En Navidad las cosas siempre son más difíciles. Las luces demasiado brillantes, los adornos repetidos, las compras apresuradas de último momento y el frenesí por conseguir obsequios para personas que realmente no importan, la ansiedad porque la comida salga perfecta, el trasfondo religioso, la alegría obligatoria... Son suficientes razones para que mucha gente se deprima en Navidad y, en efecto, así sucede. Por algo las estadísticas señalan que la fecha preferida de los suicidas es el 25 de diciembre, después del catorce de febrero, claro está. Pero ésa ya es otra historia.
Sin embargo, lo que más le perturba a Remus Lupin de la Navidad son los recuerdos. Normalmente consigue sobrevivir el día a día sin que le invadan oscuros pensamientos de tiempos idos... pero en Navidad los recuerdos que siempre lo persiguen y él apenas esquiva finalmente le dan alcance.
La Navidad no siempre fue una buena fecha para Remus Lupin. Son muchas las veces que se la pasó encadenado en un oscuro sótano o encerrado en la Casa de los Gritos, aullando a pleno pulmón y desgarrándose por dentro y por fuera durante más transformaciones de las que quisiera recordar.
Aunque también es capaz de recordar otras Navidades más alegres, llenas de luz y de alegría, de inocencia y diversión. Tiene recuerdos de cuando era muy pequeño, tan pequeño que el horror no había llegado aún a su vida, y su madre horneaba decenas de galletitas de jengibre que cobraban vida con un toque de su varita, mientras su padre luchaba denodadamente con el pavo. Él se sentaba en una silla con una alta torre de almohadones para poder alcanzar la mesa y observaba encantado todos los preparativos.
Su madre siempre sacaba la mejor vajilla para la ocasión, y su padre se encaramaba a una escalera para decorar cada rincón de la casa con ramas de pino y hojas de muérdago. La decoración del árbol de Navidad, sin embargo, corría por cuenta de Remus, quien planeaba cuidadosamente la colocación de cada adorno, porque todo tenía que salir perfecto. Tomaba cada borla, cada adorno, con infinita ternura y calculaba el mejor lugar para ponerlo con la precisión de un ingeniero y la creatividad de un artista, porque había muchos factores a tener en cuenta, como la disposición de colores y que las borlas grandes no taparan a las pequeñas. Papá siempre se reía pero para mamá era motivo de orgullo: "Remsie heredó el buen gusto de su mamá, ya ves" y su papá se reía aún más y decía que no era buen gusto, sino neurosis. Remus no sabía lo que era la neurosis pero la consideraba una palabra muy graciosa, tan graciosa que más de una vez estuvo a punto de dejar caer la borla que sostenía por la risa.
El mayor honor, sin embargo, era colocar la gran estrella en la punta. Para ello su padre lo tomaba de abajo de las axilas y lo alzaba en alto mientras su madre, siempre preocupada de que la dejara caer, revoloteaba alrededor. Cuando finalmente ponía la estrella en su lugar Remus sentía por un instante que tocaba un pedacito de cielo con los dedos.
Remus recuerda sus primeras Navidades como días llenos de luz y calidez, cuando sus padres se reían a carcajadas y se abrazaban, sin una sombra de inquietud en sus ojos chispeantes. Era una época de felicidad, de inocencia, de risas despreocupadas. Una felicidad que se rompió en mil pedazos cuando una noche de luna llena trajo el espanto a sus vidas.