I.- Helles Lächeln

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Asomaba a sus ojos una lágrima,

Y a mí labio una frase de perdón;
Habló el orgullo y se enjugó su llanto,
Y la frase en mis labios expiró.


Sonrisa brillante.

(Matthew.)

Había vivido inocentemente durante mucho tiempo, y creí ser feliz dentro de una frágil burbuja de alegría momentánea.

Tenía ganas de llorar, porque la verdad me había golpeado tan de pronto que dolía una mierda.  

Los besos de Francis. La boca de Francis sobre mi cuerpo, mis dedos nerviosos moviéndose en sus cabellos rubios y largos.   Las palabras que había soltado aquella noche. Luego su llanto y palabras vagamente moduladas iban torturándome, marcando otra vez molestas lágrimas en ambos.

Jeanne...

Y estaba allí de nuevo, repitiéndose mil veces más.

La espalda de Francis subía y bajaba rápido, su voz distorsionada contra la almohada partía una vez más mi corazón. No podía decirle nada, siempre fue así, no había tampoco  un que reclamar.
Nunca fuimos nada, solo dos personas con encuentros rápidos y sensuales cuando los cuerpos se buscaban.

En esas ocasiones, cuando momentos así llegaban solo podía dejar una caricia vaga sobre su cabeza y girarme dándole la espalda, y llorar.

Había desconstruido un poquito mi corazón intentando hacerlo feliz. Pero nada parecía ser suficiente y solo quedaba ahogarme en una pena profunda cuando miraba a Francis romper en llanto.

Lo había conocido hace dos años, un día de mayo cualquiera en una de mis visitas a una galería de arte. Tenía el pelo un poco más largo, rubio y atado en una cola baja.  Cuando se acercó a mí y mis amigos— un grupo de la universidad— intentaba hacerse entender con una mezcla rara de inglés y francés.  Yo sonreí cuando sus ojos azules dieron con los míos, y sentí por primera vez ese zoológico revolucionarse en mi interior. Charlamos un momento y acabamos quedando. Venía de Toulouse y tenía veinticinco.

Recuerdo muchas cosas, y una de estas es que Francis fue al primer chico que vi llorar. De hecho, Francis siempre fue una de mis primeras veces.

Fui miserable, cuando al año siguiente me enteré de la razón de su llanto. Un francés sentía férocement, me dijo después, cuando sus lágrimas no estaban.  Y le creí, tan ciegamente como puedes creer.   También acabe llorando esa vez, más egoísta fui cuando la razón de mis lágrimas fue el darme cuenta de que lo de nosotros nunca iba a ir más allá. A veces, no pocas, terminaba pensado que era como si todo yo estuviera de antes de conocerle preparado para ser suyo.  Y me odiaba, y también más era feliz.  

Todo dolía más cuando abrí los ojos esa mañana. La mañana del siguiente día lunes la había esperado con ansias.  

Era primero de Julio, y más allá de la historia que pudo acontecer aquel día hace muchos años atrás, este día cumplía veintiuno.  

Francis no estaba, y ya lo sabía de antes, incluso antes de abrir los ojos.  Había dejado una nota diciendo que me quería, junto a un feliz cumpleaños.

A veces, cuando giraba en mi cama y pensaba me daban unas ganas enormes de volver al tiempo donde sus brazos se apretaban fuertes a mi cuerpo. Necesitaba que él estuviera ahí y me susurrara despacio que las cosas iban bien, que estábamos bien incluso si era mentira.  Necesitaba tanto de él como él necesitaba de mí.  

Cuando salí y el aire hizo volar unas cuantas hojas estornudé despacio.  El día no estaba  caluroso, tampoco frío. Solo un día extraño en verano.  Caminé unas cuadras hasta llegar al café donde servían mi desayuno favorito. La señora Marie me conocía hace unos diez años, cuando con mis padres nos mudamos aquí. Era temprano, pero no mucho, un día con muchas regularidades. A lo más serían las diez de la mañana cuando al tranquilo lugar entró un chico gritando por celular, detrás de él había una chica de cabello largo y castaño.  Parecía haber llorado y en sus manos tenía unas cuantas carpetas.   Me le quedé observando un rato

 Twenty One Years [Canadá] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora