explicó, bonachonamente: -Sólo sabes contar hasta diez, no lo ignoro. Pero haré que entiendas. Levanta las dosmanos. En las dos, tienes, en total, diez dedos. Bueno. Ahora recojo este grano de arena. Traeaquí la mano, Hu-Hu. Dejó caer el grano de arena en la palma de la mano de Hu-Hu, y prosiguió -Este granode arena representa los diez dedos de Edwin. Añado otro grano. Ya tenemos otros diez dedos.Y añado un tercer grano, y un cuarto, y un quinto, y así hasta diez. Eso da diez veces los diezdedos de Edwin. A esto lo llamo un centenar. Recordad los tres bien esta palabra: uncentenar. Ahora tomo esta piedrecilla y la pongo en la mano de Cara de Liebre. Representadiez granos de arena, o sea, diez decenas de dedos, o sea, cien dedos. Pongo diez piedras.Representan mil dedos. Prosigo, y pongo una valva de mejillón, que representa diez piedras,es decir, cien granos de arena, o mil dedos... De este modo, laboriosamente, el viejo, por medio de sucesivas repeticiones,consiguió más o menos introducir en la mente de los muchachos una idea aproximada de losnúmeros. A medida que las cifras crecían, iba colocando en las manos de los niños distintosobjetos que las simbolizaban. Cuando llegó a los millones, los representó por medio de laspiezas dentales arrancadas a los esqueletos. Luego multiplicó las piezas dentales porcaparazones de cangrejo para expresar los miles de millones, y se detuvo ahí, ya que susoyentes empezaban a mostrar síntomas de cansancio. -Había, pues, cuatro millones de hombres en San Francisco -reanudó-. O sea, cuatrodientes... La mirada de los muchachos pasó de los dientes a las piedras, luego de las piedras alos granos de arena, y de los granos de arena a los dedos de las manos alzadas de Edwin;después, recorrieron en sentido inverso la serie de ascendente de los símbolos, esforzándosepor concebir las sumas inauditas que representaban. -Cuatro millones de hombres, eso era una buena cantidad -aventuró finalmenteEdwin. -¡Eso es, muchacho! --aprobó el viejo-. Puedes hacer otra comparación, con losgranos de arena de esta orilla. Imagínate que cada uno de estos granos era un hombre, unamujer o un niño. ¡Ahí tienes! Esos cuatro millones de personas vivían en San Francisco, queera una gran ciudad, en esta misma bahía donde estamos nosotros ahora. Y los habitantes seextendían más allá de la ciudad, en toda la extensión de la bahía y en la orilla del mar, y tierraadentro, entre las llanuras y las colinas. Eso daba un total de siete millones de habitantes.¡Siete dientes! Una vez más, los muchachos recorrieron con la mirada los dientes, las piedras, losgranos de arena y los dedos de Edwin. -El mundo entero estaba atestado de seres humanos. El gran censo del año 2010 habíadado por resultado ocho mil millones como población total del universo. Ocho mil millones,o sea, ocho caparazones de cangrejo... Aquellos tiempos no se parecían demasiado a éstos enque vivimos. La humanidad tenía una habilidad sorprendente para procurarse alimentos. Ycuanto más comida necesitaba, tanto más crecía en número. Así, pues, vivían en la tierra ochomil millones de hombres cuando empezaron los estragos de la peste escarlata. Yo era  entonces un hombre joven. Tenía veintisiete años. Vivía en Berkeley, que está en la bahía deSan Francisco, en el lado que queda frente a la ciudad. ¿Recuerdas, Edwin, esas grandescasas de piedra que nos encontramos un día en esa dirección... hacia allí? Yo vivía allí, enuna de esas casas de piedra. Era profesor de literatura inglesa. Buena parte de ese discurso desbordaba el entendimiento de los jovencitos. Pero seesforzaban por comprender cuanto podían, aunque difusamente, de este relato del pasado. -¿Qué hacías en esas casas? -preguntó Cara de Liebre. -Tu padre, lo recordarás, te enseñó a nadar... Cara de Liebre hizo signo afirmativo. -¡Pues bien! En la Universidad de California (así se llamaban esas casas) se enseñabaa los jóvenes y a las jóvenes toda clase de cosas. Se les enseñaba a pensar y a instruirse lamente. Del mismo modo que yo acabo de enseñaros, por medio de la arena, las piedras, losdientes y las conchas, a calcular cuántos habitantes tenía entonces la tierra. Había mucho queenseñar. A los jóvenes se les llamaba entonces «estudiantes». Había grandes salas, y en ellasyo y los demás profesores les dábamos lecciones. Yo hablaba a cuarenta o cincuenta oyentesal mismo tiempo, igual que hoy os hablo a los tres a la vez. Les hablaba de los libros que habíanescrito los hombres que habían vivido antes que ellos, y a veces también de los librosescritos en aquella misma época. -¿Y eso era todo lo que hacías? -preguntó Hu-Hu-. ¿Hablar, hablar y hablar, y nadamás? ¿Quién cazaba para tener carne? ¿Quién ordeñaba las cabras? ¿Quién pescaba peces? -¡Muy bien, Hu-Hu! Me haces una pregunta muy juiciosa. Pues bien, los alimentos,tal como ya te he dicho, eran pese a todo muy abundantes. Porque éramos hombres muysabios. Algunos se ocupaban especialmente de estos alimentos, y, mientras, los demás seocupaban de otras cosas. Yo hablaba, hablaba incesantemente. Y, a cambio de ello, me dabande comer. Comida abundante y refinada. ¡Oh, si! ¡Refinada! Desde hace sesenta años, nopruebo nada igual, y seguramente ya no probaré nada igual. A menudo he pensado que laobra más espléndida de nuestra vieja civilización era esa abundancia de alimentos, suvariedad infinita y su increíble refinamiento. ¡Oh, hijos míos! ¡Sí! ¡La vida merecía entoncesser vivida! ¡Entonces, cuando teníamos tan buenas cosas para comer! Los muchachos seguían escuchando atentamente, y todo lo que no comprendían loatribuían al chocheo senil del viejo. -A los que producían el alimento los llamábamos, en teoría, hombres libres. Pero erafalso: su libertad no era más que una palabra. La clase dirigente poseía latierra y las máquinas. Era en beneficio suyo que trabajaban duramente los productores, y delfruto de su trabajo se les dejaba estrictamente lo necesario para que pudieran seguirtrabajando y producir cada vez más. -Cuando yo voy a buscar alimentos en el bosque -declaró Cara de Liebre-, si alguientratara de quitármelos y -hacerlos suyos, yo le mataría. El viejo rompió a reír. -Pero si la tierra, el bosque, las máquinas, todo, nos pertenecían, a nosotros, la clasedirigente, ¿cómo hubiera podido el trabajador negarse a producir para nosotros? Se hubieramuerto de hambre. Por eso prefería trabajar duramente, garantizarnos nuestra comida,hacernos los vestidos y proporcionarnos mil y un mejillones, Hu-Hu; mil delicias ymagníficas satisfacciones. ¡Ja, ja, ja! Así. pues, en aquel tiempo yo era el profesor Smith,James Howard Smith. Mi curso tenía mucha asistencia; es decir, que muchos jóvenesgustaban de oírme hablar de los libros escritos por otros hombres. Era muy feliz. Misalimentos eran excelentes. Tenía las manos suaves, porque no tenían que hacer ningún trabajoduro. Tenía el cuerpo limpio y bien cuidado, y mi ropa era todo-lo flexible y agradable queuno pueda imaginarse. Diciendo esto, el vejestorio dejó caer una mirada de asco a su asquerosa piel de cabra.

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⏰ Última actualización: Sep 23, 2016 ⏰

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