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Pasé la noche en vela, tendido sobre el lecho con la luz encendida
contemplando mi flamante pluma Montblanc, con la que no había vuelto a
escribir en años y que empezaba a convertirse en el mejor par de guantes que
jamás se le haya regalado a un manco. Más de una vez me sentí tentado de
acercarme a casa de los Aguilar y, a falta de mejor término, entregarme, pero
tras mucha meditación supuse que irrumpir de madrugada en el domicilio paterno
de Bea no iba a mejorar mucho la situación en la que se encontrase. Al alba,
el cansancio y la dispersión me ayudaron a localizar de nuevo mi proverbial
egoísmo y no tardé en convencerme de que lo óptimo era dejar correr las aguas
y, con el tiempo, el río se llevaría la sangre.
La mañana discurrió con poca acción en la librería, circunstancia que
aproveché para dormitar de pie con la gracia y el equilibrio de un flamenco, en
opinión de mi padre. Al mediodía, tal y como había acordado con Fermín la
noche anterior, yo fingí que iba a darme una vuelta y Fermín alegó que tenía
hora en el ambulatorio para que le quitasen unos puntos. Hasta donde me
alcanzó la perspicacia, mi padre se tragó ambos bulos hasta el tobillo. La idea
de mentir sistemáticamente a mi padre empezaba a ensuciarme el ánimo, y así
se lo había hecho saber a Fermín a media mañana en un rato que mi padre salió
para hacer un recado.
—Daniel, la relación paterno-filial está basada en miles de pequeñas
mentiras bondadosas. Los Reyes Magos, el ratoncito dientes, el que vale, vale,
etc. Ésta es una más. No se sienta culpable.
Llegado el momento, mentí de nuevo y me dirigí hacia el domicilio de
Nuria Monfort, cuyo roce y olor conservaba grabados en el ático de la memoria.
La plaza de San Felipe Neri había sido tomada por una bandada de palomas
que reposaban sobre el empedrado. Había esperado encontrar a Nuria Monfort
en compañía de su libro, pero la plaza estaba desierta. Crucé el empedrado bajo
la atenta vigilancia de docenas de palomas, y eché un vistazo alrededor
buscando en vano la presencia de Fermín camuflado de sabía Dios el qué, pues
se había negado a revelarme el ardid que tenía en mente. Me adentré en la
escalera y comprobé que el nombre Miquel Moliner seguía en el buzón. Me
pregunté si aquél sería el primer agujero que iba a señalarle a Nuria Monfort en
su historia. Mientras ascendía la escalera en penumbra, casi deseé no
encontrarla en casa. Nadie tiene tanta compasión con un embustero como
alguien de su condición. Al llegar al rellano del cuarto me detuve a reunir valor y