Con nuestro cuerpo

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Con nuestro cuerpo

"Vemos la historia como vemos nuestra infancia, nuestros padres, sin otra finalidad que nuestro advenimiento. Para nosotros, en vida, su duración siempre fue ilusoria, sólo tiene sentido por nosotros, con nuestro cuerpo, con la absoluta finalidad que somos a nuestra propia manera de ver".

Marguerite Duras, L'Eté 80

Emilio descansó en brazos de Argüello y habló.

Habló de espacios y de noches y de tiempos y de palabras y de gritos y de odios y del amor infecundo de su madre. Pero amor, amor, amor.

Habló de una escuela primaria con desajustes; de la convivencia infantil con su tío, de un hogar sin hogar, sin esperanza; y de las visitas a su mamá, que lo asustaban, pero que a la vez deseaba, porque no quería dejar de verla y, porque quería tocarla, para que ella respondiera y también lo tocara, cosa que casi no ocurría.

Matilde.

Habló de un tiempo en que recordaba la mirada de adoración de su mamá dirigida a él y no supo si inventaba ese pasado o si era real.

Habló también de la mirada perdida, de lo mucho que malinterpretó ese estado letárgico de la mujer que lo había traído al mundo, de su tenaz desconocimiento del origen de todo ese mal, sobre el cual no pudo expresarse, pero Eduardo Argüello tuvo por suficiente las confidencias por parte de Miguel, el amigo de Emilio. Y un horror seco le cortó la piel. Jamás hubiera sospechado nada de eso.

"¿Cómo hubieras podido?", fue la coherente pregunta de Miguel.

"Claro que no hubiera podido, pero igual, aun si alguien me lo hubiera contado no sé si lo hubiera creído. Uno se enamora, como yo me enamoré de este chico, forma una pareja y supone conocer al que está al lado, pero lo que conoce es esa ficción fundada en el momento mismo en que el deseo se hizo realidad y el otro apareció a cubrir tu propia falta de amor. Nadie imagina al otro, aun cuando vivas junto a él, cuando te acuestes con él, cuando entre dentro de vos o vos dentro de él. El otro no existe, sólo estás vos y tu fantasía, y alguien allí también, un desconocido, una piel".

Miguel demostraba un cansancio superior a sus fuerzas. Necesitaba dormir, pero había acogido a Eduardo en su casa y no quería, tampoco, parecer desatento.

Eduardo hablaba con Miguel porque no podía hablar con Emilio. La voz de su pareja era ahora un terremoto, una devastación, una realidad.

Lo ocupaba todo.

Por eso él no podía replicar. Sólo podía disponerse a escuchar, o a hacer que escuchaba, cuando el relato se volvía intolerable. El dolor del otro cansa, el propio es parte de la identidad, el del otro es parte de aquello que no está ni puede estar, de lo negado, de lo obviado por obvio y rechazado.

"¿Cómo pudo haber sobrevivido a toda esa experiencia?"

"Es más común de lo que te pensás, por desgracia", respondió Miguel. "Quizá no tanto que un padre viole a su hijo; en realidad no lo sé, lo supongo. Me imagino que es más común que un padre viole a una hija. En fin, no puedo saberlo, tampoco".

Silencio.

"Pero era tan chiquito", Eduardo estaba a punto de llorar. Delante de Miguel se daba ese permiso, no delante de Emilio. Creía que ya no podría volver a llorar delante de Emilio, conociendo su dolor no habría otro que pudiera acercársele. ¡Qué tontería, no es una competencia de sufrimientos!, pensó, pero igual sostuvo la idea anterior en su mente atormentada.

"¿Y qué si hubiera tenido más edad? ¿No hubiera sido aberrante, también?"

"Me refiero a la indefensión, y al no poder dar cuenta de lo que le pasaba, ni a los demás ni a sí mismo. No poder comprender nada de nada; sólo vivir el dolor de la atrocidad de las violaciones, de la voz de ese hombre, de su olor... No me lo puedo imaginar".

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⏰ Última actualización: Mar 24, 2010 ⏰

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