"Una mujer sin prejuicios" por Anton Chejov

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Una mujer sin prejuicios

O también: "Una mujer insustancial"

Por Anton Chejov

Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.

¿Cómo no amar a un hombre como aquel?

Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir. Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.

-¡Sea usted mi mujer! -suplicaba a Elena Gavrilovna-. ¡La amo locamente con pasión torturante!

Pero al mismo tiempo pensaba:

"¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen, si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase de pájaro soy!"

Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió feliz. Le atormentaba el dichoso pensamiento... Mientras volvía de la pista a su casa, iba mordiéndose los labios y cavilando:

"¡Soy un canalla! De ser un hombre, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de hacerle la declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y un infame!"

Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas. Elena Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuan desdichado era el pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de declararse.

También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la palma de su mano..., y que le sacaba casi todo el sueldo.

-Convídame a comer en el Ermitage -le intimaba-. Convídame o lo cuento todo... Y, además, préstame veinticinco rublos.

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