ENCUENTRO

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PARTE I de III



La noche se cernía silenciosa sobre el bosque.

El invierno convertía los árboles en viejas calaveras huesudas. Sus ramas, como garras, se curvaban sobre sí mismas y la nieve encontraba cobijo en los recovecos de la corteza. Solo los pinos mantenían su follaje intacto. Las agujas asomaban encima de un fino manto blanco, congeladas y altamente peligrosas.

Valerie elevó la mirada al cielo. No había luna llena, solo una oscuridad terrible teñida por un millar de agujeros brillantes.

Sintió un temblor recorrer su cuerpo. Pensó que era a causa del viento, pero no era así. Tenía miedo, mucho miedo.

El padre de Valerie era un mercader que viajaba de villa en villa vendiendo productos que facilitaban la vida en el hogar de las personas. Hacía una semana que partió al este y prometió llegar antes de la noche del domingo. Era martes y aún no llegaba a casa.

Temiendo lo peor y en vista de que la policía no hacía lo suficiente, Valerie emprendió viaje por la misma ruta que su padre había usado. Hacía horas que llevaba caminando y para esas alturas creyó que ya encontraría alguna villa. No había nada. Solo bosque y pájaros ululando. Tal vez debió girar a la izquierda en la intersección de caminos.

A medida que avanzaba el camino se hacía más sinuoso y desolado.

Ya era tarde y lo mejor sería encontrar un lugar dónde pasar la noche. A la mañana siguiente volvería sobre sus pasos y tomaría el camino de la derecha.

🌹🌹🌹

Los pies le ardían. Tenía las manos congeladas, sus labios cuarteados por el frío y ya no sentía la punta de la nariz. Por más que llevase buenas ropas de invierno había permanecido demasiado tiempo fuera, y lo único que lograría calentar su atrofiado esqueleto sería un buen fuego y una cama calientita.

Cuando sintió que la esperanza se desvanecía, alzó la vista y descubrió enormes torreones que parecían rasgar el cielo nocturno. Avanzó, sus piernas moviéndose con avidez. Los pinos menguaron y al final del camino, en lo alto de una colina, descansaba una imponente mansión.

Al acercarse notó lo descuidado del lugar. La pintura del portón estaba descascarada, las paredes de la casa estaban cubiertas de moho y enredaderas. El jardín era un completo desastre y habría creído que aquel lugar estaba abandonado de no ser por el magnífico rosedal que enmarcaba todo un ventanal.

Estaba muy bien cuidado. Había rosas de todo tipo: blancas, rosas y rojas mezcladas entre sí para formar una preciosa corona. Abajo, enmarcando un sendero que conducía hacía un costado de la casa, había un millar de arbustos con rosas amarillas, naranjas y azules.

A pesar del crudo invierno su belleza estaba intacta.

Un ventarrón hizo que el portón se meciera y restallaba con estrépito.

«Está abierto».

El frío atascó la cerradura pero bastó un empellón para forzarlo y abrirlo. El portón se abrió con un ruido chirriante, sediento de aceite.

Valerie se aventuró en el jardín, caminando directo al precioso rosedal que adornaba un costado de la casa. Recordó que antes de que su padre se fuera le pidió como obsequio de su viaje una rosa roja. ¿Será que su padre estaba en aquel lugar?

Subió la escalinata principal repleta de hojas secas y mugre acumulada. La nieve se asentó en los bordes lejanos. Sal cubría los escalones y evitaba que se convirtieran en una trampa mortal.

LA BELLA Y LA BESTIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora