Había una vez, en un reino muy, muy lejano, un príncipe que era conocido por ser hermoso tanto por dentro como por fuera. Cuando el primogénito de los reyes nació, sus padres descubrieron que el príncipe heredero poseía los ojos negros más hermosos que pudieran existir, pequeños labios carnosos y rosados y la risa más fuerte y encantadora de todas las que habían escuchado hasta ahora. El rey y la reina estaban más que felices y nombraron al pequeño Mark. El Príncipe Mark creció siendo callado y algo taciturno, sin embargo, siempre reía y tenía sonrisas para regalar. Era la alegría y el orgullo de la casa real y de todo el reino.
Los años pasaron y la belleza y madurez del Príncipe Mark crecieron junto con él. Su apariencia era admirada y envidiada por hombres y mujeres por igual. Todos en el reino y también en los reinos vecinos trataban de imitar su look y su manera de vestir ya que el Príncipe Mark imponía moda en su reino y en los vecinos. El día de su cumpleaños dieciséis, se tiñó el cabello de un reluciente rubio platinado que hacía resaltar el tono de su blanquecina piel. Muchos cortesanos y pueblerinos quisieron copiarlo pero en ninguno el color lucía tan natural como en el príncipe. Además de su cabello, su rasgo facial más adorado y deseado por todo el mundo, eran esos pequeños labios rosados que parecían siempre estar suaves y listos para besarse. Por todo el reino incluso se vendían labiales con el nombre del príncipe heredero, mismos que sólo eran accesibles para aquellos lo suficientemente ricos como para comprar cosas tan frívolas como esas.
Aunque el Príncipe Mark era el heredero a la corona, el rey había jurado jamás hacer que ninguno de sus hijos se casara por otra razón que no fuese amor, como era habitual entre los miembros de la realeza. Así que ni a Mark ni a sus hermanos les concertaron un matrimonio arreglado. Ya que el Príncipe Mark no estaba comprometido con nadie y era idolatrado por su apariencia física, el reino entero esperaba con ansias a que apareciera quien sea que fuese la persona afortunada que obtendría el primer beso del príncipe y quizá su amor. Sin embargo, ya que el joven era deseado y amado por todo el mundo, el Príncipe Mark decidió no regalar con facilidad ni sus labios ni su corazón. Así, durante años, personas de la realeza y héroes de su propio reino y de los reinos vecinos visitaban el palacio, deseando fervientemente ganar la gracia y el afecto del príncipe o al menos recibir, como una bendición, un beso de esos venerados cerezos; sin embargo, los labios de Mark jamás tocaron la piel de otra persona que no fuese miembro de su familia. Aquello sólo provocó que el mito y la magia sobre sus labios se incrementaran. Aún así, la risa del joven heredero parecía no tener fin y provocaba la alegría de todos sus vasallos. A fin de cuentas la risa, las sonrisas y los todos los demás encantos del joven eran adorados hasta en el rincón más lejano del reino.
Todo era perfecto hasta el día en que el Príncipe Mark cumplió dieciocho años, pues su madre, la reina, cayó enferma; tan enferma que incluso los mejores doctores del reino sólo pudieron negar con la cabeza e inclinarse como señal de disculpa y de que no había cura cuando informaron sobre el estado de salud de la amada esposa del rey. El Príncipe Mark siempre había sido cercano a su madre, estaba preocupado y sumamente triste, sentimientos que se hicieron más profundos unos días después, cuando los doctores le llamaron para que se despidiese de la reina.
"Sonríe para mí, Mark, y ríe, ríe porque tu risa es el sonido que más disfruto y lo voy a extrañar en demasía." Susurró la reina mientras sostenía la mano de su hijo con suavidad y le regalaba una débil sonrisa que escondía la pena y el dolor que sentía en esos momentos.
"No puedo hacerlo, madre. Estás muriendo. ¿Cómo puedo reír en un momento como este?" Respondió el joven, apartando el cabello negro y rizado del rostro de su madre. El príncipe heredero mordía su labio inferior queriendo evitar que estos le temblaran y contenía las lágrimas que amenazaban con resbalar por sus mejillas.
