EN ALGÚN LUGAR MÁS ALLÁ DEL ARCO IRIS

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Avanzábamos pesadamente en mitad de aquella nevada. El bosque era como una gigantesca pintura que embargaba en mi corazón una serie de sensaciones contradictorias. Su contorno inspiraba magia, como si estuviera creado con todas aquellas cosas maravillosas que llenan siempre el alma humana, pero a su vez venía acompañada con una profunda sensación de tristeza y melancolía. En él no se escuchaba nada, ni el viento ni el graznido de un sólo cuervo. A su alrededor se erguían los árboles. Secos, oscuros. Auténticos monumentos en honor a la desolación. Detrás nuestra iban desapareciendo las pisadas que dejábamos a nuestro paso, pues la interminable caída de aquellos copos con el color del hueso iban desvaneciendo todo rastro que hubiésemos dejado junto con cualquier tipo de posibilidad de volver atrás. Como las mismísimas fauces del tiempo, el olvido era un axioma tanto de la vida como de su contraparte; la muerte. De repente, la niebla se levantó. El bosque comenzó entonces a desdibujarse y la humedad palideció nuestros rostros. Noté que la pequeña se aferraba con mayor fuerza a mi mano. Durante unos instantes temí por su salud, pero al fijarme en sus ojos me di cuenta de que la determinación que estos habían estado reflejando a lo largo del día no había mermado en absoluto. Al lado de ella, le seguía obediente una husky siberiana cuya fidelidad le llevaba a emular a su ama. No así con nuestro compañero, que temeroso nos seguía a una distancia prudencial y que con la fuerza de la bruma había comenzado a desaparecer, por lo que se obligó a acercarse más para no perder al grupo. Por el contrario, delante nuestra avanzaba un gigante cuya temeridad le hacía perderse en la neblina. Poco a poco la bruma fue desapareciendo, hasta que al final, encontramos las ruinas de lo que en su día fue un magnifico aeroplano que ahora descansaba entre la nieve.

No era ni mucho menos la primera vez que lo veíamos.

Durante unos instantes nos quedamos congelados, observando aquella imagen que todos habíamos temido encontrar. Pude ver como toda esperanza y determinación iba diluyéndose en unas lágrimas de desilusión que comenzaron tímidas, y al rato, se tranformaron en el llanto de aquella pobre pequeña. El gigante se arrodilló y dejó su vista en el suelo, sin moverse y sin perspectiva de querer hacerlo. Por el contrario a nuestra espalda aquel cobarde que nos seguía tiró su peluca contra la nieve y corrió desesperado hasta uno de los trozos de madera que habían formado parte de aquel aparato antaño soberbio.

—¡Lo sabía! ¡No podía ser de otra manera! —rugió—. ¡Estamos atrapados! ¡Atrapados!

Inmediatamente después, pateó aquel madero podrido y se sentó desconsolado en la nieve mientras murmuraba palabras que sólo él podía entender.

No tenía ningún sentido. Habíamos atravesado todos los caminos que existían alrededor de la zona. Siempre avanzábamos contra todo tipo de peligros y obstáculos que pudiéramos encontrar, pero nunca desaparecía la nieve, el bosque y la bruma. Siempre volvíamos al mismo punto de partida: Aquel terrible aeroplano.

La chica entonces se agarró a mi chaqueta y comenzó a limpiarse las lágrimas.

—¡Quiero volver a casa! —sollozó—. ¡A casa!

Yo me acerqué a ella y le di un abrazo. No la solté mientras continuaba llorando desconsoladamente, hasta que finalmente se apagó el dolor y comenzó a secarse los ojos. Le cedí un pañuelo que tenía guardado de color verde, sonreí y le di un pellizco en la mejilla.

Furioso, el virrey cobarde se acercó a mí y me empujó con toda su fuerza.

—¿Y ahora de qué se ríe? ¿Es que encuentra divertido que hayamos perdido el tiempo? ¡Si lo pienso bien, fue usted el que señaló este camino para que todos lo siguiéramos! ¿Es eso lo que ve tan gracioso?

Me limité a simplemente encogerme de hombros y dedicarle una leve mirada de indiferencia.

—¡Maldito! —rugió lleno de furia.

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