Eran como las tres menos cuarto de la madrugada cuando los sicarios llegaron a las afueras del hotel. Llegaron en un vehículo negro con cristales ahumados [parecía un Volkswagen Jetta de los años '90]. Se estacionaron aproximadamente a unos cincuenta metros de la entrada, y estuvieron dentro del carro en silencio unos quince minutos.
Luego de transcurrir los novecientos segundos, y después de haber estudiado bien el área, decidieron salir del auto. Eran dos individuos de tez morena, altura promedio y unas ciento ochenta libras. Estos llevaban boinas italianas en sus melenas, abrigos y guantes de cuero, mahones color azul oscuro y botas para la nieve.
Ya habiéndose bajado del vehículo, caminaron en dirección hacia la entrada del hotel. La noche olía a peligro y la ausencia de estrellas en el firmamento lo confirmaba. Esa madrugada de pleno invierno la temperatura había descendido a veinte grados Fahrenheit —algo que no había ocurrido en mucho tiempo—. Pero eso a los sicarios no les importaba tres carajos; lo único que les importaba era cumplir con su cometido.
Estando ya adentro del hotel, y con las instrucciones claras de lo que debían hacer —o mejor dicho, de lo que tenían que hacer—, esperaron «pacientemente». ¿Pero qué esperaban? ¿O a quién? Estaban esperando a un empresario millonario que iba a recoger a Enrique Nadal [un artista de música popular que se estaba alojando en dicho hotel] para llevarlo al Aeropuerto Internacional El Amanecer. Nadal estaba realizando una gira mundial de su más reciente producción El errante, que incluía quince países. Se suponía que este abandonara el lugar a eso de las cuatro y media de la mañana, ya que su vuelo salía a las siete y debía estar al menos dos horas antes en el aeropuerto.
Ya había pasado casi una hora y media desde el momento en que los sicarios habían aparecido en el hotel. Estos comenzaron a desesperarse ya que no veían por ninguna parte a la persona que tenían que matar. Miraban sus relojes una y otra vez como signo de impaciencia, y se paseaban de aquí para allá a través del vestíbulo como dos personas perdidas.
—¿Qué tal si damos una vuelta por el casino? —preguntó uno de los sicarios y el otro hizo un gesto con su cabeza que expresaba sin palabras un «vamos».
Mientras tanto, Enrique Nadal se encontraba en su cuarto terminando de preparar sus maletas. Estaba un poco preocupado ya que no encontraba El Collar de las Siete Potencias que su madre Mónica «La India» le había regalado. El collar era una especie de amuletum de la suerte con efecto apotropaico. Es decir, que la persona que lo llevara puesto creaba alrededor de sí una esfera invisible que la alejaba del mal y la protegía de los malos espíritus y las acciones mágicas malignas.
Nadal estuvo buscando el collar a través de la habitación como un cuarto de hora. Buscaba, buscaba y no encontraba. Verificó en todas las gavetas habidas y por haber, debajo de la cama, en el clóset, en su ropa, incluso hasta en el baño.
—Creo haberlo visto por última vez encima de la mesa de noche —decía en voz alta para sí mismo—. ¡No me puedo ir de aquí sin eso! ¿Dónde lo pude haber metido, carajo?
Siguió buscando por unos minutos más hasta que se detuvo y exclamó: «¡Oye, espera un momento!». Justo en ese instante se acordó que la noche anterior había entrado a su cuarto una empleada del hotel para llevarle la cena, pero que no pudo atenderla ya que se estaba duchando. Recordó haberle dicho desde el baño que dejara la comida encima de la mesa de noche.
—¿Y si fue la empleada del hotel quien cogió el collar? —se cuestionaba—. Voy a llamar a Recepción.
En el momento que levantó el teléfono de la habitación y marcó el número para llamar, alguien tocó a la puerta. ¡Pum, pum, pum, pum! [silencio de tres segundos] ¡Pum, pum, pum, pum!
Tras escuchar los primeros ruidos, Nadal hizo un movimiento veloz con su cabeza en dirección hacia la puerta. Su corazón se agitó, se le cerró el culo y empezó a sudar sangre verde a través de toda su masa corporal —como si se hubiera tomado un monster que contuviera un veinticinco por ciento de miedo—. Comenzó a respirar lento y de manera profunda. El ruido del silencio invadió sus oídos. No sabía qué hacer. Se paralizó con el teléfono en la mano izquierda y miró fijamente a la puerta como un cazador mira a su presa antes de cazarla. Mientras miraba atentamente, alguien le respondió por teléfono.
—Sí, ¿en qué le puedo servir? [silencio] ¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —preguntaba la secretaria de Recepción.
Enrique Nadal oía pero no escuchaba lo que esta le decía. Colgó el teléfono en cámara lenta sin estar consciente de que estaba colgando e intentó dar pasos lentos y poco firmes hacia la puerta. Al llegar a la puerta miró por el ojo mágico para ver quién era, pero resultó ser que no había nadie. Dudó en si abrir o no abrir la puerta. Luego de pensarlo por varios segundos, decidió no abrir. Se retiró de la entrada y al cabo de unos pasos volvieron a tocar. ¡Pum, pum, pum, pum! No hizo más que escuchar el primer golpazo y dio un giro de ciento ochenta grados a la velocidad de la luz. Su corazón comenzó a escupir sangre a cien millas por hora. Tenía los calzoncillos llenos de mierda. Inhaló profundo como el mar, exhaló fuerte como un huracán y corrió rápido hacia la puerta como Usain Bolt. Cuando abrió la puerta resultó ser que quien estaba tocando era nada más y nada menos que...