Espejismo

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Despierto. Veo el techo tan descarapelado como mi piel. Me llevo la mano al cabello; hay pequeñas piedras incrustadas en los nudos llenos de grasa y suciedad. Me incorporo sacudiéndome el pelo y me pierdo mirando la sucia sábana que se soltó de la esquina del colchón. Hace calor. Miro el reloj digital; seis de la mañana. Volteo al termómetro pegado a la pared; 43 °C. Durmiendo solo con calzoncillos estoy bañado en sudor, con el traje puesto sería mucho peor. Me giro al borde de la cama, recojo la venda ensangrentada, me la enredo en los pies llenos de llagas, y me calzo las sandalias. Hoy debería coserlas. Me levanto y me acerco al tablero electrónico que está empotrado a la pared. De nuevo las baterías están a tope. Tomo una botella de plástico del suelo y me dirijo al surtidor de agua. Quito el tapón de goma y me sirvo hasta la mitad. Llevo la botella a mis labios y tomo. Siento el agua casi hirviendo. Lleno la botella, la cierro, y vuelvo a poner el tapón. Abro las puertas del frigorífico y me pongo en frente en cuclillas. Este maldito hijo de puta sigue enfriando. Tomo dos latas; una de salsa de tomate y una de carne enchilada. Cierro el refrigerador y las llevo a la mesa, donde las abro con un abrelatas y las pongo sobre la parrilla eléctrica. La conecto y pongo la potencia al máximo. No espero mucho tiempo hasta que ambas se calientan. Sigo sudando. Tomo las latas con un trozo de tela y como con una cuchara metálica. Me levanto, desconecto la parrilla, conecto el ventilador, lo enciendo y vuelvo a la mesa. Sigo comiendo hasta acabarme el contenido de las latas y las hecho en la bolsa de plástico del suelo. Me quedo pasmado en la silla dejándome invadir por la corriente de aire.

Miro al techo, que se cae poco a poco, e instintivamente me llevo las manos al cabello. Tiene tiempo que no me baño. Abro mucho los ojos y busco entre toda la basura de la mesa un cuaderno cosido con un hilo. Al encontrarlo lo abro donde el separador. Tiene un mes y dos días que no me baño, y debí hacerlo al mes. Busco en la mesa las tijeras metálicas, tomo del respaldo de una silla una toalla raída y manchada de sangre, y atravieso la puerta junto al surtidor de agua. Me dirijo al fondo, junto al otro surtidor, y me sirvo de una cubeta boca abajo como asiento. Dejo la toalla en un gancho y me corto el cabello frente a una segunda cubeta. Suelto las tijeras y me cubro la boca y la nariz con las manos. Empiezo a toser, y a toser, y a toser. Siento cómo se me desgarra la garganta y cómo un bulto se forma en ella. Los ojos me lloran y mi cuerpo tiembla. Tengo escalofríos. Sigo tosiendo hasta las arcadas. Apoyo una mano en la pared y con la otra me sostengo en el borde de la cubeta, que no resiste mi peso y se va, junto conmigo, a dar al suelo.

Pasan unos minutos, el abdomen me arde y tengo el rostro cubierto de cabello mugriento. Me levanto, me sacudo la cara y recojo los cabellos del suelo. Los deposito en la cubeta y los llevo junto a la puerta. Tomo una tercera cubeta y la pongo bajo el surtidor. Quito el tapón y abro llave. Llevo la mano al agua y noto que está manchada de sangre. Cierro el puño con fuerza. Lo abro y dejo que el agua caliente limpie el veneno. Al llenarse la cubeta, cierro la llave y pongo el tapón. Me desnudo, tomo una bandeja y la lleno. Tomo el jabón, lo mojo con el agua de la bandeja, me lo unto en las manos y me tallo la cabeza y el cabello. Siento dolor y comezón al hacerlo. Pienso continuar con el resto mi cuerpo, pero tengo miedo otra vez de pasarme las manos por las llagas. Es inevitable. Instintivamente vuelvo a temblar, a sentir escalofríos, y mis ojos se humedecen. Tengo que hacerlo. Acerco mis manos a las partes donde el músculo está expuesto y comienzo a tallar. Ahora tiemblo convulsivamente, y mis ojos se llenan de lágrimas. Duele terriblemente. Tallo una a una cada llaga. El suelo se llena de agua color café oscuro, una mezcla de mugre y sangre. Me quito las vendas de los pies y las lavo con agua limpia. Las deposito sobre la toalla y me lavo de las piernas hacia abajo. Sigo confundiendo los hematomas, las manchas, las llagas y las costras con suciedad. Me tallo y duele. Tengo todo el cuerpo adolorido. Uso la bandeja para retirar el jabón y la mugre. Esto empieza a ser molesto. Estoy cansado de esto. Aprieto los puños y golpeo la cubeta, que sale volando hasta el otro lado. Idiota. Ahora me duele mucho la mano. Recargo mis codos en mis rodillas y recargo la frente en mis manos, cubriéndome el rostro. Vuelvo a llorar. Vuelvo a llorar y ya no es ni por la tos ni por las heridas que no cierran. Aprieto los ojos, y empiezo a gemir. Mi cuerpo tiembla otra vez. Mis dientes castañean y me arden los ojos. Hacía tanto tiempo que no lloraba así.

Tomo la toalla y me seco el cuerpo con cuidado. La toalla está llena de sangre. Creo que aún quedan otras tres limpias. Me vendo los pies con cuidado y me pongo las sandalias. Tomo los calzoncillos y salgo, desnudo, de la habitación. Avanzo hasta el armario frente a la cama y tomo una playera y otros calzoncillos. A un costado hay una lona gigantesca de plástico. No hoy, cariño. No hoy.

Voy a la mesa, busco un lápiz y tomo el cuaderno cosido. Tacho dos días más de agosto. Creo que estamos entre octubre y diciembre, no lo sé. Podría hacer la cuenta, fue a mediados de marzo que esto empezó, pero el refugio se hizo por los setentas, y aunque se siguieron adicionando cosas, jamás se me ocurrió actualizar los calendarios. Carajo.



Despierto. Miro el techo y no puedo evitar llevarme las manos al cabello. No es más largo que una pulgada. O tal vez sí, quién sabe. Esto apesta. Me giro hacia el borde de la cama y miro las sandalias rotas. Debí coserlas cuando aún podía salvarlas. No sé qué día es, ni el real, ni el del cuaderno. Lo rompí hace mucho, en un arranque de ansiedad. Qué idea más estúpida la de encuadernar todos los calendarios en el mismo lugar sin dejar alguno de reserva. Como sea, el agua ya tiene mal sabor, la segunda bodega de alimentos está por acabarse y las baterías no han vuelto a cargarse por completo. Sería lindo si fuese porque afuera se compuso todo, pero es más probable que la razón sea que algunas ya se descompusieron. O tal vez un tornado arrancó las placas solares de la superficie. Como sea, tal vez no sea mala idea salir a ver... No. Es una terrible idea, pero podría ver si el traje sigue sirviendo. Me acerco al armario y muevo todos los ganchos a un extremo. A la orilla hay un traje amarillo, de plástico. Lo tomo y le saco el gancho. De verlo me da más calor. Me vuelvo al termómetro; 47 °C. Miro el reloj; siete y fracción de la mañana. No está mal. Me pongo el traje. Lamento mancharlo de sangre, pero no hay de otra. Me llevo las manos al rostro y empiezo a toser de nuevo. Caigo de rodillas y evito golpearme la frente al sostenerme con un brazo. La garganta se me desgarra y siento una presión terrible en el estómago, en el diafragma y en la garganta. Tengo espasmos en todo el cuerpo. Llegan las arcadas, y esta vez mi fuerza es vencida. Termino vomitando. Mis ojos no dejan de llorar, y mi cuerpo de temblar. Veo el suelo, bañado de sangre y un líquido viscoso entre blanco y amarillo. Hoy es el día.

Me incorporo, me cierro el traje y me dirijo al armario nuevamente. Tomo la máscara de gas del suelo, me la pongo, y tomo la lona de plástico. Voy a la mesa y agarro las llaves. Casi me voy pero veo algo más. Sobre la mesa hay una foto. Hay un hombre apuesto y sonriente. Seguro era el sueño de muchas mujeres... ¡Ja, pero si soy yo! Comienzo a reír como estúpido y tomo la foto sonriendo. Vamos, joven yo, vayamos a explorar el mundo. Me guardo la foto en el traje. Atravieso la sala hasta la puerta metálica que da a la salida del refugio, la abro y encuentro otra más. Repito la acción y subo las escaleras metálicas. La lona pesa, mi cuerpo arde, mi sudor helado; por fin saldré.

Tengo problemas para abrir la escotilla, pero al final lo consigo. Pongo el plástico sobre mi cabeza y con ella empujo la puerta redonda para abrirla. El brillo me deslumbra y cierro los ojos. Todo brilla a mi alrededor. Salgo. Estoy sudando como en sauna. Miro alrededor. El pasto desapareció de mi jardín. Ahora solo queda tierra brillante. Me vuelvo a mi casa y la veo en ruinas, quemada, con la pintura en el suelo, enroscada. Pero aún así, brillante. ¿Quemó alguien mi casa?, ¿o acaso fue el sol? Giro lentamente para mirar alrededor. Todas las casas están en las mismas condiciones que la mía. Y pareciera que todo se refleja, que todo tiembla, que todo se encontrara en un vaso de agua y alguien lo hubiese golpeado con el dedo. ¿Es esto un espejismo? Tal vez por eso todo brilla tanto. Empiezo a sentir nauseas. No tiene caso esperar, nada pasará. Bajo las manos y dejo caer la lona de plástico. Entonces todo el poder del sol cae sobre mí. El cielo ya no es azul, es casi blanco deslumbrante. Por poco me quedo ciego, no puedo verlo directamente. Hago víscera con las manos y me inclino hacia abajo. El plástico del traje empieza a pegarse a mi piel, y arde, arde mucho. El aire parece escasear, porque me cuesta cada vez más respirarlo. Esto es el final. Me abro el traje, que está al borde de ser líquido, y lo arrojo, junto con la máscara, al suelo. En un instante mi cuerpo quema como si estuviese en llamas, empiezo a temblar convulsivamente y a gritar, agonizando. Siento cada nervio achicharrándose y el dolor me tira al suelo. Levanto el rostro buscando la escotilla, y logro verla brillar casi tanto como el cielo. Estiro mi mano, roja, que chorrea una sustancia espesa. Me arrastro y siento como mil agujas desgarrando cada poro de mi piel. Y entonces dejo de sentir el brazo, dejo de sentir mi cuerpo. Dejo de sentir dolor. Por fin, después de tanto tiempo, dejo de sentir.

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