Ya casi nadie habla. Al fondo parece escucharse un parloteo nervioso, pero en este vagón todo el mundo se ha quedado callado, incluso yo.
Tengo a una persona a menos de quince centímetros de mi cara, pero sólo oigo su respiración entrecortada, asustada, y el traqueteo de las ruedas del metro.
Recuerdo sus ojos, me miró buscando una explicación, antes de que se apagasen las luces.
Pero no la tengo.
Era la última parada antes de llegar a la estación de casa. Habré hecho este trayecto cientos, quizás miles de veces. El tren dejó la estación como siempre, y comencé a prepararme para levantarme del asiento. También como siempre, todo estaba a rebosar, y me costó mucho llegar a la puerta de salida con las bolsas y la mochila del trabajo.
Al principio no lo noté, miraba a una mujer, la misma cuya respiración, ahora, es mi único contacto con la realidad. Era guapa, pelo rubio, y pantalones holgados color negro. A pesar de los pantalones, tenía unas formas generosas, lo suficiente como para distraerme y no darme cuenta al principio.
Caí en la cuenta cuando algún viajero se revolvió incómodo. O fue por un breve comentario que hizo alguien en otra puerta. El viaje estaba durando demasiado, no era mucho, habían pasado dos o tres minutos más de los que tardaba habitualmente. Pero cuando haces el mismo viaje cada día, te das cuenta de estas cosas.
La gente se miraba, divertida, por algo que parecía simplemente inusual. Y la chica rubia incluso me sonrió cuando el tren comenzó a descender y casi se cae sobre mí, apoyando su pecho contra el mío.
Eso me distrajo, me hizo tardar más en darme cuenta de que entre esas dos estaciones, en ese túnel, no había ningún descenso.
Miré al hombre gordo que tenía a mi izquierda, había coincidido varias veces con él en ese mismo trayecto, era empleado del Corte Inglés, y vestía un traje azul marino muy oscuro con una corbata ya bastante vieja. Él tampoco se lo explicaba.
Alguien comenzó a decir que estaba fallando algo, que debíamos estar en una vía de servicio. Por la razón que fuese habían cometido un fallo y nos habían desviado a cocheras. No quise decir nada, pero desde luego yo no recordaba ningún túnel de desvío en esa ruta.
El tren siguió bajando, al principio minuto tras minuto, pero los minutos se transformaron en decenas, y éstas en más de media hora. Alguien, asustado, tiró del freno de emergencia, y cuando éste no funcionó el pánico se desató.
El hombre del Corte Inglés no hacía más que mirar por la ventana, hacía ya rato que las luces de emergencia de los túneles del metro habían sido sustituidas por una oscuridad impenetrable, pero él seguía mirando. Y debo confesar que yo también, con la esperanza, cada vez más vana, de encontrar alguna luz, algo, que me hiciese despertar de este sueño tornado en pesadilla.
Lo peor fue cuando las luces del vagón, y de los demás, comenzaron a apagarse poco a poco, como una vela antes de morir. Miré el último vagón, y vi a varias personas mirando en mi dirección, con los rostros pegados al cristal, y los rostros desencajados del miedo.
Al cabo, las luces terminaron por apagarse, y los ojos de la chica rubia me miraron asustados, brillantes. Poco a poco la gente dejó de hablar, de preguntarse, de inquirir o exigir una explicación. Los sonidos fueron apagándose, como si se escuchasen cada vez más lejos, y lo único presente fuese el eco del túnel, que parecía reflejar la oscuridad.
Me pregunto qué pasará en el vagón de cabeza, si alguien estará intentando llegar a la cabina, y que habrá pasado.
La oscuridad nos envolvió al fin, y durante minutos que parecieron años, o tal vez años que parecieron eternidades, el sonido del tren fue el único ruido que escuché, por encima de la respiración de la chica y el hombre, y por encima de los latidos de mi corazón. Metiéndose en mi cabeza, llegando hasta mi cerebro, atrás, muy atrás, y despertando miedos que hicieron que un sudor frío recorriese mi espalda.
De repente, la chica rubia me coge la mano, fría, devolviéndome a la realidad, y la oscuridad parece envolvernos todavía más. Y yo me pregunto, si podemos seguir descendiendo para siempre, y hasta cuando resistiré sin volverme loco.