La caida de Tarento

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Las palabras surcaban con facilidad los kilómetros en el campamento. Cada boca romana llevaba consigo una sola palabra. Tarento. Tarento había caído, y eso significaba que Roma finalmente obtenía el control desde la frontera con la Galia y ciudad de Arretium hasta la ahora sometida colonia griega Tarento. Finalmente Pirro de Epiro había sido derrotado y, la ciudad que antaño fundada por los Dorios ahora pertenecía a Roma. Aquello no hacía más que elevar el ego de los patricios, pero, hasta cierto punto estaba bien, pues un romano debía poseer orgullo y carácter. El poder de Roma era creciente y Marcelo lo sabía, quién sabe hasta dónde llegaría Roma si aquel espíritu prevalecía hasta el final de los tiempos. Solo restaba esperar.
Yacía reclinado sobre su silla con respaldo, aquello le daba mala espina, quién sabe cuándo entrarían en combate aún tomada aquella ciudad, pues aún quedaban por allí rondando griegos que, en medio de su desordenada desbandada después de la toma de la ciudad, esperaban el momento indicado para robar provisiones incluso al campamento de la mismísima legión que les había expulsado. Aquello era descabellado.
Con una copa de vino en la mano derecha y una ánfora repleta de vino en la izquierda, Marcelo se sentía merecedor de un triunfo, pues su cohorte de asteros había luchado con gallardía y valor, por lo cual los griegos cedían más y más terreno. No. Eso solo es para cónsules. No pudo evitar escupir al suelo.
- Malditos, malditos y mil veces malditos.
repetía entre dientes como quien estaba incompleto consigo mismo. Un rápido cabeceo le había permitido darse cuenta de su estado de sobriedad. Pues no era normal que aún con una victoria como esa se sintiera como la peor de las derrotas.
- Esos altivos patricios celebrando su triunfo y nosotros aquí pudriéndonos en un campamento en medio de griegos bandidos que desean vengar su estúpida ciudad... ¡por todos los dioses!
Inconscientemente Marcelo había estrellado su copa de bronce en la pared, preso de un ataque de rabia. Entre los legionarios que iban pasando, Quinto Cayo, quien luchó a su lado al momento de ingresar a la ciudad no pudo evitar sentir preocupación por su centurión quien, por lo visto había sido preso de coraje una vez más. No escatimó e irrumpió en la tienda.
- ¿Esta bien mi centurión? .- dijo rápidamente Druso.
- Druso, mi buen amigo, ¿tú estás conmigo cierto?...
En el tono de Marcelo se escuchaba su ebriedad, pero este no lo notaba.
- Claro señor, estuve con usted al momento de tomar la vanguardia y de sacar a esos perros griegos, hasta el final. - Druso sentía raro hablarle con rango a alguien diez años menor que el, pero así eran las cosas.
- Yo lo sé, Druso, pero, ¿compartes mi coraje? Sabes que merecemos desfilar con las tropas al menos, pero ni eso. Malditos cónsules engreídos...
Druso sabía que aquellas palabras eran peligrosas, y más en tiempos de guerra. No había notado que tras escuchar dichas palabras había contenido la respiración como temiendo lo peor. No quería ser partícipe pero no podía quedarse callado.
- Creo que... Roma hace lo mejor para todos...- No termino de decir la frase cuando las tubas de ataque sonaron.
- Calla maldito y por los dioses ordenas a la cohorte que nos están atacando.
Rápidamente Marcelo se ajustó el casco aún con sangre seca de la toma de Tarento y salió raudo al encuentro con sus hombres. Druso había sudado, nunca antes le había dado gusto ese sonido tanto como ahora. Pero, estaban bajo ataque. Había que hacer algo.
Léntulo Octavio, primus pilus de la legión observaba atentamente, oteando el horizonte. Eran muchos griegos, demasiados desde la toma de Tarento. Por el contrario el campamento era un desorden, las cohortes apenas salían de las tiendas, muchos aún ajustando pertrechos desde el toque de las tubas. Los griegos, en cambio, no parecía haberles afectado la falta de mando con experiencia, estaban acomodados en una perfecta falange de picas y los peltastas estaban bien apostados delante de los hoplitas listos para lanzar la primera andanada de lanzas.
Octavio realizó un cuantioso pero breve estudio de las filas enemigas, a lo mucho estarían a 400 pasos de la empalizada. Avanzaban lenta pero decididamente.
- ¡Rápido perros! ¡Formaos o les arranco la cabeza de cuajo yo mismo con mi pila! ¡Que pensarían vuestras madres al ver solo unas jovenzuelas desordenadas en vez de legionarios! ¡Rápido! ¡Formación triplex!
Marcelo respondía aquellas órdenes con desgano, pero más desgano tenía aún de morir, y sabía que después de los velites entraban los hastati, y ahí se probaría que tan bien se habían preparado. Aún dudaba. Pues sabía que un ataque frontal contra una falange era una muerte Segura. Nada podían hacer contra unas feroces lanzas en perfecta formación cerrada que se batía contra sus gladio de apenas 60 centímetros. Esto es una locura pensó. A tan solo 200 pasos de la empalizada los griegos reían mientras salían las primeras filas de velites. Aquello era una victoria asegurada. Quizá Ares estaba con ellos.
- ¡Druso, el ala derecha! ¡Quinto, el ala izquierda! ¡Cerrad formación perros o los ensarto yo mismo aquí y ahora! - Druso gritaba órdenes desesperadamente al observar la desorganizada formación de los velites en las afueras del campamento. La suerte estaba echada.
El cielo se había tornado completamente gris, y rápidamente comenzó a caer agua, como si los dioses romanos lloraran aquella batalla. El terreno se hacía fangoso y muy inestable. Los griegos, quienes antes reían ahora se preocupaban, una falange no funciona en terreno irregular. Eran los dioses romanos. Primero en Tarento y ahora aquí. Nada más quedaba por hacer, esta batalla no se podía librar. 100 pasos, 90 pasos. Los griegos detuvieron su marcha. Pues el fango llegaba a los tobillos. La lluvia de lanzas se mezclaba con la lluvia que ya caía. Varios gritos de dolor se oyeron al ser ensartados por las pila romanas que caían sobre los peltastas más próximos. Había que retroceder.
Marcelo observaba el desarrollo de la primera línea de batalla contra los peltastas enemigos. Se retiraban. No estaban tan olvidados después de todo. Gritos de júbilo eran lanzados al ver no sólo ya una desordenada falange sino una retirada en desorden tratando de evitar las pila de los velites. Una exhalación de alivio surcaba la boca de Marcelo, por ese día vivirían. Gracias a los dioses. Ahora solo restaba embriagarse hasta el día siguiente. Si es que no decidían volver.

El último centuriónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora