El plan perfecto

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      Thea sopló vehemente, la acción haciendo que su trabajado flequillo se levantara al aire, para después caer desordenado. Pasó los dedos sobre los rubios mechones con rapidez, a sabiendas que no conseguiría un milagro. No lo lograban ni las mejoras peluqueras de la ciudad. Su pelo era tan fino como una telaraña y siempre estaba atraído por la gravitación de la tierra, escurriéndose lasco y sin volumen.

La cola avanzaba más despacio que un caracol subiendo una pendiente. Sin embargo, la amenaza de perder su trabajo la había estimulado a apuntarse a las clases. Su maravillosa labor como administrativa en una oficina de alquiler de coches, donde la principal actividad era chismorrear, estaba en peligro. ¿Por qué no existían clases para aprender a cotillear?, se preguntó medio divertida. Ella estaba fuera del círculo especial de los empleados. Nunca tenía noticias sabrosas, no se enrollaba tres veces por semana con un nuevo maravilloso tío, ni lloriqueaba luego por el amor perdido. No ofrecía su hombro para secar las volátiles lágrimas, ni conocía las palabras adecuadas de consuelo.

Fuera, estás fuera, se dijo, sin importarle mucho en realidad. Su vida privada, quedaba privada porque esa era su elección. Además, hacía ya medio año que había cambiado el chip y había llegado a parecerse lo más cerca de una monja. Pero hacer memoria de lo que había pasado seis meses atrás no estaba en el menú de hoy. Ni de mañana, ni de nunca.

La cola avanzó y Thea contó a las personas que tenía delante, suspirando aliviada al ver que quedaban solo cuatro. Se movió sobre sus pies calzados en botas australianas de color rosa, y de paso evaluó sus vaqueros y el jersey sin forma, adornado con un inmenso sol sonriente. Una sonrisa igual le regaló al administrativo en cuanto llegó su turno y por fin pudo salir del edificio como recién inscrita a las clases de alemán.

Se detuvo antes de abrir la puerta, sorprendida por la ventisca que se veía a través del cristal. ¿Cuánto tiempo me quedé aquí?, se preguntó desconcertada por la desaparición del sol invernal y el cambio inesperado del tiempo.

Encogió los hombros y salió a la intemperie, permaneciendo un momento sin moverse bajo la tormenta de nieve. Los copos tropezaban con su cuerpo y se sentían fríos en su rostro, deslizándose por la piel descubierta. Sonrió y empezó a recorrer el camino hacia su piso.

Acababa de girar a la esquina de un edificio cuando se sintió empujada con brutalidad y perdió el equilibrio, cayéndose de espalda sobre el suelo mojado. Aturdida por momento, escuchó una voz barítona que le preguntaba:

—¿Estás bien?

Thea verificó mentalmente sus signos vitales: pulso acelerado, el rastro de susto, el vergonzoso dolor en su trasero y el pinchazo agudo del codo derecho en el cual se había apoyado sin querer en la caída. Procuró levantarse y recibió la mano masculina ofrecida en su ayuda. Enseguida que focalizó la mirada, se soltó como si la hubiera mordido una víbora.

ÉL. Era él.

¡Te odio, Dios!, gimoteó para dentro. Y a ti, Papá Noel, también, añadió, aunque no consiguió el efecto deseado y no se sintió mejor.

Cassius Rolfe la miraba desde la altura del primer piso de un edificio, o eso le parecía a Thea.

Levantó el mentón, sin éxito. Cass seguía siendo demasiado alto, aunque ella se pusiera dos pares de tacones. Recordó a tiempo la sonrisa de su jersey, y la usó, aunque le costó ordenar a sus labios a surcarse tanto tiempo que sus dientas continuaban apretados.

—Estoy bien, gracias. —Se giró, para farfullar—: No debito a ti, cabrón.

—¡Thea, espera! —La manga de su plumífero quedó atrás, retenida por los dedos del hombre al que no tenía ninguna intención de hablarle.

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