Edith y el vagabundo

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La niña cantaba aquella canción susurrante, en sus brazos apretaba un pequeño pandita de peluche ajado y sucio, uno de los ojos pendía de un débil hilo deshilachado. Con una de sus manitas jugaba con la pequeña oreja del dañado peluche.

- Sigues aquí- pregunto el vagabundo

- Siempre estoy aquí- susurró enigmática- ella no volvió- las lagrimas caían rápidas formando nubes, mientras su carita se deformaba por el dolor.

- No llores, ya sabes que no tienes lagrimas, me asusta que sea así -suplicó el vagabundo- no te preocupes, me quedaré todo el tiempo que haga falta, ella volverá. Por lo menos, tienes un lindo recuerdo- sonrió señalando el osito-

- ¿lindo recuerdo?- miró hacia donde el dedo del hombre señalaba, su cara se cargó de odio- No puedo desprenderme de él, lo he intentado, no es un buen recuerdo cuando te arrojan desde un auto junto con él. No es un buen recuerdo cuando tu madre te promete volver. Maldito oso, me lo dio su amante de turno. Lo odio, sólo me recuerda que mi espera es en vano.

- A veces hablas como si tuvieras más edad.

Edith suavizó su mirada y quiso acariciar el sucio cabello del vagabundo pero falló en el intento y bajó sus manos frustrada.

- Las niñas de siete años también podemos crecer - dijo, señalando con un dedo el costado de su frente-. El sufrimiento me enseñó eso, el hambre, el frío, la soledad y la indefensión se llevaron la poca inocencia que me quedaba antes de que ella me dejara aquí. No se por qué la espero- la niña escondió su rostro tras su peluche.

Cuando levantó su mirada el vagabundo lloraba en silencio, gruesas gotas lavaban su sucio rostro, al secar éste sus lágrimas con las manos, la niña percibió que el agua había aclarado el color de sus mejillas.

- ¿Por qué lloras? -preguntó la pequeña, preocupada.

Hacía una semana que la acompañaba durante las noches y nunca lo había visto llorar.

El vagabundo sollozó aún más fuerte y acompañó sus lágrimas con el frote de sus manos entre sí.

-Dímelo- suplicó la niña- tu te has preocupado por mí, me gustaría corresponderte.

El vagabundo se serenó como para poder emitir palabra...

- Tú vienes todas las noches y te encuentras conmigo, y todas las noches te ayudó a esperar, mantengo la esperanza que tú alimentas, pero la verdad es que no son mis esperanzas, a mí nadie me buscará jamás.

Edith suspiró, e intentó no ser intolerante.

- Querido Mateus, mi espera será siempre infructuosa, sólo tú te niegas a entenderlo, no puedo evitar esperar. Es mi condición, creo que siempre será así.

- No entiendes, dulce Edith, ¡cómo quisiera yo, poder esperar!

La pequeña intentó ofrecerle su peluche pero a pesar de sus intentos, Mateus no lo pudo agarrar.

- Lo siento- susurró.

- Descuida- sonrió Edith.

La mañana cayó y Mateus volvió a su rutina, de vez en cuando había suerte y encontraba algún que otro ciudadano clemente que le encargaba un quehacer, aunque la mayoría del tiempo debía depender de la caridad o los deshechos en la basura. Ya conocía quiénes tiraban buena comida y quiénes no. Y sólo recurría a estos últimos cuando no había suerte con los primeros.

Ese día particularmente hacía mucho, mucho frío. Juntó algunos cartones de más para taparse por la noche, ya tenía poco carbón y sabía que amanecer a la interperie era duro.

Edith siempre se dormía última y se despertaba primera. Era una niña singular. Al llegar a su refugio bajo el puente, encendió el fuego y esperó.

Ya bien tarde como a las una, Edith apareció; estaba melancólica como siempre, Mateus la notó diferente.

- Mateus- preguntó- ¿te gusta esta vida que llevas?

- Es difícil explicar, mi pequeña. No me gusta ni me disgusta, hace tiempo que dejé de decidir esas cosas, mi existencia sólo me permite sobrevivir.

- Pero... ¿ya nada te gusta, ni te disgusta?

Mateus reflexionó un largo rato.

- Ya casi no siento nada, querida Edith, muy poco desde aquel día en que mi corazón se rompió. Tú has llegado a alegrar mis días, fue grato encontrarte aquí. Si hay algo que me gusta es tu presencia... por las noches olvido que estoy tan solo.

La niña sonrió y humo empezó a salir de sus ojos.

- Entonces, tú me quieres Mateus- afirmó con entusiasmo.

- Claro que sí, pequeña -sonrió- claro que sí.

Edith intento acariciar la mejilla barbuda del vagabundo, pero volvió a fallar.

Mateus sonrió ante la torpeza de la niña, le hubiera gustado sentir esa caricia inocente. Sus intentos le recordaban tanto a cuando había sido amado.

Se encerró entre cartones y se fue durmiendo. La pequeña comenzó a tararear la misma melodía de siempre y a jugar con la oreja de su oso panda, contra todo pronóstico el ojo colgante del pandita nunca se caía.

Nubes salían de los ojos de Edith, dejaría de esperar, por fin dejaría de esperar.

El frío se intensificó, Edith seguía intentando, sin suerte, acariciar la frente de Mateus. En el quinto intento lo logró.

Mateus no sintió nada extraño cuando durmió para siempre.

Cuando a la noche siguiente abrió los ojos, se encontró a Edith a su lado acariciando su frente, y nubes comenzaron a salir de sus ojos.

Edith rió traviesa.

- Ahora el que no puede llorar eres tú.

Mateus lo entendió y sonrió también, no le asustó su nuevo estado, eran lágrimas de alegría, podía sentir las manitas de Edith recorrer su barba.

- Ya no necesitaré llorar, Edith.

- Ya no quiero esperarla, Mateus. Ella no llegará. ¿Podrías cuidar de mí?

- Para siempre, pequeña, para siempre -afirmó.

Se tomaron de la mano y comenzaron a caminar. Nadie los vio cuando se perdieron en las sombras tenebrosas de la noche. Ellos... no temían a la oscuridad.


Edith y el vagabundo (Historia corta)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora