De oro y plata, de dioses y reyes

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Era noche cerrada, la luna brillaba pálida en el oscuro cielo saturado de estrellas. El rugido del mar al golpear la costa, el escarpado acantilado bajo sus pies no era suficiente para sofocar su miedo, su preocupación. No paraba de dar vueltas en la cama, el camisón le molestaba y las sábanas las odiaba. No quería estar en sus aposentos por más tiempo.

Se había apartado el largo flequillo rubio incontables veces esa noche. Había intentado dormir de todas las formas habidas y por haber, hasta que se rindió al insomnio. Había salido al ancho balcón, suspendido sobre el Mar Oriental, tan brillante y sosegado en aquella época. En otro momento podría haberse entretenido con los bailes de las sirenas, sus cantes y sus juegos, deseando ser una criatura marina. Pero sentía el peso de la corona, los ropajes adornados con hilos de oro y plata, y sus manos, grandes y callosas, blandiendo la espada de Narnia. Incluso en ese momento, estando casi desnudo, dejándose embriagar por el aire salado, la brisa marina y siendo iluminado por la clara luz de la luna; en el que cerraba los ojos y se imaginaba siendo un simple chiquillo, podía sentir el mango carmesí, con el pomo de oro; y la vaina, atada a su cinto, un peso que a veces sentía demasiado grande.

Se había levantado, y sobre su camisón se había puesto una fina bata de satén, rojo carmesí, su favorita. Encendió una linterna y con sumo sigilo, siendo ignorada por las bestias que se habían convertido en la Guardia Real con el tiempo, recorrió el largo pasillo que la separaba de él. Enormes ventanales, paredes de piedra blanca, cuadros y armas eran sus únicos acompañantes. La noche era clara, fácilmente podría encontrar el enorme portón de madera pulida que siempre estaba abierto para ella, mas siempre prefería recorrer los largos pasillos de Cair Paravel iluminándose con esa pequeña luz de fuego.

Las bestias se apartaban a su paso, agachando la cabeza en una profunda reverencia y dejándola pasar. Ella era su reina, ella iba hacia donde quería, y ellos sólo obedecían. Así estaba escrito.

Un par de golpes lo sacaron de su ensueño. Se giró con delicadeza, toda la que podía poseer un hombre con rostro de niño, un hombre niño curtido en numerosas batallas saldadas con sangre y muerte.

-Adelante –susurró, aunque sabía que ella no necesitaba permiso para entrar. Así estaba estipulado. Agarrado a la fría piedra del balcón, con una fuerza que ni él mismo pudo calibrar, la vio entrar. Estaba enfundada en su bata favorita, aquella que le recordaba a la sangre de sus labios, de su espalda tras el paso de sus uñas, su visión cuando ambos se dejaban llevar por la pasión y un poderoso acúmulo de éxtasis y liberación le nublaban la mente. Pero también el rojo de la muerte de sus enemigos, de sus hombres, la funda de Rhindon. El león alzado en su escudo de plata. Narnia.

Se adentró en la enorme habitación con la altivez propia de una reina, el sigilo de un felino y la feminidad de la mujer que estaba destinada a ser. Con un suave golpe, el portón de madera se cerró, dejándolos aislados en los aposentos del Gran Rey. Él no se había movido desde que ella entró en la habitación, se notaba incapaz. Notaba sus piernas flaquear ante sus presencia, más esa noche.

-No podía dormir –la luz de la linterna se había apagado, una suave ráfaga de viento los había dejado a ambos en la oscuridad. Él brillaba casi con luz propia, mientras ella parecía una divinidad de cuento, una ninfa de la luz y la oscuridad, del sueño y la vigilia. Su ninfa. Lentamente se había ido acercando a él, volviéndose más nítida, más real, más hermosa. Más... humana.

Él la miró con gesto cariñoso, conmovido por el dolor de la pérdida y la separación. A veces sentía que sólo en esos momentos de soledad, amparados por la luz de la luna y las estrellas, eran realmente ellos. La acogió entre sus brazos, cálidos y fuertes; y ella se abrazó a él, buscando un consuelo que únicamente él podía darle. Él besó su cabeza, enredó sus dedos en su largo cabello oscuro, con una delicadeza exquisita. Ella sentía su corazón golpeando en el pecho, un regular tintineo sordo y sosegado, una música lánguida y deliciosa, que le hacía saber que estaba vivo.

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