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Empezaba a anochecer cuando emergí de las escalinatas del metro.
Desierta, la avenida del Tibidabo dibujaba una fuga infinita de cipreses y
palacios sepultados en una claridad sepulcral. Vislumbré la silueta del tranvía
azul en la parada, la campana del revisor segando el viento. Me apresuré y lo
abordé casi al tiempo que iniciaba su trayecto. El revisor, viejo conocido, aceptó
las monedas murmurando para sí. Me procuré asiento en el interior de la cabina,
algo más resguardado de la nieve y el frío. Los caserones sombríos desfilaban
lentamente tras los cristales velados de hielo. El revisor me observaba con
aquella mezcla de recelo y osadía que el frío parecía haberle congelado en el
rostro.
—El número treinta y dos, joven.
Me volví y vi la silueta espectral del caserón de los Aldaya avanzando
hacia nosotros como la proa de un buque oscuro en la niebla. El tranvía se
detuvo de una sacudida. Descendí, huyendo de la mirada del revisor.
—Buena suerte —murmuró.
Contemplé el tranvía perderse avenida arriba hasta que sólo se percibió el
eco de la campana. Una penumbra sólida se desplomó a mi alrededor. Me
apresuré a rodear la tapia en busca de la brecha derribada en la parte posterior.
Al escalar el muro me pareció escuchar pasos sobre la nieve en la acera
opuesta, aproximándose. Me detuve un instante, inmóvil sobre lo alto del muro.
La noche caía ya inexorable. El rumor de pasos se extinguió en el rastro del
viento. Salté al otro lado y me adentré en el jardín. La maleza se había
congelado en tallos de cristal. Las estatuas de los ángeles derribados yacían
cubiertas por sudarios de hielo. La superficie de la fuente se había congelado en
un espejo negro y reluciente del que sólo emergía la garra de piedra del ángel
sumergido como un sable de obsidiana. Lágrimas de hielo pendían del dedo
índice. La mano acusadora del ángel señalaba directamente hacia el portón
principal, entreabierto.
Ascendí los peldaños con la esperanza de que no fuese demasiado tarde.
No me molesté en amortiguar el eco de mis pisadas. Empujé el portón y me
adentré en el vestíbulo. Una procesión de cirios se adentraba hacia el interior.
Eran las velas de Bea, casi apuradas hasta el suelo. Seguí su rastro y me
detuve al pie de la escalinata. La senda de velas ascendía por los peldaños
hasta el primer piso. Me aventuré escalera arriba, siguiendo a mi sombra
deformada sobre los muros. Al llegar al rellano del primer piso comprobé que
había dos velas más adentrándose en el corredor. La tercera parpadeaba frente