El fantasma de mi padre

22 2 0
                                    

     Regresé a casa cerca de las seis de la tarde. La estadía en el hospital, la vela y el entierro de mi padre, me tenían considerablemente extenuada. Pensé que Pablo se ofrecería a llevarme a casa, pero con mí actitud no dudó ni por un segundo que quería estar a solas, supo que quería estar en paz al menos por unas horas, por todos aquellos ojos benditos, ojos posados en mí con cierta melancolía, ojos que me tenían realmente abatida. Por mi parte, entendía el porqué de la lástima de todos los presentes; porque ahora que mi padre y mi madre habían fallecido, mi nuevo estatus de huérfana les había conmovido. Pero, ¿cómo había perdido tan pronto a mis padres? No tenía hermanos, no tenía abuelos, no tenía tíos, no tenía a nadie en el mundo, ahora era yo y sólo yo.

      Bajé del auto al llegar y con ojos extraños observé la gran casa, ahora la miraba inmensa como un gran castillo solitario y tenebroso que me acogería para hacerme sentir aún más sola, por el día, por las noches, a todas horas. El viento soplaba frío y sigiloso llenando el pórtico de secas hojas melancólicas que caían de los árboles otoñales, árboles que se erguían altivos frente a la monumental casa bajo un cielo gris y lluvioso. Ahí en el ventanal donde mi padre solía estar cada vez que regresaba a casa, lo vi, en mis pensamientos, con su taza de café en una de sus manos, enfundado en su misma bata azulada y con sus pantuflas negras afelpadas. Sonreí con desgano y atravesé el lúgubre pórtico lleno de hojas, lleno de mucho duelo. Antes de entrar, observé que en el pequeño muro de piedra de la izquierda, había una gruesa candela color violeta. Observé en derredor, lo más probable era que la dejara alguna alma buena para que la prendiera, esperando talvez que rezara algún rosario, alguna súplica, alguna oración breve y fervorosa, y en verdad lo haría porque algo pasaría. La tomé pues y me dispuse a entrar en casa.

      Las luces estaban apagadas y fui prendiendo una por una conforme entraba en cada estancia. Primero, prendí las luces de la sala: este era el lugar favorito de mí padre amado, quien reía viendo series cómicas de televisión gozoso y animado. Prendí las luces del comedor, ahí estaba la gran mesa de madera brillante, y encima un tablero de ajedrez con unas fichas dispuestas para empezar otro juego emocionante. Prendí las luces de la cocina: mi madre solía estar preparando la cena usando un blanco delantal que ella misma había confeccionado, dentro de aquel taller de costura que mi padre le había construido muy emocionado. Mi madre pasaba sus horas metida en ese cuarto infernal confeccionando vestidos de niñas, tejiendo manteles, bordando servilletas, haciendo siempre cualquier cosa a pesar de su estado de artritis avanzado. Nunca se quejó, nunca habló de los terribles dolores que le aquejaban por las noches; a pesar de que todo eso era evidente cuando le observábamos las deformes manos, y por ello, un día de tantos, amaneció así sin más sentada en su famosa máquina de coser, yerta como una estatua de sal.

     Subí las escaleras de madera que crujían con cada paso que daba y entré en la habitación que mi padre ocupaba, tomé entonces la candela color violeta, la coloqué en la mesa de noche, nerviosa la prendí, me persigné y de la habitación salí para darme una larga ducha con esencias de flores de anís. Cuando terminé de ponerme el pijama para bajar a la gélida cocina y preparar algo para comer, me sorprendí al ver claramente a mi padre sentado al borde de su cama de madera color café, con su bata azulada y sus pantuflas negras afelpadas, viendo a la ventana con la faz algo desencajada. Caminé despacio, pensando que el estrés me estaba jugando una mala pasada, pero no, en verdad era él.

─ ¿Papá? ─pregunté con un hilo de voz─. ¿Eres tú?

      Pero aquel no contestó. En cambio, el difunto se levantó de la cama con el semblante pálido y salió de la habitación dejándome confundida y con el corazón latiendo aprisa. Mis pies parecían estar clavados al piso, no me podía mover, no podía hablar, no podía gritar; eso no era más que un delirante aviso de que la odiada muerte con su brillante guadaña rondaba sonriente la gran casa, haciendo que los muertos ya enterrados aparecieran como Adán y Eva desterrados de aquel infame paraíso. Pero, ¿a dónde se dirigía mi fallecido padre? Despegué pues mis pesados pies de la madera que rechinaba con cada paso que daba, siguiendo al ente que ante mis ojos había aparecido y desaparecido, siguiendo como poseída un sutil aroma dulce a flores de margaritas y jazmín, escuchando al mismo tiempo una peculiar voz que se mezclaba en un alboroto atroz. Y entonces al pie de las escaleras de nuevo lo vi, esperando impaciente, queriendo mostrar «algo» ignorado por mí, pero ¿qué era? Mi padre cuando estaba con vida me confesó en una ocasión, que el Dios todopoderoso le había obsequiado un extraño don. Me dijo que le había dado el don de hablar con los muertos y que en varios episodios les había servido de instrumento para seguir su ansiado camino; entonces, ¿lo que quería mi adorado padre era dejarme su bendito legado? Bajé las escaleras un poco más serena, un poco confusa, un poco ilusa y ahí vi lo fatal. Un extraño frío se apoderó del ambiente, en mis huesos entró, mis entrañas caló, mis venas recorrió, en mí se fundió, y fue hora de entender: mi padre y la muerte salían por la puerta, mi corazón había dejado de latir, pues yo también estaba a punto de partir.

El Fantasma de mí Padre#CarrotAwards2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora