1 pecado capital: orgullo
-¿Quién es usted? – el hombre trajeado, miraba desde el otro lado de su oficina con desconcierto a aquella mujer, junto al marco de su puerta, la luz de la ventana solo alumbraba parte de su perfil. Su rostro en sombra y luz a la vez.
Ella sonrío lúgubremente, y seductora a la vez. Daba miedo.
-Creo que sabe por qué estoy aquí, Richard Wilde –su voz no era ni muy baja ni muy alta, no era ardua, pero tampoco aguda.
No podías decir que era un intermedio de ambas, sin embargo. Porque no lo era.
El hombre se entumeció en su lugar, sin dejar traslucir nada, a sabiendas de que si abría la boca para hablar, balbucearía una respuesta.
-¿Sabía qué el orgullo es considerado el original y más serio de los Siete Pecados Capitales? –se movió, ahora su cuerpo completamente bañado en la sombra.
-El orgullo, señor Wilde –dijo, adentrándose a la habitación –es el deseo por ser más importante o atractivo que los demás – explicó, señalando su suntuosa oficina de importante empresario, mientras hablaba –y fallando en halagar a los otros a pesar de que lo merezca –sonrío, dientes blancos y deslumbrantes tras unos labios rojos –Es su amor excesivo por usted mismo el que lo trajo hasta aquí -susurró.
-¿Q-qué quiere de mí? –murmuró, más bajo está vez.
Ella sonrío otra vez más, sin responder, con un movimiento grácil, sacó una daga de metal frío de su bota de cuero, larga como el antebrazo de una persona, ligero como el aire.
El hombre se congeló y se oprimió más todavía contra la pared, cerrando los ojos sin querer ver nada más.
Escuchó como el sonido de algo volar hacia él, como una respiración, la daga se hundió en su pecho, estática, y al momento, bañándose en sangre de un color rojo lúcido.
-La vanidad, Richard, el pecado –arrancó la daga de su pecho, y el cuerpo inerte cayó a sus pies –es lo que nos mata –limpió la sangre del cuchillo con su brazo –Por eso está muerto.
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-La ironía de que tú –la señaló con un dedo –justamente tú, quien posiblemente sea quien más pecados ha cometido en toda la historia del Hombre, sea quien castigue a los que hacen delitos menores.
-¿Delitos menores? –Se quitó la chaqueta y la tiró al sofá, luego se dirigió hacia él –Siguen siendo pecados, Luke.
-¡Pero lo tuyo es mucho peor! –exaltó en el asiento, derramando algo de cerveza en el suelo –Te puedo asegurar que ese tipo que mataste hoy, no hizo ni la mitad de lo que tú sí.
Ella río, y abrió la nevera para buscar algo de beber –Bueno, por eso estoy aquí, ¿no? Cumpliendo mi castigo –tomó un sorbo de su cerveza después.
Luke negó con la cabeza, pero entonces decidió que era verdad, ella no lo hacía por gusto, eso era un hecho.
-Nunca me dijiste los motivos, ¿sabes? –Luke la miró desde el otro lado de la cocina.
Él había sido su amigo desde hace unos trescientos años, más o menos, y nunca le contó por qué hacía lo que hacía, de todos modos.
-Bueno –miró a sus manos, que sujetaban la lata fría sobre la mesa –es una larga historia, básicamente se resume a… -pensó un largo tiempo, entonces habló de nuevo.
-A que hice un montón de cosas malas y ciertas personas se enfadaron –dio otro sorbo –Sí, eso lo resume bastante bien –sonrío hacia Luke.
Agradecía que Luke tuviera la paciencia de un santo, para poder soportarla. De hecho, él era más que un santo, era un angel con un alto cargo desde hacía mucho. Un Arcángel. También era irónico que algo tan puro y celestial como un angel se relacionara con alguien como ella, la hija del diablo.
-¿No me lo dirás, cierto? –se resignó.
Ella se encogió de hombros, disculpándose –Algún día, Luke.