Única parte.

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Cayó al piso llorando, pero no le importó, no podía concentrarse en el dolor que rápidamente se esparcía por su cuerpo, no le importaba en ese momento. Temblaba, temblaba mientras la sombra de aquellos brabucones seguían avanzando en su dirección, escuchaba sus risas, risas retorcidas, risas provocadas por la satisfacción del verlo sufrir. Tenía miedo. No entendía por qué día a día tenía que sufrir aquello. No entendía por qué le despreciaban tanto, si después de todo, él no había hecho nada malo. Siempre calló, cada empujón, cada golpe y cada palabra. Su madre, siempre mirándole con simpatía y cariño, como si fuera la cosa más bonita del mundo, solía rodearle en sus cálidos y débiles brazos, haciéndole olvidar todo lo que pasaba a su alrededor, aún si era por sólo un momento. Los cálidos abrazos de su madre eran lo único que le motivaba a seguir con vida, a olvidar todo lo que pasaba a su alrededor y sólo concentrarse en aquellas pequeñas buenas cosas que tenía. Pero todo eso se había perdido. Su madre se había ido, dejándole a merced de aquellos niños de mirada perversa, abandonándole, dejándole completamente solo e indefenso contra el mundo. La calidez se había ido, dejándole desnudo contra el frío que sentía todos los días, dejándole vacío, sin nada.

A sus cortos ocho años, se preguntaba por qué seguía vivo. Por qué alguien como él; un inútil que no podía decir una sola palabra sin tartamudear, alguien que ni siquiera podía leer, pues las parecían moverse de su lugar, había tenido que nacer en un mundo cruel. Un mundo en que no podían existir imperfectos; un mundo en el que tener una discapacidad automáticamente te convertía un tonto, en escoria; alguien que no tenía derecho a opinar. Un simple fallo de la humanidad.

Cerró los ojos al sentir los golpes conectando contra sus costillas. Dolía, dolía tanto. El aire faltaba en sus pulmones y el dolor parecía extenderse por todo su cuerpo como una bomba. Se retorcía de dolor, suplicando en silencio, llorando a mares y sin poder hacer nada. Era insoportable, el dolor era tanto que sus sentidos fallaban. Un pitido se hizo presente en sus oídos y empezó a ver borroso. Se sentía mareado, quería que ya acabara todo. Escupió, y sangre fue lo que brotó de su boca. En el borde de lo que creía que era la vida y la muerte, pensó que moriría. Se había rendido antes de que la batalla iniciara.

Esperando un nuevo impacto, en silencio, resignado al sufrimiento, había empezado a pensar que quizá en realidad sí merecía todo aquello; que en realidad sí era el inútil que todos decían, y nunca debió haber nacido.

Sin embargo, el impacto nunca llegó.

Abrió los ojos con dificultad, con miedo, intentando respirar como podía, ignorando el insoportable dolor en sus costillas cada que daba un respiro. Su cuerpo entero punzaba, sentía el dolor en cada poro de su cuerpo, pero eso no le importaba en ese momento.

Su mirada se horrorizó cuando consiguió ver con claridad, observando la escena sin poder creer lo que pasaba frente a sus ojos: los chicos que antes se encontraban sobre él, ahora huían despavoridos y, sin embargo, eso no fue lo que le horrorizó.

Frente a él, la imagen de un niño mirándole con simpatía, con un brillo intenso en sus ojos y sus lindos dientes de conejo quedando al descubierto, brindándole una de las sonrisas más hermosas que había visto en su vida, tendiéndole la mano, le había dejado desorbitado.

Notó cómo se acercaba lentamente, como si estuviera frente a un león y el más pequeño de los errores pudiera costarle la vida, y una alarma se encendió dentro de él. Tenía miedo. No quería que volvieran a herirlo; no lo soportaría.

Un leve temblor volvió a apoderarse de su cuerpo, cerrando los ojos con fuerza, esperando que todo volviera a repetirse. Pero él sabía que no pasaría. Lo había visto en su mirada, en la calidez con la que le miraba.

Como suponía, el golpe nunca llegó. En cambio, unos pequeños y débiles brazos se envolvían a su alrededor con timidez, atrayéndole con delicadeza al cuerpo del menor, deteniendo el pequeño terremoto que parecía ocurrir en su cuerpo, haciéndole abrir los ojos de golpe al notar el calor ajeno. El niño de ojos bonitos parecía aferrarse a él en ese pequeño y torpe abrazo, brindándole el calor y la alegría que no había vuelto sentir desde que su madre partió de ese mundo.

Estaba incrédulo. Parpadeaba con rapidez, esperando que todo eso no fuera más que un sueño, que al despertar no se encontrara en aquel frío y pobre lugar al que solía llamar hogar. La paz y tranquilidad lentamente empezaron a esparcirse por todo su cuerpo, sintiendo aquella tan familiar calidez en su corazón, parecida a la que le brindaban los abrazos de su madre.

Se dejó estar, rindiéndose a los brazos del menor, empezando a sollozar en silencio y tomando la desgarrada camisa del menor entre sus puños con toda la fuerza que tenía, aferrándose a ese abrazo como si su vida se fuera de ello. Y es que, ese abrazo, esa calidez, era lo único que le hacía sentirse con vida.

Todo había desaparecido en ese momento. Todos sus problemas, todos sus pensamientos; sólo podía concentrarse en las suaves y torpes caricias que el menor tímidamente brindaba sobre su espalda, intentando apaciguar su llanto. Esperaba que se apartara, que le dejara solo, que lo mirara con desprecio, como todos los demás lo hacían, pero no lo hizo. Nunca lo hizo.

-Está bien, todo estará bien, ya no llores, ¿sí? Te ves más lindo cuando sonríes -Jimin nunca escuchó una voz tan bonita como esa, era relajante escucharla. Ya había dejado de llorar, por lo que tímidamente intentó apartarse del menor, pero fue en vano. Los pequeños brazos del niño se volvieron a cernir sobre su espalda, con un poco más de fuerza, pero sin llegar a lastimarle, atrayéndole contra su cuerpo nuevamente-. No te apartes, eres muy suavecito, es como abrazar una almohada -Jimin sintió la sangre a sus mejillas y su corazón empezar a latir a un ritmo acelerado contra su pecho, notando la cabeza del menor que indiscretamente se hundía en su cabello-. Tu champú huele rico. Sigamos así un rato, ¿está bien? -y Jimin no pudo hacer nada más que asentir lentamente, dejándose ser, siendo acurrucado por el sonido de los suaves latidos del menor retumbando contra sus oídos, al compás de de los suyos, formando una agradable melodía, inundándose del dulce aroma que el pequeño expedía.

Y justo en ese momento, pensó en que todo estaría bien ahora.

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Feliz cumpleaños, senpai♥

Dislexia. || Jikook. (One Shot)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora