Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Era ese el movimiento que en secuencia inalterable repetían sus brazos de impresión frágil, pero de gran agilidad. Su blancura de piel trataba de asemejar el pálido color de las paredes que hace unos diez minutos acababa de limpiar. Su castaño cabello hecho un moño, tambaleaba a punto de desarmarse con el movimiento de los brazos. Veía fijamente hacia el suelo. Y su esquelético rostro transpiraba el cansancio no sólo del cuido de un hogar, sino, que en aquellas gotas también se veían reflejados años de opresión voluntaria. Se cercioraba de que en realidad lo estuviera limpiando y no estuviera restregando el trapo sucio vagamente sobre su pequeña y humilde casa. La espalda ya dolía, la nuca empezaba a reclamar y las rodillas craqueaban. La lluvia le hacía un peso más a su desolado cansancio. Las gotas caían con intensidad en la lata del techo y lograban entrecerrar los ojos de Ana, deseosos de adormecerse conforme las pizcas de agua impactaban. Decidiendo descansar un poco, toma su trapeador, lo deja remojando en una pequeña cubeta y se sienta en su pequeña sala. Siente como todos sus músculos se lo agradecen, pero su conciencia le advierte que no debería parar. No había tiempo suficiente para pensar. El pulgar del pie derecho, se retuerce por dentro cada vez que roza el zapato bajo y mojado que lleva puesto. Vuelve su mirada hacia la cocina, buscando algún rincón que aún no haya limpiado y se encuentra viendo una imagen suya. Imagen en blanco y negro, y un vestido que le hacía juego a la sonrisa, que hace ya casi cuatro años llevó en alto. Pero no se fijó en la sonrisa, ni en la alegría que cada laguna en el ojo reflejaba o siquiera en el peinado que llevaba aquella mañana, sólo se fijó en el polvo que cobijaba el marco.
Terminó de trapear y la cena ya hervía sincronizada con la puesta del sol. Apenas recordaba que no había almorzado. Se escuchaban los esposos de las vecinas llegar. Todas con delantales salían a recibirlos (una bienvenida a la que Ana le perdió significado al segundo año), les quitaban los sacos y hablaban del día de trabajo. Reía, se besaban, comía juntos. Ana husmeaba. Arribó el que se creía dueño y salvador de su compañera, Ernesto. Estacionó su herrumbrado auto, un Hyundai del ’87. Entró como perro por su casa y sin beso ni abrazo, entró a la habitación con un bostezo de cansancio. Un bostezo que trataba de desahogar el rutinario cubículo de trabajo, el rutinario jefe que sólo para despedir empleados abría su boca y la rutinaria ruta de vuelta a su casa. Y ella, todo el día de allá para acá con trapos y escobas, con prisas innecesarias, gritos y sollozos que deseaban ser escuchados, labios secos que ya olvidaban la humedad de aquellos que hace cuatro años prometieron alegrías y maravillas, y ni un leve estornudo se escuchaba.
-¿Mujer? –gritó desde su habitación con el estómago inflado y desnudo.
-¿Qué pasó, amor?- repetía como oveja cada tarde nuestra explotada Ana.
-¿Y la cena? No manejé entre todo ese tráfico para encontrar la mesa vacía.
-Vení a sentarte. Ya te la estoy sirviendo.
Colocando la comida sobre la mesa fingía en su rostro que la acción la realizaba con dedicación y aprecio, cuando por dentro sabía que los venenos para plantas eran baratos, y de humanos podría utilizar el mismo desinfectante que tenía a la par. Ernesto se sentó e inmutado por la presencia de su “queridísima” esposa empezó a masticar todo lo que se le presentara en frente. Añorando poder sentarse a leer aunque fuera unos quince minutos, se fue a recoger la ropa sucia de su carcelero para que la lavadora hiciera lo suyo. De camino al cuarto de lavandería frente a los ojos de Teto –como le gustaba llamarle–, y sin darse cuenta se le cayó una insignificante corbata morada de líneas negras.
-¿Pero estás dormida? –dijo de muy mala gana como niño malcriado el rey de la casa.
-Perdón. No me di cuenta. –con cabeza baja pronunció Ana, como si tuviera que existir disculpa alguna.