Princesa Perla

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Érase una vez en Bangor Gales, habitaba una princesa rodeada de vegetación que resguardaba la playa, su nombre era princesa Perla, vivía sin sirvientes, era una princesa que servía a su disposición. Tenía una preciosa corona con rubíes impregnados, cambiaba de vestido todo los días, tenía de todos los colores que podrían imaginarse, sus joyas las atesoraba en un cofre pequeño y reluciente e incluso guardaba un cepillo de plata.

Un día llamaron a la puerta, la princesa Perla sobresaltada corrió a abrir porque nadie más podía hacerlo por ella. Se encontró a su persona favorita, la señora Rosemary, llevaba la comida; luego de una reverencia entró a sus aposentos.

— ¡Princesa perla! ¿Cómo amaneció? —preguntó animosa colocando una bandeja con galletas y una taza de té.

— ¡Mi queridísima Rosemary! He amanecido con tanta alegría, he soñado con mi príncipe azul, me ha llevado a la playa, hemos caminado a las orillas tomados de las manos. —exclamó gozosa y se lanzó de golpe en el sofá con una sonrisa bobalicona.

—Pues coma y ruegue a Dios para que ese sueño suyo se cumpla, princesita. —tomó la bandeja dejando el desayuno, salió cerrando con lentitud la puerta principal y única.

Rosemary todos los días le llevaba la comida, le decía que no era su sirviente aunque la trataba como a una princesa. Recordaba aquellos años duros en los que Perla era solo una niña de diez años, en la catástrofe de una inundación su familia desapareció o quizá solo la olvidaron, nadie lo sabe. Rosemary pidió ayuda para que reconstruyeran su casa, Perla no quiso vivir con Rosemary, estaba aferrada a su hogar, el hogar destruido y abandonado, a la vez vacío. Las pocas cosas que tenía eran gracias a Rosemary.

Perla tenía una enfermedad grave, esa enfermedad la hacía delirar, creía ser una princesa. Rosemary la había llevado al doctor, sabía que algo estaba mal con sus delirios y cambios de humor, la citaron con un neurólogo el cual le dijo el nombre de una enfermedad que nunca había escuchado: trastorno de Huntington.

Rosemary no podía trabajar más, a veces lograba comprar el medicamento para Perla, pero la enfermedad no tenía cura, Rosemary solo seguía el juego de sus delirios. Todos los días Rosemary rezaba para que Dios curara a la chica que tenía veinte años, había sobrevivido con esa dura enfermedad. Todos los días se repetía casi la misma rutina, Rosemary no perdía la fe, trataba de comprender la situación de la que ella se había hecho cargo.

Los demás la criticaban por hacerse cargo de la princesa loca, como la llamaban en toda la playa. Rosemary había hecho enemigos, pero todos los días vendía a los turistas y visitantes collares que ella hacía con conchas, pintura y alguna que otra piedra artificial. No era algo que le daba mucha ganancia, pero trataba de subsistir. Perla le ayudaba a hacer los collares, Rosemary le hacía unos y le decía que eran de piedras preciosas, gemas o cristales. Se miraba en la pared diciendo que era un grandísimo espejo, se daba una vuelta y acariciaba las cuencas del collar.

Rosemary cada que llegaba a su casa llevaba un pesar en el corazón, lloraba e inmediatamente rezaba por ella, le partía el corazón verla tan entusiasmada con cosas tan sencillas e inexistentes. No sabía cómo una corona de juguete podía tener rubíes o como una pared con pintura desgarrada podía ser un espejo, como un collar barato podía ser de perlas reales y cómo ropas cualquieras podían ser de seda y con variados adornos.

A veces los gritos de Perla la despertaban, se escuchaban objetos pesados golpeando en las paredes. Rosemary abría con miedo, solo la tranquilizaba recordándole su rol de princesa hasta que se dormía con tranquilidad, como si nada había pasado. Rosemary no recordaba con exactitud cuando había adoptado ese rol de princesa, pero ya se había acostumbrado a tratarla como tal, solo así podía bajar su mal humor e irritabilidad. La princesa Perla de la playa Bangor, o como se hacía llamar "la princesa de Bangor". 

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⏰ Última actualización: Apr 17, 2017 ⏰

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