"Y mientras Martín cavaba, Alejandra quizá luchaba desde su propia isla, gritando palabras cifradas que para él, para Martín, eran ininteligibles y para ella, Alejandra, probablemente inútiles, y para ambos desesperantes".
"Sobre Heroes y Tumbas"; Los rostros invisibles; cap. IX.
Ernesto Sábato
Era como un ermitaño sacerdote de una iglesia lejana y corrompida, ubicada en los confines inhóspitos del mundo, con un solo oyente fantasmal sentado en el fondo de los bancos. Apenas puede ver con claridad al visitante inesperado, que no hace demasiados esfuerzos en comprender a un asceta encerrado en los muros herméticos de su catedral abandonada. De vez en cuando el efímero visitante llega a oír y comprender vagamente algo, pero estas doctrinas le parecen extravagantes, lejanas y trémulas, propensas a menudo a la más sarcástica indiferencia.
Mas bien, el forastero había pasado cerca de la catedral y se dignó a entrar, por la mera curiosidad o conmiseración que despertaba tan lamentable soledad. Y ahora oía los gritos del solitario sacerdote con desinterés, con la atención hipócrita que se da a los locos cuyos discursos son asumidos como vaguedades sin importancia.
Saciada su curiosidad humana, pronto el forastero decide levantarse de su banco e irse, oyendo tal vez unas últimas y cada vez más apagadas deprecaciones que vienen del altar. El indigno sacerdote se halla solo nuevamente, acostumbrado a ver las espaldas de los visitantes huidizos. Pero se pregunta, ¿como pueden venir de visita otros a una catedral hermética? ¿No serán ilusiones, meras "intromisiones" fantasmales acaso?
Entonces piensa en otras posibles catedrales del mundo, en la configuración de sus fachadas, de sus altares, en sus muros, las esculturas de sus héroes, sus ventanales, el diseño de sus torres y sus majestuosos chapiteles; e imagina si habrán catedrales como la suya, o semejantes, habitadas por un solo ser. Y si aquellas existiesen, se pregunta frenéticamente para sí, si algún día podrá conocer a alguna de ellas, verla en la lejanía al menos, o en un caso supremo, dormir en su interior luego de haberla recorrido exhaustivamente, examinado cada rincón, cada habitación vacía y los corredores laberínticos que conducen a sus lugares secretos, agotar los libros de sus bibliotecas y los pasillos espaciosos, tocar el mármol de sus construcciones internas, meditarla sentado en un ángulo, indagar si hubieran resquebrajaduras, grietas visibles o escondidas, atestiguar el altar que antes fue desconocido y adivinar sus antiguas ofrendas y sacrificios. "Pero no", sentencia.
Si su astrosa y abandonada iglesia se halla en los arrabales del mundo, también aquella otra catedral imaginada se encuentra lejana y por lo tanto sería imposible asistir a ella. "Tal vez pueda emprender un viaje", sueña. Pero debería de atravesar regiones enteras y también inhóspitas como la suya, donde los vientos soplan calmos, aunque a veces se trastornan al punto de desencadenarse verdaderas tormentas, y las aguas de los ríos y los mares profundos también permanecen quietos, pero como los vientos, sueltan inesperadamente su furia natural de vez en cuando. "¿Qué agita los ríos, los mares y el viento? ¿Dónde están las fuentes de aquellos ríos y de donde sobrevienen los vórtices que asolan la región? Las comarcas desiertas también sufren temblores, leves terremotos, pero a veces acrecientan su fuerza y se vuelven destructivos; la Catedral permanece, porfiada, altiva y orgullosa, resiste sola en el páramo". Serían a si mismo inevitables los puentes debilitadísimos, los abismos inconmensurables, posibles fieras y monstruos despiadados en el camino. Todo esto sin considerar la dificultad que depara el solo hecho de salir al exterior; las bisagras y cerraduras de puertas y ventanas se han oxidado y endurecido, endurecido acaso por el descuido y el tiempo, y algunas entradas sólo pueden ser abiertas desde afuera, como la puerta principal, porque desde el interior fueron envejecidos y destruidos sus mecanismos de apertura.