Shōto (一)

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Nieva sobre un pequeño vecindario de Kyoto el 24 de Diciembre de 1970. El gélido viento se vuelve suave tras los copos de nieve que caen ligeros sobre el suelo plagado de zapatos de cuero y sandalias de madera. Las pequeñas flores del Sakura, se han escondido bajo las ramas esqueléticas de los árboles viejos. En el camino, circulan una marea de sombreros con copa alta y boinas cafés. Hay pocos que llevan el traje tradicional, pues los hijos de la tierra del sol naciente, descansan bajo la protección de sus techos; son extranjeros los que caminan apresurados, corriendo rumbo a la estación de tren o al paradero de buses pequeños. Los faroles de luz, se van apagando a medida que pasan los minutos, las tiendas cierran sus puertas, los carros de madera se vuelven vacíos y la bulla se tranquiliza. Es un pequeño vecindario que comienza a dormir. Sin embargo, en el corazón de ese cuerpo de casas tradicionales, hay una tienda de dulces franceses que mantiene la farola parpadeando; se llama La Dulce Vita.

A Yorou, el dueño, le gusta ese nombre, porque le recuerda sus tiempos de juventud en Francia. Chanwoo, su empleado coreano, se ríe de él porque sabe que el nombre está en italiano; pero Yorou no le presta atención. Está acostumbrado a que sus clientes y el chico extranjero, se rían sin cesar todo el tiempo que les es posible. Yorou, piensa que alegra el ambiente de ese pequeño lugar con aroma dulzón. Por lo que sólo inclina la cabeza a un lado, suspira, y mete un pedazo de caramelo doúx a su boca seca. Entonces, arrastra su pequeña silla de madera hasta la puerta de vidrio y observa con curiosidad a todo el gentío de ojos azules, cafés y verdes que pasan sonriendo y conversando.

— Chanu, mira nada más, ese pequeño mocoso llegó de nuevo –dice Yorou con incomodidad.

Chanwoo acerca su rostro aniñado a la transparencia de una ventana recién limpiada y pilla al delgado chico que Yorou menciona. Está vestido de camisa blanca y pantalones rotos de color negro, no lleva zapatos, ni bufanda o gorro que le proteja del gélido clima que corre fuera. Nada más está sentado, sobre una pequeña tela café que se moja tan pronto como la nieve le alcanza. Siempre hace lo mismo, piensa Chanwoo, cuando vuelve a pasar el trapo húmedo sobre la ventana bastante limpia. Todos los años, la misma fecha y con la misma ropa; como si se tratase de un pequeño adorno indispensable de aquellas festividades extranjeras.

— Es Yun –finalmente dice Chanwoo, cuando decide dejar de observarlo. Siente frío cada vez que planta sus ojos en la piel nívea de aquél vagabundo muchacho. –La señora Nagasaka me lo dijo. Según ella, su hermana pequeña, la señorita Midori; lo vio caminando en una plaza de Tokio. Sintió curiosidad por él y le preguntó de dónde venía, pero sólo le dijo su nombre.

— No parece japonés.

— Es coreano –susurra Chanwoo un poco avergonzado –La señora Nagasaka, cree que perdió a su familia y se volvió loco. Aunque ella cree que todos estamos locos. Quizá sólo sea un mendigo.

— O realmente es un loco –dice Yorou y se levanta de la silla –Nadie en su sano juicio se sienta a esperar que la nieve lo cubra.

Nadie más, excepto Yun, quiere corregir Chanwoo; pero se queda en silencio.

Los minutos siguen transcurriendo, los caminantes han disminuido a unos tres cada cierto tiempo y Yorou ha dejado su asiento para ir a casa con su esposa e hijo. Chanwoo se ha quedado, no tiene a dónde ir o a quién visitar, por lo que decide acomodar las cajas y barrer el piso. No obstante, su dinámica trabajadora se acaba a los pocos minutos que vuelve a ver a Yun a través de la ventana, tan relajado y tranquilo que pareciese que fuera hecho de hielo en vez de piel. Ni siquiera se inmuta cuando pequeños ventarrones azotan contra el suelo y levantan polvo blanco escarchado. Anda ahí, sentado, tan estático como una estatua que mira al cielo con devoción. Y, sin querer, Chanwoo también lo hace; levanta los ojos hacia los luceros centellantes que brillan pretenciosas al lado de la luna, cree que es precioso, un cielo tan limpio como ningún otro día.

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