¿Qué clase de hombre tiene usted en su cabeza como el prototipo de "lo perfecto"? ¿Qué características destaca de ese ser imaginario cada vez que se lo preguntan?
En principio debo decir que él no era ese montón de imágenes, olores y sensaciones que a cualquiera le pasan por la mente al intentar crear perfección pura. Ni siquiera se acercaba a ser una sonrisa brillante que, en su afán por combinarse casi inmejorablemente con su mirada, te limitaba sólo a ser superficial. Sin embargo, no era tampoco esa típica charla aburrida de mensajería instantánea que en una semana borramos para hacer más espacio en la memoria.
¿Cómo era entonces? Pues, déjenme decirles que totalmente distinto a como una telenovela o un buen libro son capaces de mostrarte. Con cada acercamiento estremecía, pero al principio era sólo por su mal aliento. Cada palabra que provenía de su boca te invitaba a escuchar una zeta que te hacía perder en el relato y agradecer una vez más por tu buena dicción. Sus uñas mordidas parecían no servir ni para manicuría y acentuaban más la idea de que en ese chico no podía fijarme.
Pero aun así el destino se encargaría de mostrarme que todas esas características no acompañaban ni un poco el modelo de lo que realmente es importante en la vida y, así, esos defectos se convertirían en nada a comparación de lo que después marcaría mi adicción por él.
Ayax era su nombre, y estoy casi convencido de que mamá no lo hubiese aprobado. Le doy gracias a Dios que él se marchó antes de que pudiera llevarlo a casa, aunque -de igual modo- quedó como un sueño que no pude concretar porque -repito- se penetró en lo más profundo de mi corazón y poco a poco me dejó sin alguna otra manía.
Aún recuerdo la mañana en que lo conocí. Fue una extraña y mala parodia de una típica película yankee en la que intentan contarte una poco creíble historia de amor.
La mañana del 17 de septiembre de 2004 me hallaba en mi lugar de trabajo, que por entonces me suponía como un conforme redactor de notas de opinión en el diario más prestigioso de la ciudad. Desde que me levanté no había notado nada extraño, pues el café del desayuno tenía el mismo sabor de siempre; otra vez mamá se había olvidado de sacar a Tarantino afuera para que haga sus necesidades luego de -como acostumbraba las noches primaverales- dormir toda la noche en la cama con ella; el maldito gallo del vecino se consagraba una vez más como el más precoz, y hasta mis ojeras se mantenían adornando mis ojos.
Pero ya en el Diario podía percibir que un cambio estaba por ocurrir. No me pregunten cómo ni por qué, pero todo parecía el escenario perfecto de una película, con el actor principal desarreglado y en un momento de su vida donde era necesario romper con lo cotidiano. De camino a la oficina con todo el material correctamente ordenado en una carpeta, y con mi descuido clásico luego de una tediosa noche de trabajo, me lo llevé puesto. Si, a lo Hollywood. Volteó mi carpeta, los papeles se desparramaron, ambos nos agachamos a recogerlas, pero el factor más importante de esta parodia televisiva no estaba presente, y esto es así porque no me gustó. Exacto. Ni siquiera me pareció atractivo. Tanto así que no pude contenerme y solté una carcajada en su cara por todo el montaje vivido. Él simplemente se disculpó y marchó hacia la siempre ineficiente máquina de café.La mañana se me vino encima y luego de escribir cuatro notas de manera corrida decidí ir a tomar un descanso que alivie mis tensiones. Ahí en la redacción contábamos con un pequeño parque que el jefe construyó para poder hacer eventos que involucre al personal de trabajo, y era un lugar que a mí en lo personal me servía para incentivar la inspiración. No dudé en mover mis pies hacia allí. Debo decir que cuando iba llegando, desde lejos observé que alguien había ocupado mi pedazo favorito del pasto y eso no era algo común, pues yo era el único que salía a esa hora cada mañana a tirar mi cuerpo ahí. Era él. Ese extraño sujeto desalineado, tímido, que a duras penas me ayudó a ordenar mis papeles tras chocarnos en uno de los pasillos de la redacción, se había apoderado de mi porción de verde.
Algo en mí me obligó a sentarme a su lado, a invadirlo con mi mirada crítica y envolverlo en un sinfín de cuestiones:
-¿Quién eres? -solté entre dientes-
-¿Qué tal? Me llamo Ayax, y desde hoy formo parte del equipo de la redacción. -contestó sin mirarme a los ojos ni estirarme la mano-
-¿Y desde cuándo el señor Vidal incorpora nuevo personal? -redoblé para terminar de ganarme su enemistad-
-Desde que tiene a un yerno con una gran creatividad -contestó jacoso-
Debo admitir que no me esperaba una respuesta tan contundente y aniquiladora de parte de ese tipo que, lejos de agradarme, se presentaba como una cara a la que iba a tener que acostumbrarme a ver. Me levanté, y sin dirigir palabra volví a la redacción.
Aun hoy mientras escribo sigo sin entender por qué ese muchacho con nombre de guerrero generó tanta molestia en mí. Intento creer que estaba tan metido en mi rutina, en mi quehacer clásico y estructurado, que no pude tolerar tanto avance de parte de alguien que se había presentado en mi vida con un golpe despabilador. De igual modo, no deja de ser sólo una hipótesis.
Lo gracioso de todo esto es que tanto él como mi mirada del mundo contrastaban a tal punto de que establecí una relación casi sin sentido entre la perfección y mi día a día. Básicamente observé que en el último semestre no había hecho absolutamente nada ajeno al trabajo y a mantenerme en forma, vestir ropa cara y abusar de mi carísima obra social para servicio de odontología. Algo andaba mal.
Estaba mal que en lo primero que me haya fijado fuera en sus dientes desacomodados, en sus uñas destruidas por ansiedad, en su carácter común de alguien que tiene miedo a ser juzgado por ser pariente del jefe, en su cabello sin peinar y su ropa gastada; estaba muy mal que me fijase en cómo evitó mirarme a la cara para no incomodarme con su mal aliento, que se había formado quizá por la hernia de hiato que hacía poco le apuntaron los médicos de su hasta entonces poco eficiente obra social, y que generaba un reflujo gástrico que se encargaba de mantenerlo con la boca casi cerrada; era pésimo que observase cómo comía su sándwich luego de tocar el sucio pasto artificial y sin siquiera acercarse al lavabo que estaba en el mismo parque; no estaba nada bien que notase sus largas cejas y el pelo en su pecho; nada estaba bien.
Resulta inevitable ahora resaltar una sola cosa que sí noté. Porque detrás de mi odio y poca paciencia de esa mañana de septiembre, hubo también una verdad insoslayable: fueron cinco los minutos que clavé mis ojos en él detrás del vidrio polarizado cuando aún ni había salido al patio a hablarle. Esto me hacía entrar en una contradicción poco común en mí, que me caracterizo por ser un tipo al que le sobra una confianza que, luego de ese día, se desquebrajaría casi totalmente.
¿Qué me había llevado a mirar de incógnito tanto tiempo a un tipo al que no había visto nunca antes? Es algo que intento con el correr de estas palabras develar. ¿Será quizá la incorporación de un elemento nuevo en una vida tan perfectamente estructurada y lista para dejar de serlo? ¿O será quizá el odio a todo lo que alguna vez fui? A ese ser con ideas pocos claras, al que le costaba encontrar sus convicciones y delimitar sus intereses.
Es curioso que ese nuevo elemento se transformara con el tiempo en lo que hasta hoy me quita el sueño.
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En búsqueda de Ayax
RomanceLa odisea interminable de un hombre cuyas estructuras fueron totalmente desencajadas por esa tortura a la que llaman amor.