Un ave enjaulada

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La vela derramó un gota de cera al mismo tiempo que la línea en el muro descendía un cuarto. La sensación de opresión se extendió por el cuerpo de Nympheria cuando sucedió, y también el presentimiento de que el tiempo corría deprisa. Sentada en el lateral del ataúd, veía con poco gusto cómo un orificio dejaba notar la piel de quien yacía debajo. La grieta se había extendido, ahora atravesaba el rostro y dejaba pequeños hoyos por donde una luz intensa emanaba.

Quienes estaban dentro tenían prisa, pero la incógnita era por qué seguían dormidos.

Ella era solo una simple mortal invadida de un oscuro sentimiento cuando había cometido el crimen de muerte, como cualquier otro. Sin embargo, la gerena Serinthya percibió algo más. Su alma aprisionada por las cadenas y la profunda incisión en su corazón; dolor consumido, enajenado y palpitante, y el propio tiempo de Serinthya acabándose mientras ella lloraba lágrimas silentes.

—¿Siempre vendrás pronto a mí?

Nympheria sentía el pasado tan cerca al ver el ataúd de su alma.

Cuando su predecesora le entregó el reino, le advirtió sobre el tiempo, el pasado y el presente. Pero también le enseñó que cuando te quedabas en sus tierras, aprendías a amar a sus criaturas, a convivir con sus monstruos y a intentar solventar la humillación de las almas que apenas ingresaban. Formabas uno con ellos y eras parte de su mundo; su gerena o su sirviente.

Sarjen miró con extrañeza el momento en que ella se acercó a los labios de su ataúd y los besó. Era una despedida, ya lo sabía. Su tiempo culminaba con el de ella. Cuando una gerena muere, su sirviente la acompaña. Para él tenía sentido que por su incapacidad de analizar a Echkam no hubiera sido castigado ni reprendido. De esa forma, él iría con ella adonde lo deseara, de eso estaba seguro.

Observó expectante con Eckham a su lado. El hombre deseaba levantarse y caminar hacia ella, pero el sirviente le detuvo e hizo que se agachara. Nympheria había escuchado sus murmullos presurosos, pero poco le habían importado. Se había limitado a observar los rasgos de un rostro tan familiar, tan marmóreo. Tan parecido a ella.

—¿Por qué no?

Las alas de cuervo revoloteaban en la cabeza de Sarjen. Estaba enfadado; pocas veces se había molestado tanto, pero él lo había conseguido con su insolencia.

—Su alteza debe estar a solas.

El extranjero hizo una mueca de desprecio.

—Es solo una tumba —comentó.

—Es su alma —reprendió el sirviente.

Negó con la cabeza ante su poco tacto, aunque sabía que los hombres de Herenos no lo tenían. No entendía por qué Nympheria le había dado la oportunidad, y se sentía alegre de no quedarse para saberlo. No había nadie más a quien deseara servir.

Nympheria, la de las almas y el humoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora