Pobre entre los pobres

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La última parte del camino se les hacía muy larga. Había transcurrido ya mucho tiempo desde que salieron de la ciudad donde vivían; habían viajado al principio en compañía de unos vecinos que también se habían tenido que mudar por las mismas circunstancias que ellos, obligados por la urgencia de tener que cumplir con un edicto que conminaba a todos los ciudadanos a inscribirse en el lugar donde habían nacido. El primer tramo del viaje les había resultado corto, gracias sobre todo a la amistad que aquellos vecinos les habían brindado. La gente, cuando se mueve por parecidos motivos, suele volverse comprensiva y generosa, había pensado José después de que se hubiera despedido de ellos, después de que los hubiera visto marchar por otro sendero. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces para los dos, sin duda por los efectos de la fatiga que ya habían acumulado. A María se la veía cansada, con signos de preocupación en sus ojos aceitunados de mujer nazarena. Sentada sobre la burra, a veces encogía el rostro para contener algún espasmo que la sacudiese por dentro; después de lo que habían andado, a José no se le ocultaba que se le pudiese presentar el parto en cualquier momento, a lo mejor antes de lo previsto. Por razones de la naturaleza debía ser así, aunque por las experiencias extraordinarias que los dos habían tenido era posible esperar también que ocurriese de otra manera. Desde que se le apareció el ángel en sueños para revelarle lo que sucedía, todo había cambiado ciertamente para él; ahora se veía impulsado por una fuerza interior, se veía impelido a realizar obras en las que él tal vez no hubiera caído; se consideraba en algunas ocasiones como el instrumento de una voluntad a la cual obedecía, como el hombre escogido para ejecutar  lo que otro quizá no hubiera podido hacer. Sin embargo, por esa misma causa, había también otros muchos momentos en que se sentía débil e incapaz de llevar a cabo lo que se le pedía, en que no entendía cómo podía haber sido elegido  para que mediante su acción el plan de Dios se cumpliera. En su mente se reproducían una y otra vez las palabras del ángel: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Le parecía a veces increíble, como un producto de su fantasía, dada a manifestarse sin ninguna limitación en los sueños: lo veía como algo insólito, casi dudaba de que hubiera sido cierto, de que todo aquello pudiera tener visos de credibilidad. Él, que había llevado una vida muy sencilla, no podía ser objeto de tamaña misión, de un encargo que sobrepasaba los límites de lo razonable. Por más vueltas que le daba, no lo comprendía, aunque cuando menos lo esperaba volvía a recordarlo todo de un modo preciso, la presencia del ángel se le había revelado de una manera incontestable, se le había aparecido como un ser que ya hubiera conocido en otra ocasión, como un ser de su propia familia que hubiera regresado de un lugar quizá muy lejano para visitarlo, para decirle lo que estaba ya destinado para él. Cada vez que miraba a María, contraída quizá por los primeros dolores del parto, se decía a sí mismo que tenía que corresponder con lo que para él ya se hubiera pensado, con la labor que se le hubiese asignado en aquella importantísima tarea

María, por su parte, callaba; de vez en cuando miraba también a José, lo veía con paso lento pero seguro, tirando del ronzal de la burra, con la vista a menudo fija en el horizonte. A lo lejos, apretada entre peñas y colinas que parecían de cobre, se divisaba ya Belén, con sus casas arracimadas, disueltas en una vaga lejanía. El camino por el que ellos iban era en algunos trechos escabroso. El sol de la tarde se derramaba por los campos, dejando sobre ellos una luz resbaladiza. María pensaba en todo lo que había dejado atrás, en todo lo que había sucedido desde que el ángel la deslumbró con aquella turbadora noticia, con el anuncio de un acontecimiento que podría cambiar el mundo. Ella, la esclava del Señor, no había hecho otra cosa desde entonces que prepararse para cuando se produjera el nacimiento de su hijo: cuando lo sentía latir en sus entrañas, experimentaba un estremecimiento melifluo, todo su ser vibraba al ritmo de aquellos latidos, era la madre de una criatura divina, anunciada por los profetas desde tiempos muy antiguos. Ella era, en efecto, la virgen en la que Dios se había fijado para que lo que habían anticipado los profetas pudiera realizarse. Desde que recibió la noticia, supo que había de ponerse al servicio de los demás, tal como hizo cuando se quedó a vivir con su prima Isabel, a quien también Dios había premiado por su constante espera: la actitud de servicio y de entrega era lo que el corazón le demandaba en aquellos momentos, desbordado de deseos y de sentimientos inefables. Su instinto de madre, despertado en ella de manera tan inusitada, la llevaba a amar a todo el mundo, a todo el que por alguna razón la necesitara. Los designios del Señor eran a veces oscuros, pero cuando se profundizaba en ellos se comprendía que lo que los inspiraba siempre era el inmenso amor que profesaba a la humanidad que él mismo había creado.

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⏰ Última actualización: Dec 22, 2013 ⏰

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