El Rabión - Parte I

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—¡Martín!

—¡Ñoraa!...

—¿Habrá crecida?

—Habrála, que desnevó en la sierra y bajan las calceras triscando de agua, reventonas y desmelenadas como qué...

—¿Pasarán las vacas al bosque?

—Pasan tan «perenes».

—Pero ten cuidado a la vuelta, hijo, que el río es muy traidor.

—A mí no me la da el río, madre.

El muchacho acabó de soltar las reses y las arreó, bizarro, por una cambera pedregosa que bajaba la ribera.

Había madrugado el sol a encender su hoguera rutilante encima de la nieve densa de los montes y deslumbraba la blancura del paisaje, lueñe y fantástico, a la luz cegadora de la mañana. Ya la víspera quedó el valle limpio de nieve, que, sólo guarecida en oquedades del quebrado terreno, ponía algunas blancas pinceladas en los caminos.

El ganado, preso en la corte durante muchos días de recio temporal, andaba diligente hacia el vado conocido, instigado por la querencia del pasto tierno y fragante, mantillo lozano del «ansar» ribereño.

Martín iba gozoso, ufanándose al lado de sus vacas, resnadas y lucias, las más aparentes de la aldea; una, moteada de blanco, con marchamo de raza extranjera, se retrasaba lenta, rezagada de las otras. Llegando al pedriscal del río, unos pescadores comentaron ponderativos la arrogancia del animal, mientras el muchacho, palmoteándola cariñoso, repitió con orgullo:

—¡Arre, Pinta!

—¿Cuándo «geda», tú?—preguntaron ellos.

—Pronto; en llenando esta luna, porque ya está cumplida...

Las vacas se metieron en el vado, crecido y bullicioso, turbio por el deshielo, y los pescadores le dijeron a Martín lo mismo que su madre le había dicho:

—Cuidado al retorno, que la nieve de allá arriba va por la posta.

El niño sonrió jactancioso:

—Ya lo sé, ya.

Y trepó a un ribazo desde cuya punta se tendía un tablón sobre el río, comunicando con el «ansar» a guisa de puente. A la mitad del tablón oscilante, el muchacho se detuvo a dominar con una mirada avara de belleza la majestad del cuadro montañés; la corriente, hinchada y soberbia, rugía una trágica canción devastadora, y el bosque, verdegueante con los brotes gloriosos de la primavera, daba al paisaje una nota serena de confianza y de dulzura tendiendo su césped suave hacia las espumas bravas y meciendo sobre el rabión furioso los árboles floridos. Lejano, en la opuesta orilla del bosque, el río hacía brillar al sol otro de sus brazos que aprisionaba el vergel.

Quiso Martín ocultarse a sí mismo el desvanecimiento que le causaba aquella visión maravillosa y terrible de la riada, y burlón, sonriente, murmuró cerrando los ojos ante las aguas mareantes:

—¡Uf!... ¡cómo «rutien»!...

Luego, de un salto, ganó la otra ribera, en uno de cuyos alisos estribaba el colgante puentecillo, conocido por «el puente del alisal». Entonces el niño, un poco trémulo, volvió la cara hacia el río, le escupió, retador, con aire de mofa, y aun le increpó:

—«Rutie», «rutie», ¡fachendoso!...

Después, internose en el bosque, al encuentro de sus vacas.

Era Martín un lindo zagal, ágil y firme, hacendoso y resuelto; pastoreaba con frecuencia los ganados que su padre llevaba en aparcería, que eran el ejemplo y la admiración de los ganaderos del contorno. Del monte y del llano, Martín conocía como nadie los fáciles caminos; los ricos pastos y las fuentes limpias para regalo de sus vacas. El pastor sabía que sobre la existencia próspera de aquellos animales constituía la familia su bienestar, y viviendo ya el niño con el desasosiego de la pobreza encima del tierno corazón, guardaba para sus bestias una vigilante solicitud, un interés profundo, en cuyo fondo apuntaban, acaso, el orgullo del ganadero en ciernes y la codicia del campesino. Pero inseguros estos sentimientos en los once años de Martín, aparecíanse en aquella almita sana cubiertos de simpática afición hacia los animales, muy propia de una buena índole y de una generosa voluntad.

* * *

EL RABIÓN --1899.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora