Por nuestra casa pasan varios eros. El sodero, el escobero, el chatarrero. A veces pasa el cartero, pero a ese lo conoce todo el mundo. Al que yo espero todas las semanas es el huevero. Vende una caja de huevos grandes a cincuenta pesos; mucho más baratos y de mejor calidad que en el chino que tenemos a la vuelta. A principio de año tenía que estar atento todos los martes por la tarde, porque era el único día de la semana en que pasaba.
—Johnny, ¿para qué son esos cien pesos que están enganchados en el llavero? —me preguntó mi novio la primera vez que vio el dinero que tenía preparado para pagarle al vendedor de huevos.
—Para el huevero.
—¿Para quién? —exclamó con una carcajada.
Yo estaba preparando la masa para los ñoquis. Al mediodía, Sebas podía escaparse un rato del conservatorio para venir a almorzar a casa.
—El tipo que pasa en camioneta vendiendo huevos.
Sebastián me pasó los brazos por la cintura y apoyó la frente sobre mi hombro.
—Huevero... —repitió con una risita.
Ahora, el huevero pasa cuatro veces por semana. Se ve que le está afectando la situación económica y necesita trabajar más. Nunca sé exactamente cuándo va a pasar por casa, tampoco a qué hora. Ni él mismo sabe. Dice que agarra la camioneta cuando tiene tiempo.
El lunes (anteayer) pasó, pero yo no tenía plata en efectivo. Busqué en los pantalones de Sebastián, pero tampoco había un centavo. Y como estamos lejos del centro del barrio, donde están todos los bancos, no pude darme una escapada al cajero automático. Y la verdad, me da un poco de vergüenza pedirle fiado. Es un tipo viejo, gordo y pelado, y creo que no le caigo bien, porque un día Sebastián salió de casa y me gritó chau amor mientras le pasaba el billete. El tipo me miró de arriba abajo y me pasó el cambio con el ceño fruncido.
Sí, me gustaría dejar de comprarle, pero no me queda otra. Sus huevos son grandes y de buena calidad (los que vende, se entiende), y con solo dos puedo preparar el budín de pasas y moras que me pide todas las mañanas la señora de enfrente.
Ahora, como mañana es Navidad, estoy laburando como nunca. Me llegan whatsapps todo el tiempo pidiéndome pan dulce, budín, galletitas, cupcakes, turrones. Los de arriba hasta me preguntaron si podía hacerles la cena de Navidad, con un cerdo, pavo y demás.
Todo bien, pero no.
No voy a pasarme el día de Navidad encerrado en la cocina.
Todas las personas que encargaron algo tienen que pasar a buscarlo mañana antes del mediodía.
—¿Por qué esa cara de culo, mi amor? —me pregunta Sebastián desde el pequeño balcón.
—¿Cómo? Pensé que te gustaba mi culo...
Se ríe.
—Me encanta.
Sebas está corrigiendo exámenes de sus alumnos del conservatorio y se ve tan cómodo ahí sentado, con la ciudad de fondo. En pantalones cortos, descalzo, con el sol en su pelo rubio y la pila de papeles sobre la mesita. Se ve tan cómodo con su lapicera en la mano, que hasta me da envidia. Yo estoy acá, en esta cocina que parece el mismo infierno, con las manos llenas de harina y esperando que el pelado del huevero pase de una vez por todas.
—Tengo más pedidos y no me alcanzan los huevos. Si no viene voy a tener que ir al centro.
Y qué bajón ir al centro por un paquete de huevos. Un par siempre llegan rotos.
ESTÁS LEYENDO
Cupcake Boys (cuento)
ComédieMañana es Navidad y Jonathan tiene muchísimo trabajo porque ¡es pastelero! Debe preparar treinta panes dulces, quince budines, tres docenas de cupcakes... Pero entre el calor agobiante de Buenos Aires, el estrés del trabajo y la homofobia de algunas...