PRÓLOGO.

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Venían por la noche. Antes, las familias se enfrentaban a ellos y los vecinos acudían en su ayuda. Pero ahora que la paz ha sido instaurada, y que se ha demostrado la eficacia de los telares, las muchachas ansían que acudan en su busca. Siguen viniendo por la noche, pero ahora para evitar a la muchedumbre con manos ansiosas. Es una bendición tocar a una tejedora a su paso. Eso aseguran ellos.

Nadie sabe por qué algunas jóvenes poseen ese don. Por supuesto, existen teorías al respecto. Que se transmite genéticamente. O que las chicas con mentalidad abierta pueden ver a su alrededor el tejido de la vida, en todo momento. Incluso que es un don que solo reciben las que tienen un corazón puro. Yo lo tengo claro. Es una maldición.

Cuando mis padres se dieron cuenta de que tenía la destreza,  comenzaron a instruirme. Me enseñaron a ser torpe, obligándome a dejar caer cosas hasta que tirar un recipiente o derramar una jarra con agua pareció algo natural. Luego practicamos con el tiempo, y me animaron a tomar con gesto hábil a tomar las sedosas hebras entre los dedos para luego retorcerlas y enredarlas hasta quedar deformadas e inútiles en mis manos. Esa parte resultó más complicada que la de tirar y derramar. Mis dedos ansiaban entretejer perfectamente los delicados filamentos con la materia. Cuando cumplí dieciséis años, momento en que debía realizar las pruebas obligatorias, la treta había resultado tan efectiva que las otras chicas murmuraban que no tardaría en ser rechazada.

Inútil.
Rara.
Ingenua.

Tal vez fueron sus burlas clavándose en mi espalda como diminutas dagas lo que envenenó mi determinación. O tal vez fue la manera en que el telar de prácticas me llamaba, rogando me que lo tocará. Pero hoy, en  la última jornada de pruebas, al fin cometí un error: mis dedos se deslizaron hábilmente entre las bandas del tiempo.
Esta noche vendrán a búscame.

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