Matías suspiró malhumorado y la ventanilla helada se empañó. Las luces borrosas pasaban velozmente mientras el colectivo daba pequeños saltos que lo hacían revotar en el asiento. El malestar no era por menos: aquella mañana su despertador le había jugado una broma y sonó una hora antes. ¡Una hora antes! Sin darse cuenta, y sin que el frío lo retuviera en la cama por más tiempo, Matías había manoteado el celular y se había calzado las pantuflas.
Su familia siempre dormía mientras él se preparaba solito para ir a la escuela. Y como en aquellos días de invierno el Sol salía recién a eso de las ocho, no había podido darse cuenta de lo temprano que era.
Ni lento ni perezoso desayunó y se aprontó. Unos minutos más y, mochila al hombro, se encontraba esperando en la parada la esquina.
No fue hasta que se subió y saludó a un adormecido conductor que se le ocurrió chequear el reloj pulsera. ¿Qué podría haber hecho? ¿bajar del cole y volver a casa? Cuando barajó la posibilidad el chofer ya había arrancado y el colectivo empezó a marchar. Ahora a esperar en el aula como un gil. Me jodo por boludo.
Tuvo todo el colectivo para elegir, así que se dirigió al quinto asiento a la derecha. Era uno de esos asientos por los que la gente se peleaba: ni muy adelante como para cederlo a la primera vieja que subía, ni muy atrás como para volar cada vez que el colectivo pisaba un bache. A la izquierda tenía su propia ventanilla para regular el viento a gusto y además era un asiento solitario: uno no tenía que andar rozándose el hombro con vaya a saber quién.
Pero nada de eso importaba mucho en un bondi vacío.
Matías revoleó la mochila, se desplomó en el asiento y aplastó la sien contra el vidrio. Ahora se encontraba contando los últimos faros de su pueblo que pasaban a toda velocidad, mientras la vibración del colectivo lo comenzaba a relajar. Al menos podría dormitar media hora sin que nadie lo molestara.
Cuando el colectivo tomó una curva y se adentró en la niebla el chofer apagó las luces. Las ventanillas parecían pantallas en blanco que se recortaban en la oscura cabina, y las cortinas bailaban apenas con el viento que surgía de alguna rendija.
El niño se calzó los auriculares y le dio play a una lista aleatoria: no pensaba estar despierto por mucho más tiempo.
La niebla comenzó a hacerse más espesa mientras el colectivo surcaba un tramo ya sin faros. Si quiera se podían ver los árboles más cercanos; pero el temblor del colectivo y el envión que se sentía en las curvas evidenciaban que el chofer le estaba metiendo con todo al acelerador.
Un rock nacional arrulló al muchacho, que cabeceó un par de veces. Pero cuando habían pasado unos pocos segundos –la canción no había terminado todavía– un ruido seco irrumpió en la oscuridad.
Matías puso stop, se sacó los auriculares y miró para adelante. Luego para atrás.
Nada.
El bondi mantenía la misma velocidad. Allá adelante el chofer seguía manejando lo más pancho y la nenita que estaba sentada a su derecha tampoco parecía haber escuchado nada.
Qué raro.
El chico miroteó una vez más. Había sido como un golpe, como si alguien hubiese pegado un zapatazo en el piso. Pero era imposible distinguir desde dónde...
Matías frunció el ceño.
Cuando había subido al colectivo había tenido todos los asientos para elegir.
Su mirada se clavó en la nuca de aquella nena: inmóvil en el primer asiento de la derecha, con el pelo largo y suelto. Él estaba seguro de no haberla visto cuando pasó por ahí... ¿A caso se había subido ella después de él?