Aplicadas habían pastado las muy golosas, y en cada cabeceo codicioso mecieron las esquilas en la serenidad del bosque una nota musical, mientras Martín sonreía, halagado por aquel manso tintineo que era la marcha real de su realeza pastoril; sentado en un tronco muerto, iba entreteniendo la tarde en la menuda fabricación de unos pitos, que obtenía ahuecando, paciente, tallos nuevos de sauce, cortados sin nudos. Para conseguir el desprendimiento de la corteza jugosa, era necesario,—según código de infantiles juegos montañeses—acompañar el metódico golpeteo encima del pito, con la cantinela: Suda, suda, cáscara ruda; tira coces una mula; si más sudara, más chiflara...
Martín había repetido infinitas veces este conjuro milagrero, y tenía ya en la alforjita que fué portadora de su frugal pitanza una buena colección de silbatos sonoros. Miró al sol y calculó que serían las cinco. Las vacas estaban llenas y refociladas; rumiaban tendidas en gustoso abandono, babeando soñolientas sobre las margaritas, gentiles heraldos de la primavera en los campos de la montaña.
Al mediar el día, había saltado el Sur, ya iniciado desde el amanecer en hálitos tibios, que sólo el ábrego puede levantar en los días primerizos de Marzo; iba creciendo el temeroso vocear del río y llegaba al fondo del «ansar», apagado en un runruneo solemne. Martín pensó volverse a la aldea; al paso perezoso del ganado tardaría una hora lo menos; el tiempo justo para no llegar de noche.
Se levantó el muchacho y su vocecilla aguda rompió el sosiego de la tarde, arrullada por el río.
—¡Vamos... Princesa, Galana, arre...; arriba, Pinta...; Lora, vamos...!
Hubo un rápido jadear de carne, con sendas sacudidas de collaradas y sonoro repique de campanillas; y los seis animales se pusieron en marcha delante del zagal.
Al cuarto de hora de camino, Martín empezó a inquietarse; el río bramaba como una fiera, mucho más que por la mañana. Y cuando el muchacho se fue libertando de la espesura intrincada del «ansar», vio con terror que no quedaba en las altas cimas de la cordillera ni un solo cendal blanco de la reciente nevisca; la hoguera del sol y los revuelos del ábrego realizaron el prodigio.
—Irá el río echando pestes—decíase Martín;—habrá llegado punto menos que al puentecillo, y tal vez el ganado tema vadear...
Impaciente, arreó vivo y apretó el paso; y a poco, alcanzó a ver el desbordamiento de las aguas en los linderos del bosque. Dio una corrida para asegurarse de si estaba firme su puente salvador... ¡estaba! Respiró tranquilo... Ahora todo consistía en que las reses vadearan tan campantes como de costumbre. Las incitó: estaban un poco indecisas; volvían hacia el muchacho sus cabezas nobles, en cuyos ojazos mortecinos parecía brillar una chispa de incertidumbre... Hubo unos mugidos interrogantes.
Ansioso el niño, las excitó más y más, y de pronto, una entró resuelta, río adelante; las otras la siguieron, mansas y seguras, menos la Pinta que, rezagada siempre, no había dado un paso.
Martín la arreó, acariciándola:
—¡Anda, tonta, tontona!...
La vaca no se movía.
El zagal, imperioso, la empujó; pero ella mugía, obstinada y resistente, hasta que, sacudiendo su corpazo macizo, con brusco soniqueo de campanillas, dió media vuelta alrededor del muchacho y se lanzó a correr hacia el bosque.
Quedóse Martín consternado y atónito. Pero no tuvo ni un momento de vacilación: su deber era salvar a la Pinta de la riada formidable que, sin tardar mucho, inundaría por completo el «ansar» mecido entre los dos brazos del coloso.
Las otras cinco vacas, dóciles a la costumbre de aquella ruta, acababan de vadear el río con denuedo, y Martín, hostigándolas desde la orilla con gritos y ademanes, las vió andar lentamente camino de la aldea. Entonces corrió en busca de la compañera descarriada, la mejor de su rebaño, aquella en que la familia toda se miraba como en un espejo.