Carlos el Trasgo

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Carlos clavó su lanza en el último humano de la aldea que seguía con vida, acabando así con la resistencia enemiga. El resto de sus compañeros trasgos –alrededor de una treintena- saltaban de un lugar a otro, entrando en las casas de piedra de aquella pequeña población que habían encontrado en una de las rocosas y polvorientas laderas de la montaña.

-¡Buen trabajo, buen trabajo! –felicitó Snod, el estratega de la expedición. De apenas medio metro de altura y ataviado con un casco que le caía por encima de los ojos que solo lograba mantener gracias a su puntiaguda nariz, el menudo trasgo había salido ileso de una nueva batalla. Otra vez más.

Carlos se rascó su gorda y verde cabeza por debajo de su casco mientras los demás merodeaban por la aldea. Nadie sabía exactamente por qué habían atacado a aquellos humanos, excepto porque el orondo rey Atog había ordenado la carga nada más verlos. Y ellos, como siempre que un rey lo ordenaba, habían obedecido sin dudar. Por algún motivo era el rey; ¿o si no para qué iban a querer uno?

Saliendo de una casa medio en ruinas a causa de la batalla, los gigantescos Blog y Loll aparecieron dando alaridos de alegría, tirando de un par de cabras blancas que habían encontrado en el interior. Mientras, Snod intentaba encender una pequeña hoguera con un palo y un poco de paja que había encontrado, con media lengua fuera a causa de su concentración.

La alegría de los trasgos ante aquél descubrimiento era más que evidente, y es que recientemente habían aprendido algo realmente maravilloso: el fuego convertía a las cabras en algo que olía y sabía muy bien. Aquél fue un descubrimiento que logró sacudir su mundo de arriba a abajo: después de aquello decidieron ir aún más allá y probaron con mezclar el fuego con aves, conejos, ciervos, humanos, elfos y, por supuesto, otros trasgos. Y aunque todos sabían muy bien, preferían a las cabras por encima de todo lo demás.

Mientras celebraban la victoria, cuatro trasgos llegaron cargando con el rey en un trono de madera encima de sus hombros. El rey limpió su corona de diamante mientras sus hombres le dejaban en el suelo antes de dejarse caer agotados contra la dura tierra.

-¡Una para mí, la otra para los demás! –clamó al instante.

Hubo protestas, aunque no muchas: mientras fuera el rey tenía ese derecho.

-¿Alguna vez te has preguntado cómo sabría nuestro rey al fuego? –preguntó desde lejos Mud a Carlos, relamiéndose mientras miraba al corpulento rey de lejos.

-Claro que sí. De tanto comer humanos ya debe estar tan tierno como ellos. Tendríamos comida para tres días por lo menos–respondió Carlos a su amigo.

El rey Atog apenas llevaba un día y medio en el trono después de que este matara al antiguo rey Klint, quién antes había matado a Roak, quien mató a Unkful, quien mató a Jot, quien mató a Traf, quien antes mató a Siv. Ser rey no era demasiado complicado para los tragos, pues solo había que matar al anterior para hacerse así con su corona, dando lugar a una feliz y sana monarquía en base a una clara igualdad de oportunidades. Incluso Mud, el nuevo recluta, podría llegar a ser rey algún día.

Mientras esperaban la comida, Carlos y Mud exploraron la aldea un poco más. Ambos iban vestidos con un taparrabos y una pequeña bolsita de piel de conejo, armados cada una con una sencilla lanza. En su búsqueda lograron hacerse con nuevas adquisiciones para cubrir sus cabezas: Carlos se había hecho con un precioso orinal de hierro que le cabía a la perfección, mientras Mud se había hecho con una vieja olla que parecía irle un poco grande, aunque era de hierro, mucho mejor que el cuenco de madera que cubría hasta ese momento su cabeza.

Los dos trasgos se habían conocido apenas unos días atrás, cuando Mud se había unido al grupo de exploradores. Carlos, por el contrario, ya llevaba tiempo con la tropa, aunque Mud se había adaptado rápidamente al grupo: había sido ascendido al comprender cuál era el lado punzante de la lanza, aunque todavía le costaba recordar cuál lado era cuál.

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