Parte sin título 2

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Pasé la noche en vela, tendido sobre el lecho con la luz encendida

contemplando mi flamante pluma Montblanc, con la que no había vuelto a

escribir en años y que empezaba a convertirse en el mejor par de guantes que

jamás se le haya regalado a un manco. Más de una vez me sentí tentado de

acercarme a casa de los Aguilar y, a falta de mejor término, entregarme, pero

tras mucha meditación supuse que irrumpir de madrugada en el domicilio paterno

de Bea no iba a mejorar mucho la situación en la que se encontrase. Al alba,

el cansancio y la dispersión me ayudaron a localizar de nuevo mi proverbial

egoísmo y no tardé en convencerme de que lo óptimo era dejar correr las aguas

y, con el tiempo, el río se llevaría la sangre.

La mañana discurrió con poca acción en la librería, circunstancia que

aproveché para dormitar de pie con la gracia y el equilibrio de un flamenco, en

opinión de mi padre. Al mediodía, tal y como había acordado con Fermín la

noche anterior, yo fingí que iba a darme una vuelta y Fermín alegó que tenía

hora en el ambulatorio para que le quitasen unos puntos. Hasta donde me

alcanzó la perspicacia, mi padre se tragó ambos bulos hasta el tobillo. La idea

de mentir sistemáticamente a mi padre empezaba a ensuciarme el ánimo, y así

se lo había hecho saber a Fermín a media mañana en un rato que mi padre salió

para hacer un recado.

—Daniel, la relación paterno-filial está basada en miles de pequeñas

mentiras bondadosas. Los Reyes Magos, el ratoncito dientes, el que vale, vale,

etc. Ésta es una más. No se sienta culpable.

Llegado el momento, mentí de nuevo y me dirigí hacia el domicilio de

Nuria Monfort, cuyo roce y olor conservaba grabados en el ático de la memoria.

La plaza de San Felipe Neri había sido tomada por una bandada de palomas

que reposaban sobre el empedrado. Había esperado encontrar a Nuria Monfort

en compañía de su libro, pero la plaza estaba desierta. Crucé el empedrado bajo

la atenta vigilancia de docenas de palomas, y eché un vistazo alrededor

buscando en vano la presencia de Fermín camuflado de sabía Dios el qué, pues

se había negado a revelarme el ardid que tenía en mente. Me adentré en la

escalera y comprobé que el nombre Miquel Moliner seguía en el buzón. Me

pregunté si aquél sería el primer agujero que iba a señalarle a Nuria Monfort en

su historia. Mientras ascendía la escalera en penumbra, casi deseé no

encontrarla en casa. Nadie tiene tanta compasión con un embustero como

alguien de su condición. Al llegar al rellano del cuarto me detuve a reunir valor y

la sombra del vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora