La tarde del veintitrés de junio del año 2010, víspera de la fiesta de San Juan, mientras observa lo que hay al otro lado del mundo a través de la transparencia ambarina de un vino verde portugués, como por arte de magia Yubaco Quintana, mestizo aindiado, cabeza chata, trompudo y requeneto, comprende que el destino es un invento moderno, que la existencia no se rige por ningún plan trazado miles de millones de años atrás, y también comprende que todo lo que hasta entonces le ha ocurrido nada tiene que ver con la suerte ni con los misterios ni con los designios de los dioses ni con su admirada Cordillera de los Marribios, principio y fin de todo lo que existe, pasado y futuro, padre y madre a la vez.
Esa tarde Yubaco había quedado para encontrarse con los amigos de una conocida en la playa del puerto Olímpico; se había duchado y preparado una taza de café normal –esto es con cafeína, aguado y con azúcar, al estilo nica–, hacía el tiempo atendiendo las noticias de la tarde, y de pronto sintió que lo atacaba, como un fogonazo, el sunsún de la desgracia, el temblor de lo previsible, el chispazo de la revelación final, la llegada del temido desenamoramiento, así que llamó a la chica que lo había invitado y sin más explicaciones le resumió que no podía llegar, que no se sentía bien, que quizás mañana estaría con más ánimos y la llamaría para ver si le apetecía quedar de nuevo. Al finalizar la conversación tiró el teléfono móvil a la mesa del comedor, luego se dejó caer en el sofá y dedicó los minutos siguientes a rememorar si es que había dicho palabras inadecuadas, o usado el tono equivocado, o simplemente era un insensible egoísta que echaba por tierra los planes de su amiga, porque apenas había finalizado la segunda frase, explicando su negativa, cuando aquella rompió a llorar; luego fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Y mientras Yubaco esperaba oía el sollozo a través del teléfono; ella no decía nada, solamente lloraba, y él aguantaba porque le daba pena colgar. Así estuvieron un buen rato, un tiempo considerable podría decirse, sólo escuchándose la respiración, hasta que al final la chica pareció recuperar la compostura y le soltó que la disculpara, que sólo había sido un bajón de ánimos, que se había hecho la idea de que hoy por la noche tendría la oportunidad de revelarle algo importante, importantísimo, y ahora ya no sería posible. No había que ser un jodido mago o un gran psiquiatra para darse cuenta qué es lo que se escondía tras aquellas palabras, las intenciones ocultas: estaba enamorada de Yubaco y esa mágica noche, víspera de San Juan, pensaba declararse. Y Yubaco acababa de tumbarle el plan. Pero, ¿qué más le podía decir? Estaba pasando por un momento crítico de su vida y no era justo que dispersara a la loca sus malas vibraciones.
Todas mis relaciones, o al menos todas las que recuerdo, siempre han sido así, repentinas y fugaces. También se puede decir que han sido diversas, difíciles, pero esa no es la parte importante a mi modo de ver. Lo importante de las relaciones es la forma en que llegan, el careo inicial, el cómo llega a definirse, el juego. Y esa ha sido la parte fácil en las mías. No sé decir el cómo ni por qué las relaciones han llegado a mí con una facilidad inusual, pero juro que así ha sido siempre. No es que me considere un guaperas de esos que impresionan con su sola estampa puesta al trasluz del sol, ni tampoco es que sea muy gracioso o tenga un sentido del humor a prueba de bombas; y en lo que respecta a mi voz –cualidad que muchas veces ha sido tildada como la principal arma de los encantadores de serpientes– tampoco es sobresaliente; al contrario, muchas veces mis interlocutores se quejan de que lo mío no es hablar sino susurrar, emitir ecos de pato. Aun así, puedo considerarme una persona exitosa en lo que respecta al amor. Por ejemplo, si un día conozco a una chica y me digo “mírala qué guapa, qué frescura, me gustaría conversar con ella”, pues no hay ningún problema, voy y hablo con ella horas y horas como si fuera algo a lo que estábamos predestinados. Y nunca me rechazan. Es como si tuviera un sexto sentido para calibrar a las chicas con las cuáles tengo posibilidades. Y después del careo inicial ya no tengo que hacer más, simplemente demuestro lo agradable que soy, mantengo una conversación sensata, y dejo que el resto ocurra porque tiene que ocurrir, que caiga por su propio peso, como fruta remadura.
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