Estaba roto

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Estaba demasiado cansado. No se sentía triste en realidad, las lágrimas que se deslizaban por su rostro las producía alguna parte en su interior que estaba rota.

Él no era una mala persona, o eso le gustaba decirse a sí mismo. «Existen peores personas en este mundo». Quizás no era una mala persona, ni una buena persona.... Puede que incluso ni siquiera fuera una persona...

Estaba cansado, cansado de pensar tanto.

Solía pasar sus tardes garabateando dibujos y letras en una libreta. Antaño eso tenía un propósito, ahora era solo para matar el tiempo, las largas horas de inactividad se llenaban de trazos sin orden o sentido, a veces tembleques y débiles, otras tan marcados y rectos que no parecían hechos a pulso.

El chico tenía un padre y una madre que lo amaban, cuatro hermanos geniales y un gato perezoso. También tías que se preocupaban por él, una abuelita cariñosa y otra no tanto. Una biblioteca llena de libros interesantes, un estuche con todos los colores que necesitaba, una flauta dulce que su madre le había regalado, tres comidas al día todos los días y sin falta. Lo tenía todo, pero estaba roto, sin forma de repararse.

No puedes exigir que un auto avance si su motor está malogrado. Puedes lavarlo, darle una capa más de pintura, ponerle gasolina, comprarle asientos de cuero o instalarle un GPS, pero las ruedas no funcionarán si el motor es inservible.

Un día descubrió que no tenía hambre. Mamá había preparado su plato favorito, pero él no podía comerlo. Sus dientes se negaban a triturar la comida y al pasarla esta se atoraba en su garganta. «Estoy enfermo», pensó.

Otro día, ya no quiso garabatear en su libreta, y al siguiente, descubrió que todas las canciones que había descargado a su celular sonaban igual. «Estoy triste», murmuró.

Perversa Inclinación le acosó con más intensidad que nunca. Hace pocos meses, él aún lograba evitarle, pero últimamente sus ataques se habían vuelto demasiado frecuentes para recuperar fuerzas después de librarse de él. Ambos discutieron. Aunque el chico lo odiaba, Perversa Inclinación no se cansaba de susurrarle cosas al oído, cosas agradables y seductoras, repugnantes y aterradoras; tratando de obtener aquella parte de su alma que aún le era inaccesible. «Estás demente», dijo el chico, «¿Por qué me amas si yo te odio?». Sin embargo, sabía que Perversa Inclinación no amaba a nadie.

Aunque se tapara los oídos, aunque huyera a toda prisa y sin mirar atrás, Perversa Inclinación lograría alcanzarlo...

Finalmente, un día en el que se sentía demasiado débil, cayó en sus garras. Perversa Inclinación le abrazó con fuerza y absorbió su aliento, haciéndolo suyo y dejando solo una cáscara vacía tras su paso.

«Ahora sí que estoy enfermo», se dijo sintiendo cómo el habitual vacío en el estómago, crecía hasta abarcar cada rincón de su cuerpo extendiéndose desde su corazón hasta la punta de sus dedos.

Tiempo después descubrió que ya no podía hablar. Su boca se abría y cerraba como la de un pescado, pero no emitía ningún sonido. El chico se preocupó. Empezó a toser con tal de escucharse nuevamente, tenía miedo de no volver a escuchar su voz.

«Estás enfermo», dijo Mamá acariciándole los cabellos. «Reposo, alimento y calor te curarán».

Pero el problema no era que estuviese enfermo y él lo sabía muy bien: estaba roto y aquello en su interior que años atrás le daba vida, había acabado por evaporarse al exponerse a la intemperie. Trataba de recordar cuándo se había roto y dónde, quizás podría repararse pues era un experto en reparaciones caseras. Sin embargo, no encontró ninguna fisura, aún cuando consultó en todos los libros de su biblioteca.

Estaba rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora