Narcosis.

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Era un amanecer hermoso, Lucien, se levantó de la cama. Vio como un haz de luz iluminó su habitación, quiso salir a pasear. Se dirigió al armario cogió una camisa polo blanca, sus jeans favoritos, unas botas con punta metálica, una chaqueta de cuero negro estilo "SteamPunk" y salió de su habitación. Pero apenas salió, llegó a un cementerio. Vio numerosos e intrincados caminos, muy ingeniosos y nada prácticos; Lucien, flotaba sobre uno de esos senderos como por una corriente que lo mantenía en el aire, en un deslizamiento constante. Su mirada reparó desde lejos la lápida de una tumba recién cubierta y quiso detenerse a su lado. Ese pequeño montículo ejercía sobre él una increíble fuerza de atracción y fascinación. Intentó acercarse, pero parecía que nunca podría acercarse lo suficientemente rápido. De pronto, la sepultura casi desaparecida de la vista, oculta por estandartes que ondulaban y se entrechocaban con fuerza.

Todavía buscaba en la distancia, cuando vio de pronto la misma fosa a su lado, cerca del camino, pronto la dejaría atrás. Giró y saltó a la senda izquierda. Pero en el momento del salto el sendero se movió velozmente bajo sus pies, se tambaleó y cayó de bruces justamente frente a la tumba. Detrás de la lápida había dos hombres que sostenían un martillo y un cincel. Entonces surgió de un zarzal un tercer hombre, en quien Lucien, inmediatamente reconoció como un sepulturero. Sólo vestía pantalones y una camisa andrajosa, mal abotonada, y expulsando un hedor de muerte; en la cabeza tenía un bombín de terciopelo negro; en la mano una pluma común, con el que dibujaba figuras en el aire mientras se acercaba.

Apoyó esa pluma en la parte superior de la lápida; la lápida era altísima; el hombre no necesitó agacharse, pero sí inclinarse hacia adelante, porque el montículo de tierra (que evidentemente no quería pisar) lo separaba de la piedra. Estaba de pie en puntas, y se apoyaba con la mano izquierda en la superficie de la lápida. Mediante un prodigio de destreza, logró dibujar con una pluma común letras azul zafiro y escribió: "Aquí yace". Cada una de las letras eran tan clara, tan clara como el alba que lo hizo salir de su letargo hogareño, hermosa como la luz que iluminó su oscura habitación minutos atrás, profundamente inscrita, y de zafiro purísimo. Cuando hubo escrito las dos palabras, se volvió hacia Lucien, que sentía gran ansiedad por saber cómo terminaría la inscripción, apenas se preocupaba por el individuo; sólo miraba la lápida. El hombre se dispuso nuevamente a escribir, pero no pudo, algo se lo impedía; dejó caer la pluma, nuevamente se dirigió a Lucien. Esta vez, Lucien, lo miró y vio que estaba profundamente estupefacto, pero sin poder explicar el motivo de su perplejidad. Toda su vivacidad anterior había desaparecido. Esto hizo que también Lucien, comenzará a sentirse perplejo; cambiaban miradas desoladas; había entre ellos algún odioso rencor, que ninguno de los dos podía solucionar. Comenzó a retumbar la campana de la catedral en la Necrópolis, pero el sepulturero hizo un ademán con la mano y la campana cesó. Poco después comenzó a resonar; esta vez con mucha suavidad y sin insistencia; inmediatamente se detuvo; era como si sólo quisiera probar su sonido. Lucien, estaba preocupado por la situación del sepulturero, comenzó a llorar y sollozó largo rato con su tez en las palmas de las manos. El hombre esperó a que Lucien se calmara, luego decidió, ya que no encontraba otra salida, proseguir su inscripción. El primer breve trazo que dibujó fue un alivio para Lucien, pero el sepulturero tuvo que vencer una extraordinaria repugnancia antes de terminarlo; además, la inscripción ahora no era tan hermosa, sobre todo parecía haber mucho menos zafiro, los trazos se demoraban, pálidos e inseguros; pero la letra resultó bastante grande. Era una L; estaba casi terminada ya, cuando el hombre, furibundo, dio una patada contra la tumba y la tierra saltó por los aires. Por fin comprendió Lucien; era muy tarde para pedir disculpas; con sus diez dedos escarbó en la tierra, que no le ofrecía ninguna resistencia; todo parecía preparado de antemano; sólo para disimular, habían colocado esa fina capa de tierra; se abrió debajo de él una gran fosa, de rocosas paredes, en el cual Lucien, impulsado por una suave corriente que lo colocó de espaldas, se hundió. Pero cuando ya lo recibía la impenetrable profundidad, esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su nombre que atravesaba rápidamente la lápida, con espléndidos adornos.

Fascinado con esta visión, se despertó con una jeringa clavada en el antebrazo.

FIN

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