En el tren de París.

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En el tren de París.

Francia.

Salvador.

Es de mañana otra vez, y llueve. Por un momento, me veo tentado a apagar el despertador y seguir de corrido media hora más. Puedo tomar otro tren, que sea directo, y dormir por otra media hora, me digo. Puedo esperar a que deje de llover y presentarme a trabajar más tarde, me digo. Es poco probable que alguien me eche de menos, me digo. Y también me digo que ella va a estar ahí, seguramente. No parece ser alguien que falte a su trabajo por la lluvia. Así pues, me pongo de pie, esperando que la lluvia pase pronto, qué rayos, que de cualquier manera podría ser un buen pretexto. Quizás ella no lleve paraguas, quizás no quiera mojarse su fina blusa de seda, y yo tendría entonces un buen pretexto para hablarle y socorrerla... Quizás invitarle un café a la salida de su trabajo... De nuestro trabajo, porque me falta decir que ella y yo trabajamos en la misma empresa... Quizás... Quién sabe, hoy podría ser mi día.

Es increíble la sarta de tonteras que uno piensa cuando se enamora. Más increíble aun que uno pueda enamorarse en el tren, en un sitio concurrido en el que viajas cada mañana, en donde te encuentras tantas veces con la misma gente que éstos acaban siendo agradables conocidos, pero que al mismo tiempo no dejan de ser eso, simples conocidos. Y sin embargo, yo me he enamorado como un idiota de una de esas desconocidas-conocidas, a quien me encuentro todas las mañanas, alguien que, para colmo, trabaja en la misma empresa en donde estoy, y aún así no he podido acercarme nunca a ella...

Cabello rojo intenso y rizado, ojos color verde agua, ella me cautivó desde la primera vez que la vi, en el tren que todas las mañanas lleva a los franceses a sus trabajos y todas las tardes los trae de regreso a casa. Recuerdo que ese día estaba francamente molesto por tener que tomar ese tren, ya que podía tomar otro que me llevase más rápido y que no hiciera tantas escalas, pero por algún motivo que aun no sé, ese día el mencionado tren no iba a partir en el horario que tenía destinado, por lo que tuve que tomar el otro, en donde la vi a ella. Se subió en la parada siguiente a donde yo abordo, y se sentó a dos asientos de distancia, enfrascada en algo que traía anotado en su Ipod Touch, quizás alguna nota pendiente relacionada con su trabajo, mientras yo fingía concentrarme en las notas deportivas del periódico que había llevado conmigo. Lo único que pude averiguar de ella ese día era que se bajaba en la misma parada que la mía, y que desapareció tan rápido como había llegado a mi vida. Su imagen quedó doliéndome en alguna parte del alma, como una piedrecita en el zapato, y fue hasta la madrugada del día siguiente cuando me decidí a tomar el mismo tren, con la esperanza de volvérmela a encontrar. Entonces noté que la suerte estaba de mi lado, pues ahí estaba ella, con su traje sastre y su cabello rojo y rizado bien sujeto en la nuca. Sus ojos verde azulado no se despegaron de la ventana, y yo no tuve el valor de acercarme a ella.

La historia se repitió por dos meses, más o menos, dos meses en los cuales yo abordaba cada mañana el tren y la veía a ella subir, sentarse en algún lugar no muy distante de mí, y bajarse en la misma parada que la mía, sin notar siquiera mi presencia. Y nunca tuve, en todo ese tiempo, el valor de preguntarle siquiera su nombre. Tardé una semana más en darme cuenta que trabajábamos en la misma empresa, sólo que en áreas completamente diferentes. Yo estaba encargado de las labores de ingeniería, un trabajo que me mantiene casi todo el tiempo (sino es que todo) en el área de producción, mientras que ella, dedicada a las labores de administración, no salía del área de oficinas. No era probable, pues, que nos hubiésemos encontrado alguna vez, de no ser por aquél encuentro fortuito en el tren.

Fue en una de esas tantas mañanas, cuando, después de no haber podido vencer a mi cobardía y acercarme a preguntarle su nombre tan siquiera, en que alcancé a seguirla a distancia prudente, procurando no perderla entre la masa de gente, y sorprenderme al ver que ella entraba en un edificio perteneciente a la compañía en donde trabajo. Me costó mucho esfuerzo el no entrar corriendo al lugar para buscarla en todos los cubículos y oficinas: seguramente, me habrían tomado por loco. En vez de eso, me las ingenié para inventarle un cuento al guardia, enseñándole el gafete que me acreditaba como trabajador de la empresa, para que me permitiera echarle una ojeada al registro de entradas al edificio, con el pretexto de que deseaba saber si mi jefe inmediato se encontraba ese día en ese lugar. Bendita solución, pude comprobar el nombre de la última persona que acababa de entrar al lugar, la hermosa aparición que me encontraba todos los días en el tren: Dafneé Moreau.

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