El olor de Mickey

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Emil era, sin ir más lejos, una de esas personas que ya no quedan y más se necesitan en el mundo. Un tipo alegre y terriblemente ingenuo, con una sempiterna sonrisa sólo comparable a la de un niño comiendo una tableta de chocolate mientras abre sus regalos de navidad.

Disfrutaba del patinaje tanto como de hacer carreras de trineos con su hermano menor cuando aún ni siquiera tenía barba, porque ambas actividades le permitían agotarse hasta desfallecer y disfrutar después de los resultados, a pesar de que éstos siempre solían ser desfavorecedores en ambos casos.

Siendo la principal figura en el patinaje sobre hielo de la República Checa aún se podía permitir afirmar, con toda la sinceridad y candidez del mundo, que no necesitaba ganar. Según él, y su sana filosofía del deporte, disfrutar bailando sobre las cuchillas de sus patines era cuanto necesitaba para mirarse al espejo y decirse a sí mismo: "Lo has hecho bien, Emil, ¿por qué no vamos a tomarnos un chocolate caliente y olvidamos todo esto?".

Como dato, odiaba el chocolate caliente, pero el simple hecho de evocarse a sí mismo envuelto en mantas con una taza humeante entre las manos hacía que todas sus penas se esfumasen como el humillo invernal que uno provoca al respirar.

Por esas fechas había terminado la copa Rostelecom con uno de los resultados más bajos de su carrera, pero su mera presencia parecía iluminar el entorno con cada paso que daba. Esa eterna sonrisa pueril adornaba su cara mientras caminaba de un lado a otro del aeropuerto japonés de Hasetsu. Quien llegara a verlo diría, tras cuestionarse a sí mismo el porqué de esa felicidad tan irracional, que ese tipo parecía perdido. Y lo estaba.

Como un niño perdido, pero lo suficientemente valiente para no echar a llorar llamando a su mamá, rompía aglomeraciones de gente para ponerse de puntillas y tratar de otear detrás de los pocos que le superaban en altura. Tras de él arrastraba su maleta azul marino, chocándose de vez en cuando con la de los demás turistas provocando alguna que otra queja que ignoraba. De haber estado bajo otro contexto se hubiese parado ante cada una de las víctimas arrolladas por su maleta para disculparse y, una vez haber sido perdonado, reanudar su marcha y seguir llevándose por delante a todo cuanto rebasaba.

Pero ese momento había algo mucho más importante pululando en su limitada mente de adulto psicológicamente aniñada: encontrar a Mickey.

Alzó la cabeza y olfateó el aire como un sabueso en busca de una presa. Podía oler una desagradable mezcla de sudor, fragancia barata femenina y un hedor acre que prefería no identificar, todo eso junto al tóxico olor del carrito de los productos de limpieza. No había rastro del carpecchio, del bresaola, del tagliatelle, del minestrone ni de otras tantas comidas italianas que Emil jamás había probado ni olido, pero estaba seguro de que Micky olía más o menos así.

Emil paró en seco y se preguntó si él mismo olería a Vepřo-knedlo-zelo, knedlíky o a bramboráky. Se olisqueó por dentro de la camiseta y concluyó que necesitaba un baño urgentemente y que, de oler a comida, ni las ratas se dignarían a comérsela.

Al cabo de media hora comenzó a cuestionarse si había sido buena idea seguir a Mickey hasta Japón ciegamente, sólo porque Sala, tan amable como siempre, le había comentado que su hermano mayor tenía unos asuntos pendientes en el País del Sol Naciente.

—¡¿Mickey va a ir solo?! ¿Qué hay de ti? —le había preguntado él entonces, preocupado.

—Yo... Me dan miedo los aviones y 14 horas de viaje son demasiadas para mí —mintió la patinadora tras soltar un suspiro.

Mintió, y lo hizo de forma descabellada además, pero Mickey era demasiado ingenio y no concebía que aquella dulce mujer tuviera siquiera la capacidad de mentir.

El olor de Mickey - Emil x MickeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora