Cuando fue adecuado dije que me era imposible volver a confiar en ti, y de haber sabido que todo iba a ser de este modo contigo, no lo hubiera hecho en ningún momento. De haber sabido que nunca harías nada para ganarte mi afecto, no te lo hubiera entregado. Y de haber sabido que traicionarías y apuñalarías mi cariño en cada ocasión que se te presentase, lo hubiera arrebatado de entre tus dedos antes de que esa posibilidad me fuese confinada. Los mismos dedos en cuyo tacto se aseguraba la emoción que se encuentra al final del profundo pasillo a recorrer tras mis irises ennegrecidos.
No pude hacer nada para evitar que te convirtieras en aquello que besa el espacio entre mi piel y mi alma, pero lo hace con veneno en los labios. Labios que se unen a los míos cuando así lo desean, por mucho que la poca cordura que me queda ante ello grite para que me aleje, para que evite tu osadía junto con su magia de actuar como reclamo para mí cuando sea necesario, para luego hacerme verter veintiuna lágrimas, una por cada letra que forma esa pregunta que mi cabeza nunca termina de formular: ¿por que tuviste que ser tú?
Las buenas personas existen, hay muchísimas, y entre ellas hay tantas que podrían haber desempeñado sobre mí el papel que ahora desempeñas tú... ¿Qué tienes? ¿Qué me hace enganchar la punta de mis comisuras a la putrefacción tras tu rostro? Si lo único que consigo con ello es que me golpees tratando de atinar con el puño en las lágrimas que ruedan sobre mis mejillas. Como si hubieras llegado hasta mí como un constante murmullo que acaricia mi oreja y me trae de vuelta a los días surtidos de lecciones de desconfianza.
No te amo. Nunca te amaré. Nunca amaré a nadie y es toda una bendición, cuyo único inconveniente es que lo más cercano que tengo a amar es ese sentimiento de necesidad de cercanía que recorre la superficie de mis huesos cada vez que apareces en los huecos de mi mente que pareces reservar cada mañana en el momento en que mis ojos se abren. Como si tuvieras preparado el modo en que moverte a través de mi sangre, aplicando el daño que produces cuando absorbes de ella para que sea una eterna conocedora de como funciona la vida junto a todo y todos a los que trae consigo para cada uno de nosotros, los que conservamos la fe en gente como tú lo eres. La diferencia está en mi caso, yo, que me doblego como un parpadeo sobre tus brazos, y lucho por nunca romperme mientas esté sobre ellos, para no causarte las heridas que tú multiplicaste al tratar de causarme. Yo, que aparezco como un nuevo brote de la raíz de tu antebrazo para actuar como escudo contigo, para ti, para que no me importen las flechas abriéndose paso a través de mí, porque recibirlas es la única forma de proteger mi mente convenciéndola de que te protejo a ti.
Tú eres un egoísta que depende de su propio narcisismo y yo soy capaz de emplear esas actitudes para victimizarme. Nuestra imperfecta combinación se asemeja únicamente a una lluvia de hielo sobre un flujo ígneo, que se hiela sin apagarse, como la supuesta llama que aparece y desaparece entre tú y yo.
Aún y todo lo que yo misma argumento, me contradice saber que cuando tus brazos se vuelvan a abrir para mí, correré hasta ellos, para que se cierren a mi alrededor el tiempo necesario hasta traspasarme. Y sé que lo haré porque me cegará el momento del ya conocido éxtasis frente a la sensación de la caricia de tus labios bailando con los míos, o sobre ellos. No sé si llamarlo «cegar» puesto que no lo pospone un arrepentimiento, puesto que estoy en mis plenas facultades cuando lo hago, y puesto que, sin saber la razón por la que lo hago, o la de por que te permito hacerlo, el recuerdo que queda actúa como halo portador de pedazos de mi inexistente corazón, cuyos mismos pedazos desperdigados por mi única culpa, pareces uno de los encargados de encontrar para devolverlos al espacio vacío en mi pecho.
Pese a las heridas ya causadas, reiteradas y vividas por las personas que menos merecían sufrirlas, tú sigues sonriendo al ocupar el espacio entre mi recién alzada espada, que te arrincona contra la pared sin lograr el más mínimo atisbo de pavor en tu expresión, obligando a mi temblorosa mano a soltar su mango y dejarla caer con un estruendo al vacío sobre el que estamos como si del suelo hablásemos, haciéndome arrinconarme contra esa misma pared a tu lado, apoyando mi frente contra la tuya porque es lo más parecido a conectar nuestros opuestos pensamientos que jamás haré.