La luz de sus ojos

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Voces. Voces en la oscuridad. Susurrando, cuchicheando. Se sumergen en mis sueños, penetran mi mente. Voces dentro de mí. Voces en agonía que logran despertarme.
Despierto gritando, nada nuevo en mí. Mi cama estaba desecha, de seguro a causa de mis numerosas pesadillas.
Observo mi habitación, con la falsa y estúpida esperanza de que algo cambie. El techo de paja, sucio, arruinado por las lluvias. El suelo de madera, podrido y lleno de humedad. Mi ventana, la única que tenía, cubierta de tablones de madera y barro para no dejar pasar la luz. Claro, eso es lo que mis padres dicen, pero yo se que mienten. Tapiamos las ventanas, no por la luz, sino por miedo. Miedo de ellos. Ellos.
Salí de mi habitación y me encontré con mi familia. Para mí sorpesa, estaban preparando la carroza y el caballo. Además, tomaban toda la comida y la estaban ubicando en aquella vieja carroza.
Me miran y, cómo si ya supiese lo que estaba pensando, asienten con la cabeza. Ellos estaban cerca del pueblo, y teníamos que huir.
Salí afuera, todos parecían tener la misma idea. Huir en busca de la libertad, para no terminar cayendo en la esclavitud. Ya es bien sabido que Ellos no tienen piedad. Jamás la tuvieron.
Han estado aquí desde el inicio. Ellos llegan, nosotros huimos. Es nuestro destino.
Mi madre me sacó de mis pensamientos, me tomó por el brazo y me llevó a la carroza. Era hora de irse.
Mi pequeño hermano, Elíseo era su nombre, recuesta su cabeza en mis piernas y se duerme. Se veía tan tranquilo, tan pacífico; ciertamente no tenía idea de lo que estaba pasando. Acerqué mi mano derecha a su cabeza y comencé a acariciar su cabello.
El caballo finalmente se pone en movimiento. Atrás quedaba mi casa, mis cosas, mis recuerdos. Suspiré con cierto pesar, mientras recordaba la última vez que tuvimos que huir de esta manera. Yo tenía seis años pero, aún con mis actuales dieciséis, recuerdo con claridad aquél oscuro momento.
La tormenta rugía como un león hambriento y la lluvia inundaba las calles de tierra. La gente corría con miedo mientras, a los gritos, señalaban con el dedo hacia algo en el cielo. Mi madre me tomó con fuerza y me cargó en sus brazos. Desgraciadamente, no pude ver de lo que huían pero era suficiente con oír los horrorosos alaridos de los pueblerinos para saber que se trataba de algo malo. Algo aterrador. Huimos de ese lugar cómo pudimos y no volvimos jamás.
Unas semanas después, encontramos un nuevo lugar, un nuevo comienzo para nuestras vidas. Pero nada podía escapar de Ellos, nadie podía sobrevivir. Para Ellos, éramos cucarachas, una plaga que debía desaparecer del planeta. A Ellos no les daba miedo matar, no les importaba acabar con la vida de niños, ancianos, bebés, mujeres. Todos sufrían el mismo destino. Y nosotros, los que sobrevivían y lograban escapar, tampoco la pasaban bien. El hambre es un problema que, aunque hace años sólo era algo menor, ahora crece más y más. La gente huye con paranoia, sin saber lo que puede deparar de ellos si son capturados. La muerte, por triste que parezca, era mejor que la misma vida.
Un movimiento agitado de la carroza hace que mi hermano se despierte de un sobresalto. Con confusión, le pregunta a mi madre, que también estaba recostada en el sucio suelo de la carreta, cuanto faltaba para llegar. Ella niega con la cabeza y responde con un “no sé”.
Mi padre, un hombre trabajador, estaba del lado exterior, tomando las riendas del caballo y guiando a la carroza por buen camino. Parecía estar conversando con otros hombres, vecinos que también estaban transladando a su familia a otras tierras. Se notaba miedo y preocupación en las palabras. Hablaban de los nuevos rumores que se oían de Ellos.
—Tienen nuevas armas, mucho más letales —se le oía a uno.
—Nos van a matar a todos, no van a dejar ni uno vivo —decía otro.
Yo no quise escuchar más. Observé a mi madre, quien también había puesto su atención en la conversación. Parecía retener las lágrimas para no asustar a mi hermano.
De pronto, una explosión. Un ensordecedor ruido, seguido por un calor abrasador y un cúmulo de tierra y polvo que invadian a las carretas. Se podía oír cómo mi padre aceleraba el paso, provocando que las cosas en la carroza, incluidos nosotros, comenzaran a agitarse. Afuera se oían los gritos de terror de las personas, los llantos de los bebes, los niños, e incluso las madres.
Una segunda explosión suena, mucho más estruendosa que la anterior. Los gritos se intensificaban, incluso se podía escuchar cómo algunas carrozas descarrilaban, provocando la inminente muerte en los que viajaban en ella.
—¡En el cielo! ¡En el cielo! —gritaba una mujer a la distancia. Su voz indicaba desesperación, horror, destrucción. En ese momento, mi curiosidad era más grande que nunca. Sólo era cuestión de asomar mi cabeza por una de las ventanillas de la carroza y ver con mis propios ojos aquello a lo que tanto le temían.
Me levanté del suelo. Mi madre, quien ya sabía mis intenciones, me dice que no lo haga, que vuelva a mi asiento. Pero no iba a durar tanto, sólo un segundo. No sería nada, sólo un vistazo. A pesar de las advertencias de mi madre, fui hasta la ventanilla de la carroza y miré el cielo grisáceo y tormentoso.
Allí estaba.
Un objeto gigantesco, de un color pálido, cómo si estuviese hecho de una piedra blanquecina. Tenía forma de platillo, con cuatro gigantescas patas cómo si fuese un asqueroso insecto volador. Aquella extraña cosa, que orbitaba el cielo cómo si fuese un ave, comenzó a atacar a las personas con un rayo blanco, casi cegador a la vista.
Pero no sólo había uno, eran decenas, cientos, tal vez miles de armas voladoras, surcando los cielos, atormentando a los pobres campesinos. Bajé la cabeza con terror y me refugié en una esquina de la carroza. Esa escena simplemente me había aterrado. Mi madre asiente con la cabeza, dándome a entender que comprendía mi miedo. Durante toda su vida había observado a esas cosas y hasta el día de hoy seguía sin comprenderlas. Sólo parecía haber una solución, huir. Escapar cómo ratas. No había nada más que hacer.
De repente, la carroza se hunde en la oscuridad total. Intenté visualizar algo pero simplemente no podía. La carroza, unos segundos después, se detiene en seco. Mi madre se levanta de inmediato y le pregunta a mi padre:
—¡Cariño, ¿qué sucede?!
Pero mi padre no respondía. Ni siquiera una palabra. Mi madre se levanta del suelo y abre las puertas de la carroza. Sin antes indicarnos que nos quedemos adentro, ella sale afuera.
El mundo pareció haberse detenido. Las explosiones habían cesado, los gritos se habían apagado. Sólo reinaba el silencio y la oscuridad. Por unos eternos minutos, no supe nada de mi madre. Se había ido sólo con una hacha para protección. De pronto, escucho los inconfundibles gritos de mi madre. Fue allí cuando olvidé todo lo que mi dijo, tomé a mi hermano con rapidez y abandoné la carroza, en busca de mis padres.
Así me pude enterar de que nos habíamos detenido en una vieja estación de tren, vehículos que se habían construido para transportar a los campesinos de aldea en aldea.
Miré a mis alrededores, no había rastros de mis padres. Mi hermano empezó a llorar y no lo culpaba, yo también tenía ganas de liberar todas mis emociones, de llorar cómo un niño asustado. Corrí hasta llegar a las vías del viejo tren, deseando que alguien venga a salvarnos. El caballo había desaparecido, la carroza ya no era un medio de escape. Su única opción era el tren. Comienzo a agitarme cada vez más. Buscaba desesperado a mis padres, al menos un indicio de ellos. No pudieron haber sólo desaparecido.
De pronto, una voz familiar. Un grito a mis espaldas que llamaba mi nombre. Me di la vuelta para obsevar a mi madre, corriendo hacía nosotros. Su ropa estaba empapada en sangre, al igual que su hacha. Parecía exclamar algo pero no podía oírla con claridad pues un molesto pitido empezó a retumbar en la estación. Un tren estaba viniendo. Finalmente, mi madre llega. Nos da un abrazo y, aunque su corazón latía a mil por hora, intentó explicarme lo que había pasado.
Al parecer, unos bandidos habían aprovechado el ataque de aquellos seres y derribaron a mi padre de la carroza. En tan solo unos segundos, separaron al caballo de la carroza y se lo llevaron. Por suerte para nosotros, había logrado llegar a la estación y esconder perfectamente a la carroza de los objetos voladores.
Pero la historia no terminaba ahí. El segundo grupo de bandidos deseaba robar la carroza y las cosas en su interior. De esa forma, llevaron lejos a mi padre y lo mataron sin piedad. Si mi madre no los hubiese sorprendido con el hacha, ella también hubiese perecido. Con mucha ira acumulada, logra atacar y asesinar a los bandidos.
Ahora estábamos sólos, sin forma de huir además del tren, que se acercaba más y más. A nuestras espaldas se escuchaban pasos, veloces y pesados. Voces que murmuraban y gritaban de forma furiosa. Tanto mi madre cómo yo sabíamos que esas personas no eran amigables, no eran pacíficas, no eran humanas.
Corrimos a la carroza, tomamos las cosas más importantes y esperamos a llegada del tren, que estaba a tan sólo un par de metros de la estación. Los alaridos a nuestro alrededor se hacían cada vez más fuertes. Ellos se estaban acercando. Mi hermano, quién pasó a los brazos de mi madre, escondió su cabeza en su pecho, deseando que todo terminara pronto. Pero por fin el tren había llegado. Se detuvo frente a nosotros, quienes no esperamos ni un segundo para saltar hacía uno de los vagones y refugiarnos en su interior.
Afuera, en la oscura noche, se podía ver cómo unas figuras ingresaban en la estación. Pero por suerte, el tren comenzó a andar, alejándonos del peligro.
Yo me arrojé a un montón de paja que estaba acumulada en una esquina del vagón y suspiré aliviado. El sonido del tren andando me relajaba, ya que sabía que íbamos a un mejor lugar. Mi madre, por el otro lado, aunque estaba feliz por lograr salvarse, ciertamente le dolía mucho haber perdido a su marido.
Mi padre trabajó toda su vida para protegernos, para darnos el mejor hogar que podía conseguir, para darnos una mera felicidad en este apocalíptico y corrupto mundo. Y ahora, yacía muerto, a causa de unos desgraciados ladrones, sucias ratas que sólo empeoraban a la sociedad.
Apoyé mi cabeza en una almohada para poder dormir un poco. Mi madre aprobó la idea y desplegó en el suelo una simple manta para que podamos recostarnos. Con suerte, por la mañana llegaríamos a nuevas tierras para empezar de cero nuestra vida.
Sin miedo alguno, cierro mis ojos y me sumergo en el mundo de los sueños. Por primera vez en años, pude disfrutar de una tranquila noche sin pesadillas. Sin aquel temor que siempre rondaba por mi cabeza, aquel que pensé que nunca me iba a dejar en paz.
Cuando abrí mis ojos nuevamente, noté que habían pasado un par de horas. Una blanca luz se lograba traspasar entre las viejas maderas del vagón.
Al principio supuse que se trataba del Sol, que estaba amaneciendo y que ya habíamos llegado a nuestro destino, puesto que el tren se había detenido.
Pero mi error no pudo ser más grande.
Miré a mi alrededor, mi madre y mi hermano se estaban despertando. Las puertas del vagón, que estaban cerradas, se abren de par en par, transformando aquellos leves rayos de luz en un dislumbre cegador. Me levanté de repente al ver unas extrañas figuras ingresar al vagón. Yo, de forma sigilosa, oculté a mi familia con la paja y me uní a ellos, esperando a que no nos vean.
Aquellas luces se acercaban más a nosotros. Yo abracé con fuerza a mi madre y a mi hermano mientras las lágrimas brotaban de mis ojos. Ellos ya se habían despertado y me observaban aterrados. Pude notar que ellos también empezaron a llorar.
De pronto, una mano con guante toma de las piernas a mi madre y la arrastra lejos de nosotros. Mientras gritaba desesperadamente, trataba de aferrar sus dedos al piso de madera del vagón. Yo abracé con todas mis fuerzas a mi hermano, sabiendo que era lo único que tenía.
La paja del vagón voló por todos lados cómo si hubiese habido una explosión. El pequeño cuerpo de mi hermano, en medio de la cegadora luz, se resbala de mis brazos y desaparece de mi vista. De seguro aquellas manos lo habían tomado también. En ese momento intento levantarme para buscarlo pero una figura encapuchada me ataca y me lanza al sucio suelo con violencia.
Y ahí los vi, con mis propios ojos. Un rostro pálido, verdoso, delgado, oculto bajo una capucha. Un cuerpo cubierto de una túnica amarronada. Pero yo apenas podía ver algo. Lo único que veía era una luz, blanca y mortal para mis ojos. Una luz proveniente de aquel ser inmundo y repugnante.
Eran los ojos. Uno de ellos estaba apagado, oscuro, casi invisible. Pero el otro, me hacía recordar al sol; sentía que si seguía viéndolo me quedaría ciego.
Cerré los ojos, aquella cegadora luz me atormentaba, me hacía sufrir. Sentía la mirada de aquella figura, una mirada de odio y de repulsión.
Me preparé para el final, para mi destino. Tomé aire con fuerza, mi última fuerza.
Y grité.

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